Narrativa

Sobre trampas y ratas visitadoras, un cuento de Hernán Grey Zapateiro

Nuestra historia es la multiplicidad de formas con que eludimos las trampas infinitas que se alzan a nuestro paso. Rutina y tesón.

Roberto Bolaño, El policía de las ratas

No nos quejamos: no llegamos a tanto, consideramos que nuestra mayor virtud es una astucia práctica, que por cierto necesitamos con extrema urgencia, y con la sonrisa de esa astucia solemos consolarnos de todo.

Franz Kafka, Josefina la Cantora o el pueblo de los ratones

Las ratas devoraron el alimento de la perra. Concentrado Dog Chow para cachorros. Royeron la tapa del tarro hermético guardado en el mueble aparador del patio. Acabaron con la mitad de su contenido. Ese fue el primer episodio de su existencia. Incluso se dudaba que se tratara de roedores. Pensamos en un gato porque el saqueo fue impecable, silencioso y sin esparcir ninguna croqueta en el piso. Por lo general las ratas dejan un rastro de heces. Lo que sí sucedió a la noche siguiente. Esta vez el sitio fue la estufa. Sobre la parrilla superior y los espacios de las hornillas. Un reguero de cápsulas infestas, oscuras, húmedas y brillantes, compactas como maíz tostado (existe una cifra alta de muertes por comer alimentos contaminados). Pero incluso así nadie las había visto ni oído. La tercera noche sería la afortunada. Dos conejos pardos, afelpados y de rabos gruesos y largos, saltando rumbo a la cocina. Provenían del patio. Debido al basurero de Janeth era cuestión de tiempo para que llegaran hasta acá arriba. A la mañana siguiente esa fue la charla del café. Digo, confirmar lo que ya creíamos. Hay visitantes, ratas visitadoras y vienen del patio. El preámbulo a una liturgia de trampas y cacerías rodarían con este comentario. 

 *

El raticida lo trajo el domiciliario de la familia. Lo consiguió en la Bomba de El Amparo. En uno de esos locales de productos para granjas agropecuarias. En el sobre prometía la sentencia de matar en el acto. Con un alto porcentaje de mortalidad con la primera ingestión. Casi de súbito: ataque fulminante. Lo pusimos por la noche con las sobras de la cena. Cóctel de arroz, espagueti, guiso de carne y con partículas trituradas azules iguales a zafiros lunares. Se revolvió en un mazacote. Lo servimos en dos trozos de cartón. Uno encima de la parrilla superior de la estufa. El otro en el mueble aparador. Ambos amanecieron limpios. Habían arrasado con el cóctel. Sin embargo, ni rastro de las ratas. Me refiero a ningún cadáver.

Con esto, surgieron dos hipótesis. La primera —en la que creía fielmente—, era que murieron en algún patio vecino. Tarde o temprano el olor avisaría. La segunda —mi mamá fue la de este pronóstico—, que las ratas transportan los cuerpos tiesos de sus camaradas. Recogen sus cadáveres y los acomodan en un punto cercano de su madriguera. Parecido a lo que hacía Pepe el Tira con los cuerpos de las alcantarillas. De una forma u otra habíamos fallado. Se lo hicimos saber a Jeison, el domiciliario.

—Profe— dijo—, ¿la ha visto? Lo que debería mirar es el voltaje de esas ratas, profe.

Se acomodó el casco, señaló la balaustrada del balcón frontal, los apartamentos vecinos, sobre todo, la casa debajo de mi apartamento, y agregó:

—Habría que mirar con qué está lidiando en serio, profe.

El voltaje, su ranking y su nivel clasificatorio, como los boxeadores profesionales. Establecí una observación inicial con las de la noche anterior. Podrían estar en un nivel dos, intermedio. Por su tamaño alcanzarían a ser jóvenes. Llamaba la atención la confianza con que merodeaban el pasillo. La simpleza de arrasar con el cóctel raticídico. Rasgos atribuidos a la inexperiencia. Después estaban las ratas más obstinadas e inteligentes. Nivel cinco, a lo mejor seis. Capaces de atravesar conductos estrechos, sinuosos, laberínticos y asomar su hocico por el desagüe del retrete. Seres abominables, espurios, resbaladizos y putrefactos, clavando sus garras y colmillos en la carne blanda de tus pies…

 *

—¡Es vidrio!, ¿te fijaste?

