Narrativa

De Caimán viejo hasta Enrique Perro, un cuento de Oscar Corrales

Una lluvia de recuerdos golpea el frágil cristal del ventanal de mi memoria, haciendo que esta salte en pedazos multicolores, que se funden luego  con  otros recuerdos lánguidos, a veces tristes. Algunas veces menos tristes, escudriño en esa maraña llamada memoria, para descubrir con decepción, que sus nombres habían desaparecido envueltos en esa nébula que llamamos pasado. Hoy sólo atino a recordarlo por un  alias, con el que todos le conocían: Enrique Perro.

De mirada triste, cejas abundantes y en desorden, cara poblada con surcos y grietas, por donde el sudor corría refrescando su faz de veterano en las lides del trabajo duro con la tierra. Eremita insufrible, solo una jauría de fieles y famélicos perros tenía por compañía.

Alguna vez lo seguí con inusitada curiosidad, buscando develar sus misterios, pero era el ratón siguiendo al gato. De voz grave, que al escucharla sólo podía relacionarla con el sonido de truenos lejanos en furioso aviso de tormenta; calzaba sus colosales pies, plagados de callos y pecueca, con abarcas trespuntá hechas del mejor cuero.  Alguien afirmó con  pretenciosa precisión, que esas abarcas eran una parte integral de sus pies.

Vestía casi siempre de caqui, machete al cinto, mochila de fique al hombro, sobre su cabeza de cabellos tinturados por cenizas volcánicas y acumuladas durante más de medio siglo (las malas lenguas murmuraban a sus espaldas que había nacido viejo) un sombrero vueltiao desgastado.

Lo creían mentiroso, pero resultaba más fácil para la gente sencilla decirle embustero y lo llevaba a cuestas consigo como lastre, por lo cual, siempre fue blanco de burlas; sólo los adultos lo disimulaban. Mi oportunidad de estar cerca de él llegó cuando mi madre, bajo una lluvia de coscorrones, me hizo caminar hasta la tiendita ubicada en una esquina de la cuadra en donde vivíamos.

Un mandado, término exacto para retratar mi afanosa diligencia. Fue en ese ventorro o tumba cuchara, como mi madre le decía, cuando lo vi y olvidé por un momento mi urgente diligencia. Engullía con gran tenacidad un cuarto y cuatro onzas de queso criollo, con media docena de mogollas y acompañado con una Kola helada.

Entre mordiscos y sorbos le contaba al tendero sus hazañas pintorescas, que en verdad eran anécdotas sencillas, pero vestidas con un toque de exageración, no dejaba espacio para ser muy creíbles y una réplica de burlas y risas de los muchachos, que también presentes lo escuchaban; él, muy sensible a las burlas estallaba en ira. — ¡Pelaos de mierda… vayan a buscar burra! — Les increpaba con su voz de trueno.

Había desde luego una desbandada y carrera, más burlas y risas a lo lejos, el viejo tendero, con voz de cascada quejumbrosa exigió respeto a los muchachos y estos guardaron compostura. El silencio nos hizo compañía por un instante; el afable tendero, dándole una palmada afectuosa en el hombro del viejo enojado, y así nuestro personaje continuó su relato aventurero entre mordiscos de queso, mogollas y buches de la espumosa Kola.

Andrés,  hombre calmado y piel de ébano, rascaba su enorme barriga mientras trataba en vano de ocultarla con su camisilla amarillenta y desgastada, pasaba la mano por su insipiente y lustrosa calva, mientras escuchaba con aparente interés el relato de su cliente, pero también amigo.

De regreso a su casa, tomó la callecita aledaña a la tiendita, en donde los perros y puercos, la habían minado con mierda. Y exclamó: — ¡ Eeeerdaa..! ¡Otra vez  a jugar a la peregrina!

Dando saltitos entre mierda y charcos de agua decidió acortar camino, cruzando por un pequeño solar, en donde una anciana en ropas de luto, quemaba basuras que amontonaba con una escoba hecha con varitas de palma. Tapó un poco su nariz al percibir el hedor de la mierda quemada, que se encontraba adherida en cuartos exactos de papel del diario local.

— Eran víctimas del clavito del baño — pensó en voz alta y recordó su paso fugaz de hombre alborotado por el Vietnam, zona de guerra, de amores y desventuras.

