Cartagena,  Narrativa

24 disparos, un cuento de Laura Barragán Arteaga

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“Te busqué entre los destrozados, hablé contigo.

Tus restos me miraron y yo te abracé. Todo acabó.

No queda nada. Pero muerta te amo y nos amamos.

Aunque esto nadie pueda entenderlo”.


Raúl Zurita – Canto a su amor desparecido

Recibí una carta de mi madre el jueves pasado. En ella me recordaba lo que había intentado olvidar en los últimos ocho años, que mi hermano estaba muerto, y que era momento de exhumar sus restos y proceder a cremar. M-u-e-r-t-o. E-x-h-u-m-a-r. C-r-e-m-a-r. Cada letra un disparo al pecho. 19 malditos disparos conté, y yo aún de pie, leyendo el mensaje, que finalizaba con un: “Llámame urgente, por favor.”

Esperé una hora prudente. Teníamos alrededor de cinco horas de diferencia entre Cartagena y Barcelona. Desde que salí del país tras la muerte de mi hermano, hablamos poco. Cuando le llamé, después de los saludos formales, y las novedades ya asumidas del alcoholismo de papá, nuestra conversación giró en posibles fechas para culminar el “asunto”. Conversamos de costos, de logística. Hablar del cuerpo físico de un ser amado, como quien habla del mueble por vender, de la casa que se tiene que pintar, del papel que alguien debe firmar. Un trámite, una acción casual, aburrida y rutinaria.

Concluimos una fecha muy cercana que me permitiera dejar las cosas en orden para viajar y nos despedimos. Al colgar, reconocí espantada que en algún momento alguien hablaría de mí misma de esa forma. Un objeto pesado del que corresponde hacerse cargo. Sentí que ese era el disparo número 20.

El domingo en la noche ya estaba empacando la valija, durante los días previos pensé que el dolor me empezaría a carcomer las entrañas, como bien lo ha hecho en el pasado, pero aún no había derramado una lágrima y la noche anterior me animé a cenar con amigos. –Tengo todo bajo control–, pensé. Sólo cuando cerré por completo la maleta y miré la foto que reposaba en mi tocador, supe que era cuestión de horas para descender a mi infierno.

La foto en cuestión es de mi infancia, posa mi difunto hermano Sid, mamá y yo. Es en el parque central de Bucaramanga, ciudad donde nacimos. Mamá está agachada, del lado izquierdo, intentado estar a nuestra altura. Luce una sonrisa a punto de ser carcajada, como quien acaba de entender un chiste muy gracioso. No mira el lente de la cámara, mira a quien está detrás, a papá, que le encantaba retratarnos, pero nunca salir al frente.

Calculo que mamá tendrá 26 años,  Sid 5 y yo casi 3 ,que con un vestidito blanco me ubico en el centro de la imagen. En mi cara se vislumbra que estoy asustada (como siempre lo estaba de niña), ojos vidriosos a punto de llorar. En cambio Sid, a mi derecha, está radiante. Mira la cámara como si fuera su mejor amiga. Sería una foto familiar cualquiera, pero hay algo casi imperceptible que ha hecho que por años sea mi foto favorita. Sid me agarra el brazo, no la mano, me toma todo el bracito, como quien quiere guiar a alguien por el camino correcto. Esa muestra de ternura me destroza. Disparo 21.

Agarré la foto y miré el hermoso rostro infante de Sid, sus cabellos negros crespos abundantes, sus dientecitos de leche perfectamente alineados, las mejillas rosadas de un niño rozagante de energía. Sus ropas coloridas, seguramente combinadas con especial devoción por una madre amorosa. Quise abrazarlo, quise estar allí, no como la niña que tiene que cuidar, sino como la mujer de treinta años que ahora soy y que abraza a un niño con la añoranza de ese hijo que nunca va a poder tener.

Saqué la foto del portarretrato que le protegía y la guarde en mi bolso personal, no sabía por qué, pero necesitaba viajar con esa imagen, verla cada tanto. Amé infinitamente en ese instante a Sid, por protegerme, por dedicarme tantos cuidados y sacrificios. Pero le odié al mismo tiempo, por convertirme en un ser necesitado de amor y afecto todo el tiempo. Indefensa y débil ante la realidad. En tres palabras: una niña perdida.

Sid fue siempre brillante, la clase de chico que ves y quieres imitar. Notas escolares impecables, dotes para pintar, innumerables amistades. Donde fuera, siempre se destacaba. De humor inteligente y carácter propio. Su presencia estaba llena de poder. Fue muy cómodo como hermana menor vivir tras su sombra. No era que él me opacara, es que yo reconocía en Sid la fuerza que me faltaba.  

Esperé despierta las horas previas al viaje, y llegué al aeropuerto con más de 6 horas de anticipación. Me esperaba un vuelo directo a Bogotá de 10 horas y luego 3 más de conexión a Cartagena. Llegaría al mediodía del martes, y en la mañana siguiente haríamos la cremación. Haciendo un cálculo mental estaba a poco más de 48 horas para darle el último adiós a mi hermano. Me impacientaba este hecho, era mi última cita con él. La última vez que diría “voy hacer algo con Sid”. La última acción en el presente que lo incluía, porque de ahora en adelante todo lo que se refiriera a mi hermano tendría que ser nombrado en tiempo pasado. El futuro hizo planes y no le invitó.

Se puede aceptar con resignación la muerte que llega después de una larga y sufrida enfermedad. Se puede entender la muerte del anciano que esperó en silencio la hora final. Pero la muerte absurda de un chico de 24 años es algo que te aplasta de una manera que no puedes soportar.

