Arte y Letras

El novio de la guitarra

Bastón que tantea el piso adoquinado y gris.

Como quien manotea en la oscuridad, a tientas, Humberto Marchena se desplaza. El suelo parece infinitamente lejano en cada breve paso. En la Plaza de San Diego lo reconocen, ha llegado El novio de la guitarra. Son las  6:10 de una tarde leve y perezosa para muchos. Es lunes. Hacía más de cinco meses que ninguno de los artesanos, cocheros, tuchines, taxistas, estudiantes y policías lo veía. No lo saben, y tampoco tienen por qué saberlo, pero mientras la vida se afianzaba, como siempre, en la plaza, Humberto padecía, maldita sea, una hemorragia intestinal en el colón.

Parece que en algún tiempo remoto y más favorable alguna musa o ninfa curiosa le hubiera enviado ese objeto de madera, metal, barniz y nylon con el único propósito de que hiciera de la necesidad una virtud. Fue a los 14 años cuando empezó en su natal Magangué, Bolívar, a familiarizarse con el instrumento que le serviría, en primera instancia, para cautivar a Ernelda, su mujer, quien le parió a sus cuatro hijos y con la que vive en Olaya.

En ese entonces, a la vuelta de una juventud escapada, Humberto se atrevió y, con unos 17 años, le llevo serenata. La canción elegida fue Mi dulce amor, tema de Lucho Gómez. Su corazón le temblaba en la garganta, pero una vez vencido el vértigo inicial su voz alcanzó el vuelo adecuado: «Tienes todo el encanto, todo el perfume del soñador que al contemplarte siento que tú me inspiras un gran amor… Suplicando te imploro no me hagas padecer, no dejes que mi vida sufra en silencio con mi querer…”.

Pero esta tarde, de vuelta a un presente insuficiente y marchito, Humberto saluda alegremente a sus amigos habituales. Y cuánto tiempo que no te veía, y estás mejor, y es que se te ve… Luce elegante. Una bonita camisa manga larga y celeste. El pantalón negro y los zapatos del mismo tono. Cabellera poblada de canas que a fuerza de costumbre permanece peinada hacia atrás. Nadie diría que tiene 68 años. “Me han denunciado en un juzgado por envejecimiento ilícito”, bromea.

Infunde un hálito de respeto automático. La mayoría de los meseros de los restaurantes de San Diego lo han visto, en interminables noches de bohemia, cantando, susurrando, boleros, rancheras, valsesitos, tangos. Por fin, decide sentarse. No sin dificultad lo logra en una de las bancasEl novio de la guitarra sonríe a los paseantes, al tiempo que deja el bastón y sostiene con las manos su Caja de Pandora que todo el tiempo colgó de su hombro izquierdo jalonando su humanidad hacia el cemento.

Los turistas contentos y cansados de recorrer la ciudad antigua se quedan mirándolo. Algo murmuran. Él, en respuesta, empieza a cantar Paloma querida, de José Alfredo Jiménez: «Por el día que llegaste a mi vida, paloma querida, me puse a brindar y al sentirme un poquito tomado, pensando en tus labios, me dio por cantar”. Sus manos, pese a la artrosis, responden a sus pensamientos. Los acordes que hace su mano izquierda son precisos, vívidos, brillantes.

San Diego es un territorio muy explorado por su voz ajada que hace 34 años se va consumiendo en Cartagena. “En el día estoy en mi casa y en la noche me vengo aquí un ratico”, me dice con la misma voz con la que antes cantaba: «Yo no sé lo que valga mi vida pero yo te la quiero entregar, yo no sé si tu amor la reciba pero yo te la vengo a dejar”.

Los versos mexicanos le quedan todavía prendidos mientras explica, con una dignidad perpleja, que antes siempre llegaba a la Plaza en bus, pero ahora, a causa de  la afección de su pierna y tras haber atravesado la hemorragia que lo hizo ir al baño siete veces al día, se viene en un auto contratado por Hans, su hijo.

Con orgullosa sinceridad, Humberto dice nunca haber trabajado en nada diferente a tocar la guitarra. “¡Nunca jamás, la música ha sido siempre todo el tiempo!”. Hace seis días pintó su guitarra. Ha tenido cuatro en total, pero le resulta muy especial la actual, regalo, además, de su madre. “¡Oígala!”. Mientras puntea un bolero de Julio Jaramillo parece olvidar que la artritis mal cuidada, que lo obligó a tomar medicamentos más baratos, le fue perforando el colón. Su rostro, cual de un niño que juega con las notas de las cuerdas primas, se ilumina. Olvida también la espondilitis anquilosante que le fue endureciendo las articulaciones del cuello.

“Mi hijo trabaja en este hotel. Hace la guitarra, canta también. Se parece todo a la mamá. De mí sacó la guitarra”. Hans tiene 43 años. Trabaja de 6 de la tarde a 8 de la noche en el bar del que fuera, en la épocas de la colonia, el Convento de Santa Clara. Vallenatos, rancheras, boleros y la música ecuatoriana de Olimpo Cárdenas sale despedida por la guitarra del padre. Entre tanto, adentro de uno de los hoteles más exclusivos de la ciudad, su hijo hace exactamente lo mismo.

“A los diecisiete ya me destacaba con la guitarra y me llamaban grupos para puntear. Anduve con Rodolfo Aicardi. Nos rebuscábamos, aprendimos mutuamente. Toco de todo, ese es mi hobbie”. Son las 7:12 de la noche. El novio de la guitarra devora los recuerdos con una facilidad sorprendente.

Mira de reojo a los transeúntes y su mirada se encuentra con la de una estudiante de medicina que aún está vestida con su uniforme ocre. Ella lo mira pero ignora que Humberto hizo lo propio en giras con Olimpo Cárdenas por México, o que conoció a la actriz y cantante mexicana Lucía Méndez. Ni siquiera adivina que acompañó a las Hermanas Calle durante los conciertos de Barranquilla, o que escribe poesías, chistes y dichos.

“Todos dicen que quieren llegar a viejos, pero nadie quiere ser un viejo. Es decir, no creo que ser viejo sea lo mejor, será una dicha en cierta forma, pero cuando uno llega a viejo hay de todo: dolores, dolencias, uno se arruga y se dobla”, se lamenta con nobleza profesional, sin embargo, acto seguido, la disimula con un chiste: “Ahora me quieren demandar por concierto para deleitar”. Y es que para ejecutar canciones hay que tener, ante todo, la sensibilidad temeraria de reconocerse en las canciones. Cantar es disparar contra el olvido.

Humberto nació un sábado 22 de diciembre de 1945.
Perdió a uno de sus cuatro hijos, cuanto éste tenía tan sólo 19 años. Era soldado profesional y la guerrilla lo asesinó en Aguachica, Cesar, en 1995. Perdieron la vida 23 soldados en total.
Un pacto vallenato es el título de la canción que compuso como promesa a Rafael Escalona sobre el famoso tema Jaime Molina.