Narrativa

Año viejo, vida nueva; un cuento de Henry Ortíz Zabala

Clarice esperaba impaciente con su ropa nueva para recibir los pitos del año nuevo, sentada en la ventana. No esperaba el año sino otra cosa, a una persona, a él, su novio; quien le había prometido buscarla en medio del ajetreo para llevarla con él a otro pueblo lejos de ese, donde pudieran estar juntos sin que nadie se opusiera o se inmiscuyera en su romance. En casa estaba su madre y sus hermanitos preparando la mesa para la cena. Sólo faltaba su padre que había salido desde la mañana a comprar unas uvas y unas espigas de trigo al mercado y no había regresado; en casa todos presentían lo que había ocurrido con él: debía estar borracho -seguro se quedó bebiendo con sus compadres, ahí está pintado- decía su esposa –Clarice, niños… no pienso esperarlo, así que si no viene con los pitos cenaremos sin él e iremos a darle el feliz año a la abuela- advirtió. A Clarice nada de aquello le interesaba. Todo le daba lo mismo, si su padre venia o no, no le importaba. Lo único que quería era que su novio cumpliera con lo pactado y dejar por fin y para siempre la casa de sus padres.

En el pueblo todo era festejo, pólvora, alcohol, y bullicio. La mayoría de hombres, como llevando una milenaria tradición al pie de la letra se encontraban ebrios o alcoholizados, como si la sobriedad en esa fecha fuese algo inmoral para ellos. Explosiones de pólvora de distintos tipos resonaban por todos lados. Los graciosos y a veces grotescos muñecos de año viejo decoraban algunas terrazas, sentenciados a ser quemados cuando dieran las doce, con buena suerte inconscientes de su destino. En la calle un par de jóvenes etilizados hablaban sentados en un bordillo, más que beber por las fiestas lo hacían a modo de despedida. Uno de ellos partiría después de pitos a otro pueblo junto a su amada… supuestamente para más nunca regresar. Habían sido amigos de toda la vida, conocidos en todo el pueblo por sus travesuras en pareja y sus peleas mano a mano contra todo el que se metía con el uno o con el otro. Siempre uña y mugre los dos.

-Antes de irte deberíamos hacer alguna otra travesura juntos, la última… Ajá por los viejos tiempos- le propuso el que lucía una camisa de cuadros a su fiel amigo que en pocos minutos se fugaría con su amor y sólo Dios sabía por cuanto tiempo y hasta cuándo.

-¿Qué propones?- respondió el futuro prófugo.

-No sé, algo sencillo… qué tal si encendemos uno de los muñecos antes de pitos, je,je,je o varios- le dijo.

-Buena idea… vamos a la tercera calle de la plaza, donde viven ese montón de creídos y estirados, que se las dan sangre azul y a no mezclase con nadie ¡Esos fartos! Celebran a puertas cerradas con tal que nadie les vaya a pedir trago o a darles feliz año… los conozco bien, esa es la cuadra del que era mi padrastro, debe estar a lo mejor con su nueva familia celebrando… si… si … vamos a darle su merecido ¡Además aquí tengo tiritos y unos cuantos cuatro golpes!… sin contar la gasolina de la moto jajajajaja ¡Tremenda sorpresa! ¡Vamos! ¡Vamos!- consensuó.

Él premeditaba que después de esa broma, iría a llevar a su amigo a la casa y después emprendería la marcha hacia casa de su novia Clarice para finalmente como tanto lo habían soñado y planeado, escaparse juntos para iniciar sus propias vidas, desde cero, lejos de todo, sobre todo de ese pueblo y su gente, a quienes ambos odiaban sin importarles compartir o no razones para hacerlo. Y asi fue, como lo ingeniaron, llegaron hasta la tercera calle de la plaza, la cuadra de los más ricos del pueblo, o al menos eso decía la gente entre chismes y comentarios. Estacionaron la moto frente a la casa del elegido, según el recordaba su antiguo padrastro no era de hacer muñecos para esperar el año nuevo, él consideraba todo aquello como “costumbres vulgares” es mas era de los que no aprobaba el uso de la pólvora, ni ingería alcohol; era un tipo serio y hosco, no muy dado al festejo y fraternizar, estricto hasta el fastidio y retentivo con el dinero hasta la tacañería, razones todas ellas por las que no se dieron las cosas con su madre, que era totalmente lo opuesto: alegre, graciosa y extrovertida.

