Cartagena,  Música

El amor en los tiempos de Fruko

En unas vacaciones de mitad de año en Ciénaga de Oro, mi primo Fernando Mendoza me puso a escuchar por primera vez a Fruko y sus Tesos.

Era un larga duración de acetato, recién comprado en Montería, que tenía en la carátula la foto de Fruko con Joe Arroyo a la izquierda y Wilson Saoko a la derecha, ataviados con chalecos de cuero, cadenas de pepas y pañoletas coloridas amarradas al cuello, debajo del título
«Fruko el grande» y el sello de Discos Fuentes.

A Fernando le gustaban Manyoma, que cantaba Joe Arroyo, y Los charcos, con la voz de Wilson Saoko. Los ponía una y otra vez en la vieja casona de mi abuelo, donde la voz enérgica y nítida de los jóvenes cantantes resonaba con fuerza en las paredes gruesas y ponía a correr a los pisingos en el patio de ciruelos y guayabos en flor.

A mí, en cambio, me gustó enseguida Si yo encontrara un amor, que cantaba Saoko, porque me veía pintado en ese hombre que andaba recorriendo los caminos de la vida buscando una mujer que le arrullara el alma «con mil frases de calor».

Era un tema muy rítmico, muy al estilo del baile fluido y ágil de los caleños, y oyéndolo, me imaginaba sacando a bailar a una compañera de colegio de la que estaba enamorado en silencio, tomándola del talle y dejando que me abrazara fuerte, mientras nos movíamos de un lado al otro de la pista, hasta cuando la cruda realidad me sacaba de mis ensueños: ¡yo no sabía bailar!

Con timidez, cuando Fernando ponía el disco, me ocultaba en los recovecos de la casa a ensayar unos pasos que intentaban seguir el ritmo de la música de Fruko, pero sólo me salían unos movimientos pesados como los de las danzas apaches de las películas de vaqueros, hasta cuando mi prima Alba me descubrió y me gritó a todo pulmón: «¡Ujjjj, Pacho!».

Y a continuación me propuso, más como un desafío para ella misma que como una obra de caridad conmigo, que antes de que terminaran las vacaciones me iba a enseñar a bailar.

Durante ocho días puso a sonar el álbum de Fruko el grande por ambas caras y al final, mi destreza había mejorado muy poco, pero me había aprendido de memoria todos los temas, hasta los gritos improvisados de los dos cantantes en mitad de la música, y desde entonces ese disco se volvió para mí un símbolo de amor.

Manyoma abría el lado A. Era una canción compuesta por el propio Fruko, un divertimento sin pretensiones que hablaba de un hombre que jugaba a la orilla del mar con caracuchas y olas.

Seguía después Si yo encontrara un amor que casi nunca ponían en los bailes de mis compañeros de clase que vivían en Getsemaní, pero que a mí me hizo fanático de Fruko.

Flores silvestres, el tercero, era una recreación de los vericuetos del piano de Ricardo Ray, en la que Joe Arroyo irrumpía con su voz al estilo del jazz y el rock-and-roll, y lograba transmitir el desencanto de una despedida. Para mí fue la expresión de lo que sentí al final de ese año de 1975, cuando sabía que llegaban tres largos meses de vacaciones en que no vería a la muchacha que amaba en silencio.


En Los charcos, Saoko se vuelve Caribe, alegre, confianzudo y bromista. La imposibilidad de aprender a bailar ese ritmo endiablado, que superaba con creces la inercia congelada de mis piernas y cintura, me hizo odiarlo al principio. Con los años, se ha vuelto uno de mis favoritos.

Amada ven, un tema compuesto y cantado por Joe Arroyo, me gustaba mucho, pero también era una fuente de frustración, porque en un baile fui incapaz de sacar a la prima de una compañera del colegio que me gustaba, por temor de que la oportunidad de susurrarle al oído se convirtiera en la tortura de no coger el paso.

Cara B

En la cara B, el disco abría con La vi partir, otra explosión alegre del Joe, que habla paradójicamente de un hombre que sufre cuando su amada se va y no regresa, casi un jubiloso himno al despecho y la tristeza del amor, con cierta poesía nostálgica poblada de nubes, inmensidad y el sentimiento de ausencia.


De El preso poco más podría decirse, porque en aquel momento en que los muchachos buscábamos en la música la expresión del amor y las mujeres, poco nos decía una canción de un hombre dentro de una celda acordándose de su madre. Sin embargo, era la que más ponían en los bailes.


Confundido, el tema de Mike Char que cantaba Joe Arroyo, por el contrario, era apenas preciso para darle forma concreta a mis desamores. Es la misma historia del hombre que se desploma cuando la mujer que ama se va de su lado, pero renovado en una gloria musical irrepetible.


Una fiesta con Ochún es el tributo a Celina y Reutilio, y sólo ahora descubro que fue una recreación excelente.


Pajarillo, el último tema del álbum, también lo compuso y lo cantaba Joe Arroyo. Era una canción extraña, un lamento muy poético que habla de veranos, primaveras, otoños e inviernos, y de un ruiseñor que llega al fin de su vida cumpliendo el ciclo de la naturaleza y a quien invoca para mojarlo con su inevitable vida. Es el tema más salsero de ese disco y sólo en Cali vi cómo lo bailaban con entusiasmo años más tarde.


En 1977, Fruko grabó un álbum para Fuentes llamado El patillero, en cuya carátula volvía a aparecer el maestro, flanqueado por sus dos cantantes estrellas, donde Joe parece un hippie caribeño de nostálgica alegría.

El amor y Sabré olvidarte, incluidos en ese disco, también acompañaron mis amores, menos obsesivos y más alcanzables, como lo hicieron más adelante Catalina del Mar, Cuanto te amo, Amores y sentimientos, canciones inolvidables que dejan claro la inseparable relación entre Fruko y el amor, al menos para mí y para todos esos muchachos de los años 70, de los cuales yo fui el único que no aprendió a bailar.

Pero no importa, no necesité ser un bailarín para experimentar el deleite de un álbum que estará siempre en el universo de la música colombiana y en los recovecos empolvados de mi corazón.