Narrativa

Underground, un relato de Fernán Correale

“Si todos recuerdan lo mismo, nadie lo recuerda”.
Kike Ferrari

El invierno de 2035 se manifestaba con una crudeza poética. Diez años después del colapso, el viento helado de julio, cargado de un polvo gris que antes fue ciudad, se colaba por los vitrales rotos de El Ateneo Grand Splendid. La edificación, imponente en su decadencia, dejaba entrar el frío y la desolación con un eco fantasmal. La ciudad entera era un coloso en ruinas, una moderna Atenas devastada, sus cimientos carcomidos por la historia no escrita y la desesperación. El recuerdo de The Bleedout, la plaga silenciosa que en 2025 vació las calles y los hospitales, aún era un aliento helado en cada rincón, una cicatriz colectiva que se negaba a sanar.

Victoria avanzaba con cuidado sobre un mar de libros deshechos. Sus botas crujían sobre lomos quebrados y páginas mudas, un tapiz mohoso y descompuesto de papel, cada paso una profanación silenciosa. Era alta, de movimientos precisos, y la dureza de su mirada contrastaba con el pañuelo de seda colorido que llevaba al cuello. Su piel, blanca, resaltaba sus ojos celestes bajo unas pestañas negras, tupidas. El pelo negro y brillante caía sobre sus hombros, a juego con sus labios pintados de negro, finos y sin vulgaridad. Sus tetas grandes, proporcionales a su altura, se movían con su andar. Llevaba guantes de cuero oscuro, una boina calada sobre sus anteojos de ver, y en su mano, la faca brillaba de cuando en cuando. En su cuello, un tatuaje de AK-47 marcaba su piel; en su costilla derecha, una granada. Su abdomen era plano, sus brazos delgados, cubiertos de tatuajes con versos de Alejandra Pizarnik, Mariano Blatt y Ioshua, donde se leía: Pija, birra, faso. El antiguo teatro, ahora un mausoleo del saber, guardaba un silencio profanado sólo por el crujido de sus botas, una intrusión discordante.

Su misión era un acto de fe: buscar entre los escombros las últimas novedades publicadas en 2025, el año en que todo se detuvo. Era la archivista que se autoimpuso un tiempo muerto, convencida de que en esas últimas palabras impresas residía una clave para el futuro, un eco cifrado. Apartando una pila de best-sellers carbonizados, sus dedos encontraron dos tesoros intactos: Los nuevos de Pedro Mairal y el libro de cuentos Una serie de relatos desafortunados de Fabián Casas. Victoria sonrió con amarga ironía ante el título; el hallazgo era un pequeño milagro en la ruina, una luz tenue en la oscuridad perpetua. El tacto del papel le disparó un recuerdo que dolió, un flashback que la arrastró con un punzón lejos del moho y el polvo. El tenue aroma a papel viejo le trajo, por un instante, la fragancia de jabón de su departamento.

Se vio en otra vida, en un departamento luminoso de Almagro, con su hija Sofía acurrucada en su regazo, siguiendo con su dedito la ilustración de un libro infantil. Su risa era el único sonido que importaba. Victoria recordaba la plenitud de aquellos días, la certeza de su identidad forjada con esfuerzo, una verdad que la maternidad había anclado a la tierra. Luego, la memoria saltó al final: la fiebre de Sofía, los estantes vacíos de las farmacias y sus propias manos, inútiles, incapaces de detener lo inevitable. La perdió por una infección común, una simple dolencia que, en un mundo sin medicinas, se había convertido en una sentencia de muerte sin tregua. Ese fracaso absoluto era el motor de su búsqueda. Si no pudo salvar una vida, al menos salvaría sus historias, como un último acto de redención en la debacle.

Con los libros bajo el brazo, Victoria emprendió el regreso. Al cruzar la Avenida de Mayo, se agachó detrás de los restos de un colectivo. Un gruñido grave, casi imperceptible, la detuvo. Al otro lado de la avenida desierta, bajo la tenue luz de un fuego incipiente, unas siluetas espectrales rodeaban una fogata alimentada con páginas arrancadas de un diccionario, mientras desmembraban un cuerpo pequeño con una eficiencia que espeluznaba. Victoria apartó la vista, una náusea gélida no por el hambre, sino por el reconocimiento de la depravación humana, le retorció el estómago. Aceleró el paso, aferrando los libros como un conjuro precario contra la barbarie circundante. La Parroquia Nuestra Señora de Montserrat ardía a lo lejos, su silueta contra el cielo nocturno, una metáfora cruel y llameante de la fe perdida. En una pared descascarada, un mural a medio terminar de Rodolfo Walsh la hizo detenerse, su mensaje incompleto una punzada en el corazón de la ciudad. Una frase de Enrique Lihn resonó en su mente: porque escribí no estuve en la casa del verdugo.