Llamó su atención una vieja revista tirada en el suelo y a punto de ser devorada por la hoguera; en la carátula había una profusa ilustración de un ingenio volador, que despegaba de la superficie de un portaaviones, también un artículo que destacaba los avances de la aviación militar, cuando se inclinó a recogerla, el fuego había devorado parte del nombre de la revista, por lo que sólo alcanzó a leer una frase incompleta: Mec.. opular.

De un tirón arrancó la carátula, la dobló en dos partes y la metió en el bolsillo de su camisa, el resto lo arrojo al pestilente fuego.

Como dije, era un ermitaño, vivía en una casita de madera y palma casi al margen de la Ciénaga de la Virgen, que en ese entonces estaba poblada de cocoteros, que al atardecer me recordaban unas postales perdidas en el desván de mis recuerdos.

La casita estaba cercada con caña brava y rodeada de algunas palmeras plétoras con cocos, arbolitos de chirimoyas que perfumaban el ambiente, algunas buganvilias o trinitarias en varios tonos que engalanaban parte del portal y el techo de palma de la casita, así como también enredaderas con maracuyá y claro varios perros famélicos que al verlo saltaban y ladraban casi al unisono ante la presencia adusta de su amo, quien les consentía y acariciaba, ofreciéndoles algunas mogollas y restos de queso.

Tenía como oficio cortar y vender caña brava, al igual que hacer carbón, poseía un pequeño cultivo lejos de ahí, al que llamaba “rosa”, en ella cultivaba algunas hortalizas, yuca, ñame, para su consumo y vendía por encargo una gran parte del mismo.

Una mula y un burro ocupaban un rincón en un improvisado establo al lado de la casita. Ese día almorzó un suculento arroz con cangrejos cogidos por el mismo; antes de someterlos al fuego y leche de coco, eran unos cangrejos de grandes y temibles tenazas, de hermoso color azul y generosos al momento de comerlos.

Era época de marcha, así que con saco de fique al hombro y armado de unas tenazas para atizar carbón, daba muestras de destreza a la hora de atrapar los esquivos crustáceos. Hubo años en que los cangrejos se metían en las casas, se subían a las camas y causaban pánico en mujeres y niños, pero al mismo tiempo en muchas casas tenían sobre las hornillas agua hirviendo con sal y muchos de ellos terminaban cocidos y devorados por su osadía.

Eran los tiempos en que la ciénaga era un hervidero de biodiversidad, en los atardeceres se apreciaba el raudo vuelo de cientos de garzas blancas, ver pescadores lanzar sus trasmallos y recogerlos con abundante pesca, centenares de cocos se perdían en la orilla cenagosa. Los más atrevidos, como él, se aventuraban a recolectar los cocos al igual que a coger cangrejos, estos últimos reposaban en los sacos, que luego vendía y pregonaba en las calles: ¡Llegaron los pollos sin plumas!

En las tardes calurosas solía tomar una pequeña siesta, recostado en una hamaca de colores abigarrados que le había prestado su vecina Carmela, pero que él hacia como suya; pese a los múltiples reclamos que le hizo la dueña, siempre le decía lo mismo: Es que está sucia. ¡Mierda Carmela, la dejé en la rosa! Mañana te la doy. ¡Déjame teñirla! Se la cagaron los perros.

Nunca la devolvió, hasta que esta última desistió y un buen día próximo a diciembre le envió un hermoso lazo rojo y una minúscula tarjetita que rezaba: — Ahí te mando la moña… el regalo lo tienes hacen cinco años—.

Acompañándose con un café cerrero, servido en un jarro de peltre desportillado y manchado con el paso de los años, fumaba un remedo de tabaco con hedor espantoso, que los perros al percibir el olor aullaban desencantados y él los hacía callar con cariño, pero más bien era un regaño solapado.

Una vez le comentó a su vecina cercana que siempre soñaba la misma vaina y le preguntaba que si ella, con sus dotes de adivina y experta interprete de manchas de café en el culo de los pocillos y colillas de tabaco, le podía interpretar el suyo, a lo cual ella le respondió vacilante y en tono mamador de gallo: — ¡Qué va! ¡Esa vaina es  producto de tanto mamar ñeque con agua de coco, y queso criollo con mogollas! ¡Es una indigestión y de tanto pensar en la inmortalidad del cangrejo! —.