Padres enterrando a su primogénito.

Una hermana menor, que luego se vuelve mayor, que su hermano mayor. Una incoherencia.

La muerte de una persona joven nos recuerda lo indefensos que estamos al azar de la existencia. Un día despiertas, vas a la universidad, luego a una fiesta con amigos, y la fatalidad de un accidente de auto te quita los años que te habías pronosticado vivir. Mueres y también anulas toda esa vida de quienes te amaban y habían trazado un camino a tu lado. – ¿Qué pasa con ello? Todas las yo felices, murieron con Sid–, me dije, mientras buscaba el asiento 7A del avión y contaba el disparo 22.

Las horas siguientes al despegue fueron confusas, como un nublado sueño donde al despertar sabes que sucedieron muchas cosas, pero tu cabeza sólo puede recuperar algunas imágenes: 3 aeropuertos, 2 pastillas de Xanax, 10 cafés, 50 pañuelos, un millón de lágrimas, 35° de temperatura en Cartagena, la casa de infancia. Una madre de ojos rojos e hinchados que abraza fuerte, un padre que habla de política y huele a ginebra, una cama de sábanas blancas donde me acuesto y me duermo. Duermo en mi propia pesadilla.

Es la mañana del miércoles, llegó el día. Ayudo a vestir a mamá, que a pesar de la sofocante temperatura, se empeña en colocarse un vestido negro hasta el cuello. Sigue siendo tan delgada y fina como antes de traernos al mundo. Cerrándole los botones del traje en la espalda, me dio la sensación de estar vistiendo a una niña.

Tenía que bajar la cabeza para mirarla. Concluí que los años la habían minimizado, o yo siempre la había visto como alguien gigante, y ahora que me creía adulta, me atrevía a mirarle desde arriba. Me pareció tan indefensa que quise abrazarla y decirle que todo estaría bien, que había sido la mejor madre de todas y ahora yo la cuidaría, porque no volvería a irme, porque le amaba de verdad. Sólo atiné a decir –Listo, ya está.

Media vuelta, nudo en la garganta. Disparo 23.

En el auto, rumbo al cementerio, nadie tenía ganas de hablar, sólo papá dijo algo respecto al clima y lo lindo que era verme desde el espejo retrovisor mientras conducía. Le guiñé el ojo mirando el espejo y le acaricié torpemente los cabellos plata que cubrían su cabeza. Cada tanto abría el bolso que llevaba en las piernas para ver mi foto de infancia.

Al llegar mamá sólo tendría que firmar unos papeles. La oficinista nos explica que se requiere que un familiar directo, como lo éramos los presentes, entre a la morgue del cementerio para realizar el reconocimiento del difunto, especialmente para verificar el número del ataúd y las pertenencias con que enterramos a Sid en su momento. “El cadáver… sus restos, no es necesario verlos”, aclaró la funcionaria con un sonrisa. Parecía sentirse portadora de buenas noticias.

Al escucharla, mis piernas tambalearon, sabía que no podría ser yo. No había sido capaz de verle muerto en el ataúd antes de enterrarle, mucho menos podría acércame a reconocer pertenencias de un cuerpo inerte que ya no tiene nada que ver con Sid. Con el Sid que yo recuerdo. Fue mi madre, que sin esperar a discutirlo con papá y conmigo, aceptaba hacerse cargo. La vi entrar y salir de la morgue muy erguida. Aprendí que pase lo que pase, las madres siempre salen intactas de la muerte.

Tardó 20 minutos, y volvió con los ojos más rojos y arrastrando los pies. Fui abrazarla, pero buscó el pecho de papá. La portadora de buenas noticias se acercó a indicarnos que el proceso tardaría dos horas, podíamos esperar allí, o salir y volver después de trascurrido ese tiempo.

No importa cuántos años vivas, sí escribiste un libro, fuiste presidente o criminal. Sí dejaste una obra para la posteridad o fuiste un ser anónimo para el mundo. No importa. Se necesitan sólo dos horas para que te resumas a cenizas. Hagas lo que hagas, seas quien seas. La muerte es la única cosa que nos trata a todos por igual, ni siquiera Dios tiene esa delicadeza.

Mamá lanzó unos gemidos, siguió encerrada en el pecho de papá, que le acariciaba el cabello con una mano, mientras con la otra buscaba su paquete de Marlboro rojo. Sentí que no tenía derecho a consolarles, no tenía una palabra para decir que fuera lo suficientemente buena para mitigar el dolor. No pude evitar que fuera mi madre al reconocimiento, era, quizás, la única razón por la que debí viajar y había fracasado. Y fue allí, el último disparo que podía soportar.

Mis dos padres abrazados a la desdicha, el cuerpo de mi hermano entrando a un horno de 980°, y mi cobardía sin límites. El disparo 24. El final. Saqué del bolso lo único que podía hablar por mí esa mañana. La foto de infancia en el parque central. Me arrodillé al lado de mis padres y les hice ver la fotografía. Éramos nosotros, no había cambiado nada. Nunca cambiaría.

El padre que parecía ausente, pero era el más presente de todos. El que silenciosamente nos regaló bajo su lente tantos momentos felices.

La madre orgullosa y fuerte. Dispuesta a aguantar lo que faltara, con dignidad. Esa honorable dignidad que sólo aprendes cuando has sido pobre.

Y la niña. Ella. Yo.

Perdida, asustada. La que sigue sostenida, hasta el final, por ese brazo redentor.