Vaya sorpresa se llevó el chico, cuando en la banca de la terraza de la casa de su víctima, hallaron un muñeco muy bien hecho, de proporciones humanas, vestía camisa verde manga larga, un pantalón negro y un sobrero vueltiao´ inclinado hacia adelante, lo suficiente como para cubrirle el rostro, además estaba lleno de maicena y virutas de aserrín, por si fuera poco llevaba una botella de Medellín sobre las piernas. El muñeco estaba completamente tendido, el rostro y los brazos caídos, las piernas flojas, las botas desamarradas… abultado seguramente por el montón de trapos con que lo habían rellenado, tenía una apariencia robusta. Los dos jóvenes le pusieron algunos tiritos en el sombrero, en el bolsillo de la camisa y el pantalón, luego tomaron un poco de gasolina del tanque de la moto y la rociaron sobre el muñeco y no siendo más, se alejaron unos cuantos pasos, encendieron un fosforo cada uno y los echaron sobre él.

Las llamas se desataron enseguida y con ellas los gritos del muñeco, que se levantó flameando de pies a cabeza. Gritos de desesperación y la candela crepitando sobre la tela, la carne y la brisa, era espantoso. El sobrero se incinero sobre su cabeza, los tiritos estallaron. Corría dando alaridos por su agonizante ardor. Los chicos, el par de traviesos estaba completamente inmóviles, paralizados por la tétrica impresión, sus ojos no creían lo que veían, ni sus idos lo que escuchaban. Petrificados. Los cuatrogolpes que llevaba en el bolsillo de su camisa como era de esperarse también explotaron y con ellos se desplomó el achicharrado muñeco en el suelo, pero incluso ahí, se revolcaba y se retorcía del sufrimiento. Humeaba mientras moribundo intentaba sacarse la camisa que se despegaba de él junto a grandes trozos de piel carbonizada. Un olor a cabello y carne quemada entró por las narices de los atónitos jóvenes que ya empezaban a discernir la magnitud de aquella última travesura con que planeaban despedirse.  Las llamas aún no se apagaba por completo y tampoco los gritos del muñeco que a la altura del incidentes ya los jóvenes comprendían que no se trataba de uno.

El padrastro y su familia se asomaron por el balcón del segundo piso, alarmados por los gritos y las exclamaciones del muñeco en llamas. Otros vecinos hicieron lo mismo. Para entonces aquel cuerpo abrazado por el fuego había dejado de moverse y quejarse, por fin las llamas empezaban a languidecer; ahora quienes gritaban eran los espectadores del macabro espectáculo, desde la comodidad de sus palcos. El padrastro bajó con un extintor, salió y se dispuso apagar las llamas… pero el auxilio había llegado tarde ya el muñeco… el hombre había muerto producto de las explosiones y las quemaduras. Tal había sido la intensidad del fuego que su rostro era irreconocible, cuando el padrastro quedo frente a él y exclamó su nombre “Alberto”

-¿¡Alberto, por Dios, qué has hecho!?- gritó.

Ambos jóvenes reaccionaron y corrieron a subirse en la moto, su travesura le había costado la vida a un hombre. Clarice se quedó dormida esperando a su novio para escapar juntos hasta su idilio de amor, pero nunca llegó; su madre también se quedó dormida esperando a su esposo, a quien suponía borracho “vuelto mierda en alguna terraza”. En cambio a la mañana siguiente, bien temprano, los que si llegaron fueron dos policías para dar la primera mala noticia del año: La fuga de uno y la muerte del otro.

Imagen: Archivo
Henry Ortiz Zabala