El noticiero informaba el suceso. Mi mamá hablaba sobre el camión volcado en el kilómetro 91 de la Transversal del Caribe. Se refería al reguero de vidrio esparcido en la carretera asfaltada que de Barranquilla conduce a Santa Marta. Debía haber una temperatura cercana a los cuarenta grados centígrados. Las personas saqueaban las cervezas que sobrevivieron al impacto del camión volcado. La mayoría usaba tapabocas, y podrían caminar sobre el vidrio quebrado como bailarinas de ballet.    

—Con la agitación no sienten las punzadas. Es el solazo y el apuro que llevan lo que les permite llevarse lo que les alcance— analizó la escena con atención, el vidrio oscuro de las botellas de cervezas rotas, esparcidas en la carretera intermunicipal—. Si se trituran bien, diminutamente, son imperceptibles en la comida. Revienta las tripas, corta y desangra. ¡Es más efectivo que el mismo veneno! ¡Hay que triturar vidrio y combinarlo con la comida!

Sentenció y me quedó viendo con el semblante preñado de certeza y de serenidad. De la misma forma como emitía la orden de cambiar los muebles de puesto. Era mediodía y almorzábamos en la sala. El calor se filtraba a través de la puerta entreabierta en un haz de luz tórrido y fulminante que parecía hundir el embaldosado. Se comía de prisa, resollando de sofocación. El noticiero calificaba la expansión de la pandemia. El porcentaje de camillas ocupadas en la unidad de cuidados intensivos. Los escasos respiradores artificiales: la perorata de autocuidados e higiene de manos con la misma ablución sacerdotal. Nada había evitado el contagio masivo. El país naufragaba al garete hacia una turbulencia de muertos escandalosa.  Aunque como siempre unos estaban peor que otros. Lo que sí llamó la atención fue la idea urdida del vidrio triturado. Ahí mismo apartamos una fracción mínima del almuerzo. El guiso de la carne, arroz blanco, frijoles rojos y tiras de carne. Se reunió y se mezcló apurando un revoltijo. Entrada la tarde tomé una botella de Coca-Cola. La envolví con un jean mullido, raído y sucio. Primero usé el martillo. Más adelante un ladrillo hasta comprobar que se había reducido en vidrios muy finos. Servimos las porciones en platos desechables. La porción destinada al patio era mayor. Los vidrios resaltaban, brillaban como joyas diminutas entre los restos de comida. “Las ratas no se las comerán, dije. Mi mamá examinó el plato. Revolvió su contenido con el tenedor. “Hay que disimular la cantidad de vidrio”, susurró.

El plato se sirvió en el mueble aparador. En la estufa la cantidad fue menor. Una cena frugal y reducida. Cerré la puerta del patio. Apagué el bombillo. Permanecía encendido desde que anochecía hasta el último que se acostaba. La sensación premonitoria de ir al patio, activar el interruptor y verlas huir nos atemorizaba. Por nosotros y la perra. Sin excepción reinaba el terror. Estábamos atemorizados, y todas nuestras energías se encaminaban a erradicar ese resplandor ominoso.

Banksy Rat by arterrorist on DeviantArt. – Pinterest

 *

—¡Buenas noticias!— comentó mi mamá, mientras me desperataba, había puesto la cafetera—. Las ratas se tragaron lo que dejamos en el patio.

Calló y miró el fondo de su taza.

— Me das un poco del tuyo— se refería al café —. Lo de la estufa ni lo tocaron…

Sobre el mesón de la cocina se hallaba el plato desechable, intacto

—¿Cuerpos?

Inquirí.

—No he revisado, hijo.

La cafetera burbujeó con el agua hirviendo. Me serví y compartí el resto con mi mamá. Ambos fuimos al patio. El día se mostraba fresco, con trémulos rayos de cálida claridad, pero con viento de lluvia. Los árboles de los traspatios se mecían con pereza. Los gallos cacareaban. El barrio se desentumecía. En el mueble aparador, el otro plato. Destacaba la dentellada de las ratas. Había vidrios y heces esparcidos por el suelo. Barrimos, trapeamos y limpiamos con cloro y desinfectante.   

—¡Imposible!

Comenté. Mamá se echó de hombros.  

—Tal vez sí murieron en el patio del vecino.

