Narrativa

El juego y la guerra, un cuento de Wilson Morales Gutiérrez

Las risas de los dos hermanos retumbaban en la pendiente pastosa.

A sólo unos pasos, un sembradío de maíz danzaba, y las ondulaciones de las espigas parecían aplaudir el juego de los infantes, de escasos seis y ocho años.

El viento era tierno y el ambiente fresco, mientras el sol estaba a escasos minutos de esconderse detrás de las montañas, que se ensalzaban en el mediano horizonte.

El olor a mierda de vaca ululaba en el ambiente, mientras los niños agarraban sus pistolas de palo y se revolcaban a placer por la loma con los pies descalzos.

El viejo Nicanor los veía de cerca, mientras escuchaba las noticias en su remendado radio, que siempre colgaba en una de las puntas de la cerca de matarratón.

El pobre aparato parecía sufrir cuando reproducía cada una de las frases del agitado locutor, ronquidos indescifrables a los que solo Nicanor les encontraba sentido.

Estaba tan acostumbrado a su inseparable amigo, que realmente había desentrañado los códigos de cada uno de los ronquidos.

Escuchaba las noticias de un debate en el que algunos políticos planteaban que era una necesidad llevar las nuevas tecnologías hasta las zonas más apartadas de Colombia. Cerró un poco los ojos, se inclinó hacia el pequeño parlante y apretó las mejillas, buscando escuchar mejor.

Un repentino sueño lo sorprendió y sintió que las luces se iban, y que se desvanecía en el sillón de madera.

Lo invadió una sensación de bienestar, pero le fue arrebatada abruptamente con el testarazo a su diestra. Cuando reaccionó e inspeccionó alrededor, divisó en el piso la radiola desarmada. Un pedazo por allí, otro por allá, una batería por un costado y la otra desaparecida.

El menor de los dos niños había lanzado un pedazo de madera simulando que tiraba un cuchillo y había acertado a darle al compañero inseparable de su abuelo.

Nicanor miró a los niños fíjamente. No hubo necesidad de hacer preguntas, sus rostros los delataron.

El septuagenario tomó aire y estaba a punto de lanzar un grito, cuando miró las armas de palo que empuñaban los dos retoños de su hijo desaparecido. De su promogénito raptado.

Entonces dejó salir un grito gutural.

—¿Por qué juegan a la guerra?— les reprochó.

Luego del grito, el hombre mayor y los niños se quedaron en silencio. Fueron unos pocos segundos, pero parecieron eternos.

—¿Por qué los niños juegan a la guerra?—se cuestionó entonces Nicanor, mientras reflexionaba en voz alta, girando su mirada al horizonte.

Aquella reflexión, a bien de los menores, lo había desarmado. Suspiró profundo, se sentó de nuevo en el sillón, se agachó y tomó el padazo de la radiola al que quedó atada la pequeña bocina y empezó a revisarlo.

Le pidió a uno de los niños que trajera una cinta aislante que guardaba en una repisa junto a su cama y empezó a armar el rompecabezas, mientras sus nietos lo observaban atentos.

En unos pocos minutos, el artefacto estaba de nuevo enganchado, en la cerca, soltando sus ronquidos.

Nicanor tomó varios pedazos de madera que guardaba para hacerle un corral a las gallinas. Los tiró en el suelo y les pidió a los niños que los tomaran.

Agarró las armas de palo que con las que estos jugaban y las destrozó con los pies, con todas las fuerzas de su alma, con rabia. Sus nietos lo observaron, temerosos. Las hizo trizas en un abrir y cerrar de ojos. Quedó paralizado por un momento y luego se borró su ceño fruncido. Inesperadamente, el hombre soltó una gran carcajada. Empezó a reír desaforadamente y sus nietos lo siguieron. Eran tres amigos los que reían.

Después de varios segundos, Nicanor retomó la compostura.

—Jamás vuelvan a jugar a la guerra— advirtió—. Cojan esas tablas y armen una casa para que jueguen, o para el perro, es mejor construir cosas—.

El hombre se volteó y dejó solos a los niños. Ajustó su camisa, caminó un gran pedazo hasta llegar a la casa de bareque. Se puso el sombrero, se dejó el machete al cinto y salió a pie por un camino destapado, que casi parecía una trocha.