A lo lejos y entre sueños escuchó el sonido característico que producía el pito de una sirena de una radio patrulla policial (así solían llamar a los carros de policía). Los años sesentas agonizaban y los Beatles anunciaban su separación, la tasa de criminalidad en la ciudad no era realmente representativa, por eso cuando un crimen ocurría, casi toda la ciudad se consternaba y se imbuía en un profundo asombro.

Cuando el carro policial color blanco y negro, cruzó la calle frente a mi casa, tuve la impresión que avanzaba en cámara lenta, detrás de ella un séquito, con algunos adultos descalzos y niños barrigones la seguía, como si les hubiera embrujado el sonido siniestro de la sirena. Exclamaban: ¡Un muerto!  ¡Un muerto! con fuerte connotación de fiesta novembrina.

Prosiguió inmerso en su sueño, en donde él se veía a sí mismo de regreso a casa en el lomo de su mula, pero no era el mismo paisaje que él estaba acostumbrado a ver, pues era el paisaje de su sueño y en este había un rio de aguas azules y transparentes, del cual el astro rey bebía y arrancaba de sus aguas límpidas, una fantástica policromía, con brillos que lastimaban sus ojos al punto de hacerle lagrimear, así mismo se vio como tomaba amparo bajo una inmensa bonga de extraño follaje.

Se sintió de repente inmerso en el sueño de su otro yo, estando en ese sueño, soñó dentro del sueño de su otro yo y vio en este, cual profeta bíblico cómo el cielo cambió sus colores, tornándose de un profundo celeste hasta un rojizo con tonos amarillentos y veía la luz de ese hermoso cielo difusa por doquier.

Sintió en su escamosa piel, la caricia del viento cargado con noticias de lluvia intensa y el cielo del sueño de su sueño tronó de repente, levantó su cabeza para contemplarlo y ver que este se desprendía en pedazos multicolores, tuvo la extraña sensación de verlo todo como si se tratara de una película vista en Cinemascope, en full colores, con fanfarria y todo.

De ese cielo descendió algo que lo llenó de felicidad confusa y miedo, sintió de nuevo el rugir del viento enardecido, como si fuera la grave música de una cascada en fatal caída, ante sus ojos un ave inmensa refulgente y tornasolada bajaba de los cielos. Despedía rayos y escupía fuegos azulados por su abdomen y cola. Todos sus recuerdos desfilaron ante él al mismo tiempo, pero distinguía unos de otros.

Elevando un colorido barrilete, correteando gallinas mientras alguien corría detrás de él cuidando que no cayera, sintió una nostalgia ajena y repentina que no era de él, sino de su otro yo y se vio caminando a toda prisa cruzando por la boca del Puente del Reloj, giró su cabeza para constatar la hora en el viejo reloj y este marcaba las 5:30 p.m.

Hizo una mueca que parecía una sonrisa al ver que era la hora exacta también en su viejo reloj suizo Mount Royal de pulsera, bañado en oro, con manilla elástica de acero inoxidable, presuroso cruzó la calle, tomó el sendero adoquinado de la rotonda, en donde estaba ubicada la estatua del fundador de la ciudad, a su paso salieron dos fotógrafos que lo retrataron desde distintos ángulos y le entregaron cada uno sendos recibos por si el decidía rescatar el instantáneo momento congelado en el tiempo.

Cruzó nuevamente la siguiente avenida y tomó camino por el Camellón de los Mártires, en donde a esa hora unos culebreros trataban en vano de engatusar al incauto círculo de curiosos que los miraban; echó una mirada hacia la marquesina del Teatro Cartagena, que presentaba en estreno “El mundo de los aventureros” rodada un poco antes en los escenarios naturales de la vieja ciudad.

Esquivó con pericia felina, carretas y carretillas, vendedores de camisas asoleadas, al indio que ofrecía toda suerte de amuletos y baños para la suerte, ya sin prisa se dirigió hasta lo que quedaba heredado de la antigua “Cueva”, tomó asiento en una larga banca de madera brillante por el uso y apoyó sus codos en el mesón cubierto por un mantel plástico de color azul claro y con flores rojas impresas.

