Narrativa

Backwards, un relato corto de Agustina Hernández

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«¿Cuántos años hacen falta para olvidar un minuto?».

Steve Mc Queen

Era un domingo lluvioso y con poca voluntad me dispuse a buscar una foto de mi escolaridad, necesaria para una tarea de primer grado de mi hijo.

La caja de las fotos parecía empecinada en mostrarme cualquier cosa menos lo que buscaba. Opté por vaciarla sobre la cama y empecé a separar fotos familiares de amigas, viajes, casas ya habitadas y misceláneas.

Tardé un rato en encontrar la foto escolar porque no pude evitar detenerme en otras, por distintas razones. 

Las fotos son recuerdos muy concretos. Peor, la imagen puede ser divina y el recuerdo muy poco feliz. En general, uno no guarda fotos feas o que no quiere guardar, pero hay algunas que evocan distintos recuerdos según en qué década se las mire y con qué ánimo. Este era el caso de mi foto de segundo grado, en la que estoy sentada en un escritorio, con una “303” en la mano y mirando al fotógrafo para la ocasión. Toda la imagen es setentosa, como la protagonista, que, a pesar de los anteojos de aquel entonces, se las ingenió para sonreír y salir bonita.

¿Pero qué recuerdo de esa nena de siete años que había vuelto a cambiar de escuela, de casa, de provincia a capital y conocido a sus futuras mejores amigas? La enumeración de los hechos es bastante fácil y objetiva, pero la memoria no.

En la melange de fotos que no tenía ningún interés en ver, se cruzó una de mi mamá, en blanco y negro, chiquita, rectangular. Ella tenía dieciocho años y estaba parada al lado de un árbol, con su brazo izquierdo levemente extendido y la mano apoyada en el tronco; tenía el pelo lacio y con raya al medio y llevaba puesto un sweater negro, con cuello media polera. Adoro esa foto, pero el problema es que una vez mamá la miró y me dijo: «Me di cuenta de que en este momento de mi vida me extraño a mí misma a los dieciocho años». Confieso que me pareció terrible, de una melancolía infinita y tal vez ninguna nostalgia.

Yo no me extraño nada a mis dieciocho años, ni a los siete, pero sospecho que de vieja me voy a extrañar a los cuarenta.

Me gusta sacar fotos y no salir en ellas o no sola. Prefiero las fotos en las que tengo anteojos oscuros y un buen tapado, nada de playa ni traje de baño. Si el paisaje o el monumento eran lo importante, mejor. Y, por las dudas, recordemos que la foto engorda, lo mismo que la televisión, sobre todo si uno está en remera y bermudas. Si fue con flash, lo más probable es que salga con los ojos cerrados y es casi imposible que sonría, todo lo cual siempre es responsabilidad del fotógrafo de turno y no del fotografiado. Pero que sea impresa en papel. Yo me tomo el trabajo de armar la selección y llevo a imprimir. No me interesa la colección digital.

La foto siempre es pasado y recuerdo. Si se le agrega sonido, llegamos al cine, a veinticuatro fotogramas por segundo. Pero lamentablemente no se pueden agregar olores, por ejemplo. Miro la foto de mis tías abuelas y no puedo recordar el timbre de voz de ninguna, pero sí el olor de ciertas comidas que preparaban.

Y hay tantos momentos importantes, privados, personales, de los cuales no hay fotos, sólo memoria, por ejemplo, del primer beso. Recuerdo la ocasión de la fiesta, el muchacho entusiasmado, el robo del beso, pero no su nombre o cara. Sólo me acuerdo que se parecía a la foto de la tapa de un disco de Paul Anka que había en lo de mi tía.

Nunca me gustaron las filmaciones —antes eran con video y ahora con teléfonos—, pero me parece que voy a empezar a grabar a mi hijo, antes de que tenga barba, para que de adulto recuerde cómo era su risa a los seis años. Yo no recuerdo la mía.

También hay fotos que muestran cosas que uno no recuerda y viceversa. Veo polaroids de algunos momentos de la infancia que no recuerdo y que intentan mostrar miradas y gestos agradables, difíciles de imaginar. Si uno tiene un mal recuerdo, ¿cómo es que la imagen es positiva? Si el recuerdo es divertido, ¿cómo es que la foto muestra aburrimiento? ¿Cuál de las dos miente?, ¿la memoria o la cámara? El momento existió, hasta ahí la foto no puede mentir, pero ¿cómo lo recuerda uno?, ¿será como realmente sucedió o es lo que uno puede inventar para soportar el recuerdo? Como dice una amiga de mamá: «A gatas me puedo hacer cargo de mi conciencia; no me pidas que me haga cargo de mi inconsciencia».