Es probable, pensé. Pero no lo dije.

Revisamos cada rincón y ángulo posible. El tragaluz de la vecina —lo más parecido a una ventana trasera—, se desplegó en ese instante. Asomó su catadura resacosa, abultada, recién emergida de un sueño extenuado. El sol daba de lleno sobre la pared descascarada y cuarteada. Afeaba sus rasgos. Las casas están una encima de la otra. Colindan de una manera tupida, apretada como sándwiches.  

—Buenos días— comentó mamá—. ¿También tienen problemas con las ratas? Llevamos días intentado cazarlas…

—Por las noches se escuchan…

Interrumpió.

Prolongó un bostezo que intentó ocultar con su mano, tardíamente. Apretó el párpado izquierdo, fastidiada por la claridad matinal y, dejando el otro entreabierto, en el que se evidenciaba el enrojecimiento de la soñolencia, agregó, con vaguedad:

—Todas las noches, es igual… Se las escucha recorrer y enfrentarse sobre el cielorraso.  

El café se había entibiado. Volvió a recogerse, cerrando la ventana. Mi mamá y yo nos miramos fijamente. Leí el cerco fruncido de sus cejas. Los ojos desorbitados detrás de sus gafas.

—Es una infeliz— murmuró.

Y reímos con bastante desilusión.

 *

Funciona como un resorte. ¡Zas! Este que ve aquí es un garfio metálico. Se adhiere a su mandíbula. Pero no es lo suficientemente filosa. No penetra sus fauces. La importancia de este es que cierra la entrada, como un resorte ¡Zas! Impide la fuga. La carnada debe asirla al garfio. Un trozo de pollo, carne, cerdo o simplemente queso, queso costeño, no queso mozzarella. Es por lo salado y blando. ¿Ha ido de pesca? Tampoco yo, pero en el anzuelo la carnada debe estar cernida de tal forma que los peces piquen y activen el carrete de la caña. Eso lo explican en los reportajes de NatGeo. Se cerrará ipso facto. Por eso son muy prácticas en lugares estrechos como el suyo. Usted debe vivir en un lugar pequeño (reconfortante, es la palabra que busco). Sí, lo sé. Son ratas de una complejidad fisiológica estándar. De lo contrario ya se hubiese mudado de allí. Como le venía contando: use guantes de goma —quirúrgicos también sirven— para colocar la carnada. Cualquier olor humano en esta podría alejarlas. La trampa no funcionaría, y después va a querer que le regrese su dinero. ¿Llevará tres, seis o diez? Una para empezar es eficaz. Pero es mejor cazarlas en grupo. Varias a la vez. Son tan inteligentes como usted y yo. ¿Llevará una? Está bien. Recuerde el resorte y el garfio.

 *

A la entrada del patio se ubicó la trampa. Es una caja rectangular. Hecha con malla de acero en forma de octágonos. Pintada de verde albahaca con materiales aislantes. Es una jaula, y dentro va el cebo. Un pedazo de pollo apanado del almuerzo. Se colgó del anzuelo con indicios premonitorios. A medida que se instala el cebo, se acciona el mecanismo de la única apertura. Hay que tensar el resorte incrustando el pollo en el anzuelo. La trampa queda abierta. Abierta como una bestia al acecho, muda y paciente.

 *

¡ZAS!

 *

¡ZAS!

 *

La trampa se accionó, rápida, furiosa, instantánea, igual a un latigazo intrépido. El sonido de los resortes al contraerse, irrumpió en el apartamento con sigilo. Un rumor casi imperceptible al oído humano, y que se adjudicó en el corazón de la noche. En el centro mismo de su latir.

Habíamos esperado con absoluta devoción. Seguimos esperando. Surgidos de un sueño liviano, acalorado. Nadie se levantó de la cama. Tal vez atenidos con aguante a la sorpresa de su captura. Sin embargo, la trampa se agitó con rabiosos rebotes contra el piso. Golpeaba las paredes metálicas. Golpeó, y su furia y su desventura fue transformándose en un chirrido afligido.     

—¡Cayó!

Gritó mamá.

Salimos al patio, y encendimos la luz. La trampa, antes ubicada a la entrada, yacía volcada más adelante, cerca de la pared del fondo. Todavía no se distinguía su silueta, pero el hedor advertía su presencia rapaz y abyecta.

—¡Cayó la maldita!

