Cartagena,  Textos de autor

El discreto sobandero de Cartagena

Docenas de hombres y mujeres esperan el turno a diario. Han escuchado o algún pariente cercano les ha recomendado que vayan donde Rafael Paternina, a quien sus pacientes, después de un tiempo—y ante la evidente mejoría de sus dolencias—empiezan a llamar ‘doctor’. Es un tipo sereno, estatura media, cabello corto—oscuro—, tono de piel cobre y dedos como tenazas para desanudar y aliviar los tendones, huesos, nervios y demás ligamentos en los que se compone nuestra naturaleza humana.

Como a los curanderos, chamanes y místicos, un gran historial de aciertos y milagrosas intervenciones lo precede. Familias enteras son atendidas. Le llaman de todos los sectores de la ciudad. Anda de un lado para otro “componiendo” a los accidentados y, en algunos casos, revitalizando a los pacientes de casos clínicos cuyos traumatólogos han dado por perdidos.

Pero la primera impresión que muchas veces les queda a sus usuarios es la de un hombre callado. No hace aspaviento con sus conocimientos. Responde sólo cuando le hablan y frecuentemente con silencios, no es un tipo curioso de entrada.

Dice haber aprendido el oficio primero por herencia, observando a su padre y a su abuelo perpetuar la tradición indígena de las poblaciones del Caribe colombiano. Después fue comprobando científicamente y con estudios de anatomía lo que le fue legado, todo el acervo y experiencia de su árbol genealógico. Tiene 29 años curando a colombianos y extranjeros que llegan como ejércitos durante todo el año para que Rafael los examine.

—Aprendí de mi papá Señor (abuelo), y de mi papá—dice Paternina, 53 años,  empujando hacia abajo un pequeño dispensador del que sale un gel azul, extracto relajante de yerbabuena y menta—, ellos tenían finca y ganado, pero también el gran privilegio de arreglar a toda persona que se torciera y se partiera. Iban a donde ellos, y sin yeso y sin tanto parapeto, ni clavos, ni platinas, los acomodaban. Sólo los entablillaban y a los tres días volvían a hacer la misma operación. Al día siguiente los pacientes ya estaban bien.

Paradójicamente, me cuenta, su padre no quería enseñarle los vericuetos de estas fricciones curativas. “Ellos decían que yo no tenía carácter para esto”, comenta, sonriendo ante el recuerdo de sus ascendientes, antiguos pobladores de los municipios de Corozal, Sincelejo y Sincé, del departamento de Sucre.

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El consultorio no es grande. Paredes blancas, reconocimientos escritos y enmarcados cuelgan de ellas, y, en general, el despacho de masajes, instalado en el barrio El Country, es lo suficientemente amplio para que haya entrado sin problema el escritorio, la camilla, un dispensador de agua, el computador y un par de sillas.

Una chica de no más de 25 años es la siguiente en entrar. Rafael Paternina la saluda. Le ha pedido que se quite el reloj. “Póngalo aquí”, le señala una esquina del escritorio. Se frota con fuerza las manos y va untando en tres sectores el pie adolorido de la mujer. 

—Me preparé y validé haciendo muchos cursos—relata este padre de familia, cuyo nieto de siete años ya quiere saber más que él sobre los masajes—. Así se fue dando la fama. Trabajé con una doctora que hacía masajes y cuando me tocó a mí hacérselos a ella, me decía que nunca le habían hecho uno igual. Ella sigue viniendo.

Uno de sus pacientes —ahora su amigo—más reconocidos ha sido Gregorio Herrera, el gerente de La Vitrola, el restaurante de la Calle de La Artillería del Centro Histórico, preferido por actores, presidentes y escritores. “Él se accidentó en una moto y yo lo compuse, lo hice en dos días. Tenía las dos piernas afectadas, los brazos desarmados. Ahora, en agradecimiento, dice que no tiene cómo pagarme”.

El año pasado también hizo lo propio con la comitiva de Paulina Vega, quien para entonces todavía no era la segunda Miss Universo de la historia de Colombia.

—Rafael, ¿pero entonces cómo te llamo: doctor, mago, quiropráctico, sobandero? —le pregunto, sin ironías.

