Narrativa

Tasa rota, un cuento de Janer Villanueva

Evalúo la posibilidad de entrar a Ceballos por otra dosis de patraciado, es casi la medianoche y tengo plena consciencia de lo que eso significa; la posibilidad de que todo salga mal es muy alta, podría ser que me den una puñalada o simplemente nunca salir de ahí como le ha pasado a muchos de mis conocidos e incluso amigos de infancia algunos por estar más cerca del producto, otros por no tener suerte o carácter. Mi temor se haya en no poder conseguir lo que quiero y mis órganos se estremecen por fumar un poco más, así que me lanzo en la ruleta de la decisión y el miedo subterráneo.

Todo lo que observo me asusta, siento mi corazón batirse dentro de mi cuerpo como la yema de un huevo, afilo mis reflejos ante cualquier insipiente estimulo; ganas de cagar.

La calle principal está llena de hombres que responden a mi terror con miedo aun, mientras me acerco a la caleta el panorama empeora, la comunidad de la noche olfatea y gruñe en las esquinas como alimañas a punto de atacar. Camino en medio de la calle, saludo por saludar. Me introduzco en una pequeña callejuela donde me espera una puerta al lado del caño que divide a Santa Clara con Ceballos, un enorme muro con botellas rotas en la parte superior, impiden el paso de la miseria hacia los hogares de la clase media pobre de Cartagena de Indias, la franja de Gaza en este lado pusilánime del mundo. El alma turbia y desdibujada de un patio cercano a la ciénaga donde sentado sobre un pedazo de ladrillo puedo servirme suvenires de cocaína, patraciado, ambulancias de clonazepam y cualquier maravillosa ilusión.

Porto cuatro pequeñas papeletas entre mis dedos, la calle se veía mucho más agresiva al ingresar, se me acercan indigentes a rogar por una dosis, me niego y sigo mi rumbo triunfante a mis veinticinco plenos años de vida, con un título en psicología encima y una mente prodigiosa en plena carrera hacia la demencia y todos los miedos juntos durante algunos minutos de la extensa madrugada que se ha convertido en mi día.

Estoy a punto de cruzar el pequeño puente que despide Ceballos sobre otra cuneta donde recuerdo apareció un chico que se había ahogado en al barrio Almirante Colón cuando yo tenía diez años, se habían hecho la “leva” y estuvieron bajo un torrencial aguacero corriendo por los callejones del barrio, pateando una pelota de futbol, tirándose almendrazos, burlándose del mundo. Intentaron nadar en la cuneta que corre frente a la iglesia y uno de ellos terminó por ser arrastrado hacia un remolino que filtra la corriente de agua hacia los ductos más profundos de esa área.

No tengo tiempo para deshacerme por completo de la evidencia, las papeletas quedan muy cerca de mis pies, el agente las toma del piso y me las enseña, podría decir que no son mías, pero la manera sigilosa en que me aborda, le da tiempo para verme tirarlas al piso. Estoy completamente jodido, dos cachacos con cara de moral enfermiza me humillan, me pisotean; cerrados a mi discurso de buena voluntad, a las suplicas de nuevas oportunidades y promesas económicas inviables en mi condición de chirrete de bien.

Dentro del absurdo lo único que pasa por mi cabeza es el momento en que pueda librarme de esto y volver a Ceballos por más patra. Mi ilusión se opaca cuando me niego a llamar a un familiar para que me rescate, suplico por un nuevo chance y advierto que no soy un habitante de la calle y que dentro de todo soy un “hombre de bien” que sólo está perdido en una desesperante búsqueda de sentido en un lugar con pocas opciones y ausencia de Dios.

Nunca pensé que me enviarían a la fiscalía, según el agente con más rango, esto me serviría para cambiar de rumbo y no me terminar perdido en las patrullas que llevan a la cárcel de ternera, un hijo de puta que de seguro habría aceptado el dinero de mis viejos si los hubiera llamado, lo imagino conversando extensamente con mi padre retirado de las fuerzas frente a la mirada llena de lágrimas de mi vieja y su no sabemos ya qué hacer, se lo hemos dado todo. Prefiero la fiscalía.

Esconder la droga entre los espacios de las sillas de metal de la patrulla, patear las rejillas bajo el efecto de las pepas, negar el teléfono de tus padres, dormir rodeado de delincuentes que se hacen tus amigos y te invitan al quinceañero de su hija en el barrio la Candelaria; allí los caballos entran por la puerta de la sala para pasar la noche en el patio y la mierda corre por las calles. Zonas donde el olor a fango reclama cierta libertad y te invita al vientre materno; coca y cerveza, sonido de parlantes y música africana, matronas que te santiguan y acogen en su manto, negras con el culo esculpido por la naturaleza, ariscas y mal habladas, de bajarte los pantalones y amarte en la oscuridad del patio mientras susurran a tu oído la sorpresa de un miembro de hombrecito blanco perdido en la periferia. Roquelinas, Maribeles, Carmelias. Cartagena es negra como el alma sus gobernantes, el límite de la conciencia y los recursos están pensados hasta donde el color de la piel se carameliza.

Debo entender que las personas al ser arrestadas, son manejadas como mercancía por parte de la policía de Cartagena, en el submundo de mi recién ingresada vida delictiva es lo primero que percibo. Al parecer deben cumplir con cierto número de arrestos por semana o por mes, la mayoría no llega a dicho número porque prefieren evitar morir en un lema de vida de poco sueldo e hijos en universidades privadas. Al estar cerca de su límite, arrestan a cualquier desprevenido cometiendo un delito menor para procesarlo y dar cuentas de su buen servicio, creo que es lo justo para un pobre tipo que ni buenos servicios médicos recibe.

En la estación del barrio Paraguay no han concretado el número de capturas suficiente, así que en vez de enviarme directamente a la fiscalía, me llevan a dicha estación para rendir declaración y dejar establecido el “cumplimiento del deber”. Faltan algunos folios que llenar, así que debo esperar a que los traiga otro oficial en turno, no sé si esta es una medida para el desespero y yo terminé brindándoles un teléfono donde llamar y paguen mi rescate o simplemente la ausencia de elementos es real.

Son horas de profunda tristeza, el agente de policía me mantiene esposado a la ventana en la parte interior de la estación y fuera de ella se alimenta, charla y fuma cigarros, entonces recuerdo las dos pastillas de rivotril que cargo en el bolsillo relojero de mi pantalón, tomo media y mientras froto agresivamente las esposas contra el hierro de la ventana solo por fastidio, el patrullero desde afuera me lanza improperios y amenazas, yo lo hago con más fuerza y le recuerdo mis derechos humanos, que si un avión se estrella en aquel lugar, nada podría salvarme al estar esposado.

Para mi sorpresa las esposas ceden en la parte que sostiene una de mis muñecas, me quedo varios minutos pensado en la situación; nuestro miserable presupuesto no cubre esposas de calidad y eso podría aplicar en diversos contextos. Sé que es arriesgado emprender la fuga, pero he roto patrimonio público, el agente no tardara en notarlo y me acusará de aquel cargo también. Observo la puerta abierta, al estar esposado el agente supone que no podría hacer nada, permanece con descuido hablando con los celadores del barrio que le sirven tintico. Silenciosamente desaparezco por los extensos callejones del barrio Paraguay y de allí al Bosque, pero antes de eso me aseguro de subirme en el escritorio de la estación y liberar mis ganas de cagar. Pienso en Ceballos, pero me voy a casa, si me vuelven a detener no me llevaran a ninguna estación de policía ni mucho menos a la fiscalía.

Imagen: Archivo.