Textos de autor

Mi madre Alicia, Gabo y el frío de Zipaquirá

“Todo lo que aprendí se lo debo al bachillerato”

Gabriel García Márquez

Doña Alicia era una mujer de esas que siempre creyó en la libertad. A fin de cuenta, algo joven se fue para Estados Unidos a estudiar inglés; creo, esto me lo ha dicho el paso de los tiempos, que también se fue a tratar de olvidar un gran amor. Cuando tenia 60 años, ya viuda, empezó a pintar hasta dos meses antes de morir. Le molestaba volar en avión. Me enseñó a llamar las cosas por su nombre. Tomaba crema de whisky Baileys, escuchaba a André Rieu y el próximo 28 de abril cumpliría años.

Independiente de la vida y sus destinos, enterró a mi padre y a mis dos hermanos. Le gustaba siempre la claridad de las cosas, y qué mejor que haber crecido en un ambiente en donde la cultura era un elemento fundamental. Siempre generosa con mi profesión de periodista. Me hablaba de una de mis tías, Cecilia, a quien nunca conocí, pero que escribió también para El Espectador. Me ayudaba con mi padre para que me diera los libros sin desempacar, que le llegaban a él puntualmente a final de mes del Círculo de Lectores. Él ,desde mis primeros años de bachillerato, me inclinó a la lectura, y a entender mis propias realidades.

Cuando llegué al grado quinto y apareció el algebra de Baldor, la química y la física, no propiamente aliadas, mi mamá me dijo: «aproveche a su profesor de literatura, me dicen que le dio clase a García Márquez, ¿qué tal que usted aprenda a escribir como él?». Mi madre sabía que me gustaba el oficio, pero estaba muy lejos de esa realidad. Bueno, las intenciones de una madre.

Con mi profesor de literatura Rafael Rodríguez, hombre de estatura mediana, lentes gruesos y libros en la mano, hablamos de poco y de todo. Leíamos en los pasillos algunos textos, me hablaba del recién creado M-19, de los escritores europeos del siglo de las luces y, lógico, de la vocación lasallista.

Cuando Gabo se ganó el Nobel (1982) fui al colegio a buscar a mi profesor, a quien por vergüenza nunca le pregunté si efectivamente le había dado clase a García Márquez. Conversamos sobre Cien años de Soledad, Macondo y lo que se decía: «Gabo se quejaba mucho del frío y haber estudiado en Zipaquirá fue para él un castigo», me dijo con tono impositivo.

Me quedé con eso. Un día, en Bogotá, ya estudiando comunicación social, quise interrogar a su gran amigo Plinio Apuleyo Mendoza sobre ese frío del joven que llegó de Aracataca, gracias a una beca que le dieron. Pudo más la indecisión del momento y la juventud de periodista, no pregunté.

Desde hace unos días preparo una historia para mi agencia, AP Associated Press, y me encontré con apartes del biógrafo del Nobel, y como por encanto, apareció mi Zipaquirá, el colegio, los recuerdos y la duda.

El antiguo colegio San Luis Gonzaga (hoy Colegio La Salle) era una construcción austera de dos pisos que data del siglo XVII. Se organiza alrededor de un patio interior.

Obtener una beca en Zipaquirá, diría luego Gabo, fue como ganarse un tigre en una rifa. «El colegio fue un castigo y ese pueblo helado fue una injusticia», le dijo Gabo a un suplemento literario en Madrid, España.

Mi preocupación fue mayor, pero mas adelante su biógrafo, Gerald Martin, cuenta la relación del Nobel y su colegio. «Muchas fueron las razones por las que a fin de cuentas mereció la pena vivir en Zipaquirá. Siempre agradecería al colegio la base que le dio en historia colombiana y latinoamericana. Sin embargo, como no podía ser de otro modo, la literatura era su asignatura predilecta. Más adelante, García Márquez reconocería: ‘todo lo que aprendí se lo debo al Bachillerato’».

Relata el biógrafo algo que los profesores tenemos cuando encontramos el alma de un alumno. «El señor Calderón (rector del colegio) reivindicaría más adelante haberle dicho a su brillante alumno, considerado entonces por muchos observadores mejor artista gráfico que escritor, que se convertiría en el mejor novelista de Colombia (Gabo no tenía más de 18 años)».

Un poco de complacencia y recuerdo de mi profesor. Una repentina nostalgia por acordarme de ese Nobel que conocí en las aulas, y por una madre a la que nunca le cumpliré eso de escribir como García Márquez, pero a la que le debo la independencia, la fortaleza y el carácter de las letras, entre muchas otras cosas.

Lo único cierto es que, después de vivir más de 22 años teniendo como vecino, amigo y cómplice al mar; en Zipaquirá sí hace mucho frío.

La última vez que vi a aquel genial bachiller de Zipaquirá fue en el mes de julio, unos meses antes de que muriera. Le hice la foto a la salida de un restaurante del centro de Cartagena. Yo no dejaba de mirarlo mientras obturaba. Estaba tan feliz que me parecía verlo rodeado de Sierva María de Todos los Ángeles o de Fermina Daza, dos de sus protagonistas que como él caminaron por las calles de Cartagena.

Esa noche lo esperé por más de tres horas con mi equipo de fotografía, el alma me hablaba al oído. Recordé una de las frases de Cien Años de Soledad cuando decía: «uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo tierra». Y como si se tratara de un asomo de la magia, sonrió, y sentí que me llevaba parte de su alma viajera, de escritor, del bachiller de Zipaquirá.

El 17 de abril del 2014 corrí a su casa. Encontré unas flores amarillas en una de las puertas. Me senté a esperar y una mujer de cabello blanco colocó tres velas. Me acerqué y le ayudé a prenderlas. Me miró y me dijo: «se nos murió el Gabo». En casa, con mi soledad, busqué la tira de fotos que había hecho en Julio. Esa noche me llevé la sonrisa de Gabo.

Gabriel García Márquez. Fotografía: Pedro Mendoza Camargo, julio 27 de 2013.

* Con especial atención para ese amigo Javier Uribe, quien aún vive en Zipaquirá, y a la bella Alicia que anda de paseo en las nubes.