Economía y Política,  Textos de autor

La semana en que Colombia sintió su peor dolor

En noviembre de 1985, yo trabajaba en Popayán como editor de un pequeño periódico que aún se imprimía con lingotes de plomo y recibía las noticias nacionales de la agencia Colprensa en un viejo télex que se mantenía en pie de milagro, y las fotos nos las enviaban dos días después que ocurrían los hechos, porque no teníamos sistema de telefoto.

En la edición del jueves 7 de ese mes, el periódico registró a seis columnas el suceso que había conmocionado a toda Colombia, y que derrumbó la imagen que tenía en gran parte de la población el M-19, que había sustraído armamento militar del Cantón Norte y había ocupado la Embajada de República Dominicana en un golpe propagandístico sin precedentes: la toma del Palacio de Justicia.

Hacía pocos meses se había firmado en Corinto (Cauca) un precario acuerdo de paz que estuvo signado por la voladura de los dedos de la novia de Carlos Pizarro por un disparo que salió de un retén de las autoridades cuando el líder guerrillero se dirigía a ese municipio. Sin embargo, todo el mundo confiaba en que ese grupo abandonara las armas.

La toma del Palacio de Justicia echaba por tierra esas esperanzas. La justificación de la guerrilla era que el gobierno había incumplido los acuerdos y al presidente Belisario Betancur había que seguirle un juicio, pero hay quienes están convencidos que el grupo armado tenía el propósito de quemar expedientes de narcotraficantes y que estos habían ayudado a la toma.

El M-19 desestimó la rabia de los militares por los hechos del Cantón Norte y la Embajada de República Dominicana, y creía que el gobierno de Betancur iba a negociar con ellos. Craso error que terminaría en el absurdo sacrificio de los más connotados juristas y de varios civiles en el cruento rescate emprendido por las Fuerzas Armadas y la demencial respuesta de los ocupantes de la sede de la justicia colombiana.

Retoma del Palacio de Justicia, imagen de archivo El Universal

La incertidumbre del oficio

Como casi todos los periodistas de Colombia, en el diario El Liberal de Popayán estábamos estupefactos con la toma y en las calles se vivía una tensión creciente. Con tanques Urutú y Cascabel, y un número elevado de efectivos fuertemente armados, las Fuerzas Militares atacaron el Palacio a sangre y fuego y no descansaron hasta cuando de la sede del poder Judicial no quedaron sino unas ruinas humeantes, donde aún podía escucharse el clamor del presidente de la Corte pidiendo al jefe del Estado, Belisario Betancur, el diálogo.

Tras conocerse que de la acción del M-19 y de la operación militar de rescate quedaban más de 100 muertos, el presidente Betancur asumió toda la responsabilidad por lo sucedido, mientras todos teníamos la impresión de que eran más los interrogantes que las certezas y que la verdad nunca iba a saberse a pesar de que era el hecho noticioso más impactante de los últimos años.

El reinado sigue

A muchos kilómetros de distancia de los hechos, y a muchos más de donde yo estaba, seguía el Concurso Nacional de Belleza, el que muchos pedían que se suspendiera a raíz del trágico desenlace de los hechos de Bogotá.

El Universal publicó el jueves una nota en primera página diciendo que los luctuosos acontecimientos del Palacio de Justicia no alteraban la programación del reinado, y entonces todos en el país nos enteramos que la favorita para ganar era la guajira María Mónica Urbina y que la anfitriona María Eugenia Lecompte, a pesar del dolor, había cumplido con su misión.

En los canales nacionales de televisión alternaban las noticias de la toma con los múltiples desfiles y compromisos de las candidatas. Se supo que la Casa Blanca alabó la posición de Betancur, pero los alumnos de la Universidad Externado lo declararon persona non grata.

El 11 de noviembre festivo fuimos al periódico como sonámbulos, sin recobrarnos todavía de la impresión. Tuvimos que sacar el martes que la nueva Señorita Colombia era María Mónica Urbina, como muchos habían pronosticado. Los empleados judiciales estaban a punto de irse a paro y el gobierno de Estados Unidos se quedaría sin dinero para funcionar por desavenencias entre Reagan y el Congreso.

Las explosiones de rockets y las ráfagas de ametralladoras y fusiles automáticos quedaron como un eco lejano, pero indeleble en las mentes de los colombianos.

Lo que el lodo se llevó

El 12 de noviembre fue un día normal. Aún se discutía sobre quién había tenido la responsabilidad de los hechos del Palacio de Justicia. Todos estaban de acuerdo en que era la peor tragedia que le había sucedido al país.

En un pueblo tradicional al sur del país llamado Armero, sus habitantes pasaron un 13 de noviembre muy raro. Los dueños de vehículos se sorprendieron porque en los vidrios de las ventanas y sobre los techos había quedado depositada una gran cantidad de un polvo gris que eran las cenizas del volcán del Ruiz.

Una gran cantidad de personas había advertido de que en cualquier momento haría erupción como sucedía cíclicamente. A las 9 de la mañana, con una temperatura de 27°, los armeritas cumplían con sus rutinas cotidianas. En el café del pueblo, ubicado en la plaza central, muchos le endilgaban la culpa de los muertos al presidente Betancur, mientras otros los rebatían.

El alcalde, a quien todos conocían como Moncho, intentaba comunicarse por radio con el gobernador, porque estaba preocupado ya que el último noticiero de le noche en televisión había reportado el ruido de una explosión enorme en cercanías del volcán y quería evacuar a los habitantes de la orilla de los ríos, pero nadie le hizo caso.

Desde septiembre de 1983 se había advertido de la erupción, pues los vulcanólogos que estudiaban la actividad del Ruiz habían detectado síntomas de gran actividad.

Lo que no sabía nadie es que los flujos piroclásticos emitidos por el cráter fundieron cerca del 10% del glaciar de la montaña, enviando cuatro de los llamados lahares —flujos de lodo, tierra y escombros productos de la actividad volcánica— que descendieron por las laderas del Nevado a una velocidad de más de 60 km/h.

Mientras el pueblo cumplía su rutina de ese miércoles, una avalancha incontenible que iba fortaleciéndose a cada segundo se precipitaba sobre él.

Muy pronto, los lahares cayeron sobre los ríos de la zona, y Armero, ubicado a 50 km del volcán selló su suerte fatídica.

A las 11 y unos minutos de la noche, Armero fue arrastrado por la impetuosa corriente y borrado de la faz de la tierra, a la misma hora en que yo conversaba con unos amigos y la Luna se alzaba pálida sobre Popayán.

Armero, Tolima; imagen de archivo El Universal

Omaira y una inmensa llanura desolada

Los organismos de socorro no daban abasto, y entre las víctimas sobresalía una niña de 12 años, llamada Omaira Sánchez, cuya muerte el mundo vio en directo, atrapado su cuerpo por una viga entre el fango.

Lo que antes había sido un próspero municipio era una inmensa llanura de lodo, donde unos sobrevivientes caminaban como sonámbulos.

Al año siguiente, el papa Juan Pablo II, en su visita a Colombia oró por esas 21 mil almas que murieron en la tragedia que ocurrió en la semana que Colombia sintió su peor dolor.

Artículo publicado por el periodista Germán Mendoza Diago en el diario El Universal, el 8 de noviembre de 2015.