Narrativa

El Ángel de Flor, un cuento de Indira Ariza Pérez

A menudo en los pueblos del Caribe se habla mucho de dos máximas que definen el destino de las personas: los sueños y los presagios. Los primeros se limitan a mostrar fases y señales que posiblemente están ligadas a la realidad que vivirás. Los segundos a un sentimiento, en muchos casos negativo, que avizora una realidad más próxima. Éste, en sí, es un sentir colectivo.

Hoy, por ejemplo, Flor se ha despertado con todas las ganas posibles; y sí, se ha levantado del lado derecho de su cama, por aquello de la suerte. Mientras se enjuaga la boca, aun piensa en lo que soñó anoche y en lo que lleva soñando desde hace una semana: matrimonio, fiesta y manos frías. Soñar con estos temas, dicen, significa la muerte de un ser querido.

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Aún es 2018, amanece silencioso y tenue, como pocos días en Arjona. No canta el gallo de María, la que vende verduras; ni rebuzna el burro de Nené, parece nada, y eso para la gente de “El Pueblito” sólo se traduce en que algo malo va a pasar. Esta sentencia no ha fallado en años y esta no será la excepción. Pasó la noche del siete de octubre de este 2018 y dejó con ella huellas, senderos mojados, poca luz y silencio, y precisamente estos suelen ser la receta más apropiada y macabra para configurar un asesinato. Sin embargo, y como siempre, nadie supuso qué habría pasado.

Ahí, justo ahí donde nace la verdolaga, y por donde se estremecen con más fulgor los arboles, había un muerto, o mejor, estaba alguien al que creían muerto. Y sí, cuando lo encontraron los finqueros vecinos aun respiraba boquiabierto y tirado en lo que hoy es monte pisado, maleza bien informada, pero muda, ante los acontecimientos de la noche anterior.

Ese 8 de octubre de 2018, al amanecer, habían encontrado a Ángel San Juan con la cabeza destrozada y con todas las intenciones de no morirse. ¿Qué le pasó? ¿quién lo hizo? Estaban dentro de las conjeturas que un barrio entero se hacía. Para llegar siquiera a imaginar qué pasaba por la mente de un pueblo cauto y en el que la violencia sólo había pasado por los costados, sólo se necesitaron dos llamadas de la Policía, una billetera y los primeros rayos del alba. Porque de quién hablaban era de Ángel o el “Puya”, como allí le conocen; un domador de caballos, padre y esposo, hijo de Flor y de Ángel, también domador de caballos.

“Reconstruirlo todo es un desastre igual o mayor al desastre que hicieron con él”, así hablan los vecinos del barrio “El Pueblito”, en Arjona. Ciertamente están consternados porque a un morador de sus tierras y amigo de todos lo han agarrado a los palazos y lo han tirado como si fuese un animal. Justo así lo han encontrado los camilleros del Hospital Local de Arjona, quienes a punta de sirena lo condujeron a la Clínica Madre Bernarda, donde fue valorado, enviado a una unidad de cuidados intensivos, y posteriormente trasladado a La Clínica Del Bosque. Todo tan rápido y calculado, así parece funcionar el ciclo de la vida.

El diagnostico que sepultó a su familia antes que, al mismo Ángel, fue la pérdida de sangre y muchos coágulos flotando junto a su cerebro. En esos instantes de desespero y rezos descordinados, mantenerse con vida ya no era una opción para este hombre, que salió un día a tomar cerveza con un amigo y jamás volvió con vida.

Ahí está Flor sollozando, se ha vuelto a acostar con la idea de que todo ha sido un mal sueño, una mentira, que al levantarse el día nueve no existirá y su Ángel aún vivirá.

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Todo junto y todo bello, es tal cual lo soñé. Tenía ya los pies pálidos, la sonrisa desdibujada, y aún así pude presenciar en él la hermosura de su boca y de todo su ser. Sin duda era el más bello y el más sano y el más consentidor. Lo abracé como si no lo hubiese visto en años y toqué sus manos. Estaban frías.