—Me catalogo como una persona que ayuda a las personas—apunta, con humildad nada forzada, y me imagino que está pensando que antes de entrar a verle, he escuchado cuando los pacientes le llamaban médico—. A la gente le digo que no me diga doctor, sino Rafa. He sido maestro de obra, electricista, sé de soldadura, he sido taxista, no me varo por nada de lo que me toque.

Dueños de un oficio que se resiste a desaparecer, pero que guarda toda la herencia cultural de los ancestros de las poblaciones de la Región Caribe. Rafael Paternina tiene la reputación casi de un mago, tras haber curado a cientos de cartageneros.

En estos tiempos de redes sociales, de informaciones al instante y recomendaciones virtuales, sus pacientes en el exterior se incrementan como la espuma. Vienen de Canadá, Alemania, Francia e Israel a que este hombre nacido el primero de septiembre bajo el signo de virgo, los valore y les diga qué puede hacer por ellos. A Rafael no le ha hecho falta nunca la publicidad y jamás ha invertido un sólo peso en ello.

—La mayoría se bajan en el (Hotel) Decameron, vienen cada tres o seis meses, cuando llegan me llaman enseguida. Me han dicho que ellos quisieran que en las ciudades donde viven, viviera uno como yo—dice, al tiempo que da unos pequeños golpecitos en el pie de su paciente y luego lo aprieta estratégicamente. La chica exhala de dolor, pero muy rápido vuelve a tener un semblante tranquilo.

***

La muchacha que está atendiendo le recuerda automáticamente el caso de un hombre cuyo dedo índice estaba totalmente torcido desde hacía más de cuatro años. “Su médico le había dicho que tenían que operarlo”. Rafael fue a revisarlo y en la primera oportunidad, como por arte de magia, haciendo la presión adecuada, restableció el orden natural de aquel apéndice desarticulado. “El señor sólo se dio cuenta de que su dedo estaba como antes del accidente, hasta que agarró una cuchara para almorzar. Ese hombre tiró el cubierto al piso, no lo podía creer, brincaba sobre el sofá, gritando como loco. Yo sólo me reía”.

—Mi abuelo tenía un dicho: ‘Cada uno mata el piojo como puede. Unos con el dedo, otros con una piedrecita, incluso los indios lo mascan para que no se vuele.

—¿Cuál es la afección por la que más te consultan tus pacientes, Rafa?

—Lo que más padecen son desgarres musculares. Eso pasa cuando hay estrés crónico, está el dolor y se quedan con el malestar, entonces hay que alinear todos los músculos y tendones. También vienen afectados en las pantorrillas por algunas malas pisadas.

—¿Y quién te alivia los dolores a ti? —le pregunto, mientras noto cómo activa un masajeador eléctrico. La chica tiene los ojos cerrados, descansa como un ave dormida.

—Nunca me he accidentado de gravedad. Una vez me caí de una loma y el pie se me salió de lugar. Me quité el zapato, ahí mismo me compuse y subí la loma otra vez—sostiene, Rafael cuya reputación también ya es conocida por varios de los lancheros y pescadores de Manga y del malecón de la Avenida Santander—. Una vez en una buseta pedí la parada y me caí por la imprudencia del conductor que arrancó sin haberme yo bajado del todo. Esa noche me levanté rabiando de dolor, me senté en una silla y yo mismo me arreglé.

Epílogo

Los altivos dueños y expertos en la ciencia médica miran por encima del hombro los saberes autóctonos de personajes tan peculiares como Rafael Paternina. Desacreditan sus maneras, los tildan de charlatanes o embaucadores, alertan a los pacientes sobre la peligrosidad de un ‘mal sobo’ y, en cambio, cifran sus esperanzas en la industria farmacéutica.

Sin embargo, hay incrédulos que van quedando boquiabiertos con este tipo de manifestaciones que tiene menos de místico que de herencia cultural. En su caso, la tradición ya está pasando a su nieto. El chiquillo dice que quiere empezar a trabajar con él, y Rafael tampoco le quita la idea.

—No sé cuánto más me voy a dedicar a esto, pero mi pensamiento de toda la vida ha sido ayudar a las personas que lo necesitan, porque vivir con dolencias es lo más malo que hay en la vida. Usted no come tranquilo, no duerme tranquilo, y yo estoy dispuesto a hacer lo que pueda sin importar si el paciente tiene plata o no.

Imagen: Andrés Pinzón-Sinuco.