Mamá volvió a gritar.

La noche era tranquila, estática y ligeramente mecida por persecuciones barrio arriba. Mamá se quedó a la entrada. Usaba de soporte el bate de madera que hacía las veces de tranca. Me fui acercando, siempre midiendo la distancia. Tomé una de las escobas y la empujé con temeridad hacia la parte del patio más iluminada. Es notable mirar semejante criatura tan de cerca. E igual para ella porque la trampa rebotó y se sacudió ahuyentada por un chirrido voraz. Por suerte la puerta no cedió a la embestida. Deseé asirla por el asa superior, pero como estaba al revés, no querría correr riesgos. Ni a que escapara, ni que me mordiera. Así que retrocedí, arrebaté el bate a mi mamá y, ayudado con la escoba, sostuve la trampa presionando los lados. El lado de la entrada con la base de las cerdas de la escoba. El lado contrario con el bate de béisbol. Parecía un espantapájaros tembloroso, batiéndose por sacudidas rápidas y portentosas. Ráfagas de una energía electrificante recorriendo el circuito penitenciario de su arresto.

Hubo un momento de breve silencio. Abundan entre los dos. Entre mamá y yo. Capturas instantáneas, de un destello fugaz, llenos de complicidad. Un silencio corto más allá de la noche y del botín que sostenía. Volteé por encima del hombro. Nos vimos en la larga expresión abstraída de nuestras bocas.

—¡Apúrate!

Lo pensé en voz alta, urgente.   

—¿El vendedor no te lo explicó?

Negué con la cabeza. Mientras la rata se estremecía. Nerviosa y furiosa, estremecía la trampa, el bate y la escoba, mis brazos… y mi cuerpo entero trepidaba con el pavor que el uno incitaba en el otro.

 *

A la larga le halla la vuelta al asunto. Se vuelve práctico después de la primera. En ese ir y despertar se descansó bastante poco. La trampa se accionaba a cada tanto. Es un depredador excepcional. Ahora en la batea está la última. Cayó cuando esclarecía. Más bien es una cría. Sí, una cría, ordinaria cría extraviada de su madriguera. Nivel uno, quizás. Se escurre por la trampa, y se sacude contra las paredes metálicas, y la malla ni se inmuta.

La carnada todavía pende del anzuelo. El mismo pedazo de pollo apanado. Se fue entumeciendo, seco e insípido ante los continuos baños. El ratón hoza el cebo, olisquea su forma disecada y retrocede bajo una advertencia aciaga. Es un día de diseminados nubarrones que se irán juntando en un amasijo de convulsivas lluvias. Los gallos cacareaban enloquecidos en el huerto del vecino. Las gallinas escarban la tierra. Es un día cargado de sosiego.  Hasta cierta libertad se respira en el apartamento. Un esparcimiento que reside en el hecho de haberse desembarazado de una pesadísima carga. Y que ahora, ante la entereza de la mañana recién instaurada, iba a prolongarse.  

 *

Me corro a un lado y dejo pasar a mamá. Vierte el agua directamente en la esquina donde yace el ratón. Lo derrama sobre su cabeza, y su cuerpo se tuerce, convulsiona en un chirrido del que se desprende su piel, sus heces y su orina. El vapor asciende en forma de espiral. Trae un aroma a carne ahumada. Pienso en la cena de la noche anterior. También en el desayuno… Es el ratón que se desuella a merced de una profusión de agua hirviendo vertida hasta reducirlo a una bola pelada llena de ampollas. En una salvaje convulsión reducida a un bocado.

Me enguanto los de goma amarilla, y acciono el mecanismo, abriendo la trampa. La agito hasta que el ratón cae en la batea. Hace un sonido como de trapo abombado y mojado. He visto su rabo, corto y angosto. Lo ha recogido entre sus patas traseras. Lo aupé por ahí y lo lancé en una parábola hacia el huerto del vecino. Todavía había que desprender el resto de carnosidad, pelos y suciedad adherida a la malla. Levantar el anzuelo y cambiar la carnada. Una lista de quehaceres. Todos pospuestos por el sabor tostado del café y la algarabía de las gallinas, picoteando la carne tierna de una más de las visitadoras.

Fotografías: La Poderosa.org - Pinterest
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Elina Uribe
Elina Uribe
2 years ago

Descomunal!!!

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