Hay algunas personas en el mundo que padecen la memoria como enfermedad, que involuntariamente recuerdan todo lo que ven, escuchan, leen, dicen. Debe ser enloquecedor, como también lo debe ser la amnesia. Si no tenés ningún recuerdo, ¿quién sos? No he conocido a nadie que padezca ninguna de esas dos enfermedades, pero sospecho que, puesta a elegir, preferiría el exceso y no la ausencia.

¿Qué es más importante?, ¿la imagen o el recuerdo de cómo se sintió ese momento? Si puedo recordar todo lo que sentí cuando toqué a mi hijo por primera vez, ¿qué importancia puede tener que la imagen sea borrosa porque estaba sin anteojos? La imagen es la que pudieron inventar mis ojos en ese instante, es decir, todo desenfocado. Es la imagen que pude tener, que me quedó. El recuerdo es otro: es su cara contra la mía, de un calor infinito a pesar del frío, de la desnudez de ambos en el quirófano.

Un escritor francés dijo: «Nada fija tan intensamente un recuerdo como el deseo de olvidarlo». Creo que es verdad, pero también lo aplicaría al deseo de recordarlo.

Cuántos años hacen falta para olvidar una mirada, un reto, una desilusión, un reproche, un fracaso, un sopapo, un examen, un pecado, un olvido, un exabrupto, un llanto, un error, un momento. Es probable que sean los años que queden de vida o el Alzheimer, lo que llegue primero.

Cuántos años hacen falta para no olvidar una mirada, una sonrisa, un éxito, un abrazo, una travesura, una palabra, un sacramento, un juego, una ilusión, una voz, una risa, un reconocimiento, un acierto, un momento. Quizás la respuesta sea la misma.

Hay libros que no hay que volver a leer; hay películas que no hay que volver a ver; hay canciones de las cuales no hay que escuchar otras versiones y hay recuerdos que hay que dejarlos como están, sin forzarlos, sin decirlos, sin explicarlos y, en lo posible, sin recordarlos.

¿Y si el recuerdo es inventado? No sé por qué, cada vez que escucho una canción ochentosa —el único hit de una banda olvidada— recuerdo haberla bailado con cierta persona en un boliche en el que nunca estuve. Yo sé que eso no pasó. Y como recuerdo inventado no tiene ninguna importancia, no sirve para nada. Entonces, ¿para qué recordarlo? ¿Por qué no me invento recuerdos importantes? Uno imagina situaciones todo el tiempo, con la ventaja de que pueden ser del pasado, presente o futuro. Si son del pasado, deberían seguir siendo situaciones imaginarias o imaginadas y no recuerdos. Si son del presente, son un problema en sí mismo porque si en este momento estoy imaginando una situación que no estoy viviendo realmente, cuando terminé de imaginarla es pasado, pero no debería convertirse en un recuerdo. Y si es en el futuro… Me imagino vieja, por ejemplo, ¿y me quedo con el recuerdo de haberme imaginado vieja hace cinco minutos?

Se supone que hay personas que naturalmente tienen más memoria que otras. ¿Es así? La gente que tiene mala memoria, ¿lo elige? ¿Es más feliz? ¿Será un mecanismo de defensa? Conozco a alguien desde la primera infancia con poca memoria. Yo soy su biógrafa oficial. Cuando quiere recordar cosas puntuales, me consulta. En general, ambas nos preguntamos: ¿Eso es bueno? Yo cargo con sus recuerdos, con nuestros recuerdos. En la mayoría de los casos, los registros no coinciden. —¿Yo te dije que vos no habías entendido nada y por eso te ofendiste?

—Sí claro, cómo no me iba a ofender si me trataste de tonta…

—Pero no era en serio… ¿Y por eso no me llamaste en un año?

—Y sí, para mí el recuerdo de esa conversación era claro. 

—Era oscuro, porque yo ni recordaba el hecho. Siempre creí que te habías enojado porque te clavé aquel sábado.

Un ejemplo simple de los permanentes malos entendidos que tiene todo el mundo por cómo cada uno recuerda lo que le conviene, lo que necesita recordar, lo que quiere recordar, lo que puede.

Las fotos siguen desparramadas sobre la cama. Las guardo en la caja, que queda desordenada, como yo, con mis recuerdos.

«¿Que por qué estaba yo con esa mujer? Porque me recuerda a ti. De hecho, me recuerda a ti más que tú». —Groucho Marx

Fotografía: Carolyn Hampton