Ante sus ojos reposaban calientes y vaporosas dentro de una vitrina hecha con madera y vidrio, suculentas porciones de guartinaja, armadillo, venado guisado con leche de coco, gallina criolla con huevos, pidió mondongo guisado y como guarnición arroz de frijolito cabecita negra y ensalada de repollo y remolacha, le hizo un guiño a la mulata que le servía su pedido y le pidió que por favor le echara  “bastante contra óxido” encima del arroz  con frijolitos.

Después de cenar casi a las carreras, tomó rumbo hacia la casi abandonada iglesia de la Tercera Orden y subió Calle Larga arriba, para ver que presentaban en las carteleras de los teatros descubiertos Rialto y Padilla.

Con alguna decepción miró en ambos, en el Rialto presentaban una película del nuevo género “Espagueti western. Erase una vez en el oeste” con Charles Bronson, Henry Fonda y Claudia Cardinale, en el Teatro Padilla descubrió casi con sorpresa que estrenaban una película de origen chino y en cuyo póster en colores mostraban la figura de un guerrero con espada en mano y el título en caracteres chinos, debajo una leyenda en  español  “Las campanas de la muerte”. Se dijo a sí mismo: — ¡Eche ! ¿Esta que vaina es? —.

Despertó en su sueño y entonces estaba surcando mares y lanzando una atarraya que luego recogía con habilidad cargada de peces y tuvo en ese momento unas profundas ganas de orinar y despertar, pero sentía que no podía hacerlo, porque estaba preso en un sueño que no era el de él. Si no el de su otro yo, así que decidió orinar al pie de la bonga y al hacerlo estaba en el baño de un bar de una zona conocida como el Vietnam y miró a su alrededor mientras orinaba en la penumbra.

Hacía un inventario de todo lo que veía; un clavo en la puerta del baño que sostenía recortes de papel hechos con el diario del día anterior, en uno de los recortes se leía: “ Macabro hallazgo”. El cadáver de de una joven fue encontrado por niños que jugaban en el sitio cerca de una zona conocida como “Chapundun” próxima a Caimán Viejo, en una foto de mala calidad en blanco y negro, se podía ver un herrumbroso tanque, en cuyo interior reposaba una parte del cuerpo, sus glúteos, muslos y piernas estaban expuestos al morbo de quien esboza una aparente sonrisa de un rostro recortado en el reporte gráfico.

Había una caneca repleta con los mismos recortes de diario sucios de mierda, otros recortes regados en el piso, las paredes del baño estaban sucias, en ellas pudo ver que habían escrito y dibujado con excremento, obscenidades, consignas vulgares y hasta parte del refranero popular. Había un escrito que decía: “En este triste cagadero busco en vano el papel, con los tres ojos abiertos y no puedo dar con el”.

Y otro le había contestado escribiéndole más abajo: “Si va para el baño no se olvide el papel, no importa que sea de diario. El culo no sabe leer ”. Percibió un destello en su cara y se halló de nuevo al pie del gigantesco árbol, miró al ave de metal y fuego que estaba posada en un inmenso jardín de belleza indescriptible, con flores que cambiaban de color cada vez que el pestañeaba y el ave no cantaba.

Rugía como mar embravecido, cuando sus olas en vano reventaban sobre las rocas de un acantilado desconocido, de nuevo quiso despertar y miró nuevamente al ave que tenía un único y refulgente ojo en su cabeza, con algo escrito en su cola que consideró como augurio de buena suerte. El pájaro de metal y fuego se remontó hacia el cielo de colores cambiantes, fue sólo hasta entonces cuando percibió que algo viscoso frío y familiar le acariciaba su rugosa cara, un perro tigrillo daba pequeños saltos y lamía su barbilla sin afeitar y él lo apartaba suavemente, diciendo: — ¡Mierda! ¡Me oriné la hamaca de Carmela! —.

Se incorporó, caminó un poco hasta una desvencijada mesita ubicada en un rincón de la humilde casita, tomó un lápiz desgastado y escribió en la parte superior  de un almanaque Bristol: US AIR FORCE HB5821T. Miró al perro tigrillo y le dijo: — ¡Lo jugaré con Bolívar! —.

              Fotografía: Corte Suprema de Justicia 
Imagen: Archivo.