La calle se volvió un pasillo oscuro. El eco de sus botas resonó de repente, demasiado fuerte. Un pitido agudo, casi un siseo, la puso en alerta. Venía de un callejón lateral. Sin dudar, Victoria se lanzó tras una pila de escombros, el corazón latiéndole a toda prisa. Recordó un fragmento de una vieja guía de supervivencia que había encontrado: En un entorno de escasez, cualquier recurso inútil es un arma. De pronto, la clave. Deslizó uno de los libros que llevaba bajo el brazo: un grueso manual de ingeniería industrial. El pitido se hizo más fuerte, y dos figuras armadas con lo que parecían viejas lanzas de metal oxidado asomaron por la boca del callejón. Victoria, con un movimiento rápido y con precisión, lanzó el pesado libro contra un barril metálico cercano. El estruendo fue lo suficientemente fuerte para que las figuras se sobresaltaran, dando a Victoria unos segundos para escurrirse por una abertura estrecha entre dos edificios derrumbados. El aliento entrecortado le quemaba la garganta.

Llegó a la puerta del Café Tortoni. Las maderas chirriaron lúgubres. Adentro, el aroma a café, un lujo casi olvidado, se mezclaba con el humo acre de un Lucky Strike y el zumbido constante de un generador vetusto. El Tortoni era un faro, un santuario precario donde la discusión intelectual, tan vital como la comida, era un bálsamo efímero contra la locura.

Sentado a una mesa, Ezequiel, un lector empedernido de Bloom y Steiner, acariciaba la taza de café. Es una farsa, sentenció Ezequiel con su voz áspera, un lamento que parecía rasgar el aire viciado. El mundo nos sometió a una única alternativa: la del éxito o el fracaso. El mercado murió, los editores son polvo, las librerías… ¿para qué esta agonía, si el desmoronamiento ya ha sido experimentado? La viabilidad, ¿quién la define? ¿Por qué durar es mejor que arder? Recordó las palabras de Nietzsche: El hombre de acción, el verdadero poeta, también es un hombre sin conocimientos: olvida la mayoría de las cosas con el objeto de hacer una; es injusto hacia lo que se halla atrás y solamente reconoce una ley, la ley de lo que va a ser. Y, sin embargo, en este fin, su única meta y gloria, es la de fracasar. Pensó en Bloom: En esta afirmación sigo a Nietzsche, que nos advirtió que encontramos palabras para aquello que ya está muerto en nuestros corazones, de manera que siempre hay una suerte de desprecio en el acto de hablar. Un suspiro amargo le salió del pecho, casi un gemido de desesperación: Mis instrumentos de trabajo son la humillación y la angustia; ojalá yo hubiera nacido muerto. Y añadió, con una desolación que abismaba: No te habrá de salvar lo que dejaron escrito aquellos que tu miedo implora….

Leandro, el ferviente seguidor de Barthes y Borges, asintió. Protesto desde otra lógica, comenzó Leandro, su voz más calma, pero con una convicción férrea. Soy a la vez y de forma contradictoria feliz e infeliz: triunfar o fracasar no tienen para mí más que sentidos contingentes. El temor clínico al desmoronamiento es el temor a un desmoronamiento que ha sido ya experimentado. La angustia, Ezequiel, es el temor de un duelo que ya se ha verificado, desde el origen del amor. Sería necesario que alguien pudiera decirme: ‘No estés más angustiado, ya lo has perdido’. Y entonces, me tranquilizo al desear lo que, estando ausente, no puede ya herirme. Para mí, el lenguaje nace de la ausencia. Recordó a Quignard: Cicerón define la palabra deseo: Desiderium est libido videndi eius qui non adsit. Deseo es la libido de ver a alguien que no está allí. La desideratio se entiende como la dicha de ver, a pesar de la ausencia, al ausente. En este páramo, el único amor que no hace infeliz al hombre, el amor de la repetición. El pensamiento poético es proléptico, añadió, y a la Musa invocada bajo el nombre de Memoria se le implora que ayude al poeta a recordar el futuro.

En ese instante, Victoria irrumpió en la penumbra del local, su entrada un contrapunto a la tensa quietud. Detrás de ella, chirriaban las ruedas de la silla de Mario, el pintor surrealista, quien recitaba versos de Osvaldo Lamborghini con una cadencia que inquietaba: La mala suerte siempre vigila…. Victoria depositó los libros sobre la mesa. Aquí están los restos, Los nuevos de Mairal y Una serie de relatos desafortunados de Casas… ¿profético, no lo creen? Victoria fijó su mirada en Ezequiel y Leandro, sus ojos desafiantes. Ustedes hablan de ausencias y duelos como si la literatura fuera un fantasma etéreo, dijo, su voz con un filo innegable. Pero para nosotres, para Camila Sosa Villada, la literatura es carne y recuerdo palpable, una herida abierta. Hay dos clases de escritores, los que escriben fantasías y los que escriben recuerdo. Yo me encuentro entre éstos últimos. ¿Parir la noche? No. La única vida que puedo gestar es la de mi erotismo. Un animal radiante, violento y solo. ¿De qué sirve la fantasía cuando los perros devoran niños en las calles desoladas? Nuestra literatura, la queer, es un recuerdo sangriento, una cicatriz colectiva que se niega a sanar. Montaigne sabía: Nuestros deseos privados, en su mayoría, nacen y son alimentados a costa de los demás.

Mario interrumpió su recitación, sus ojos clavados en la pared. Los veo a todos como figuras, no como personas. La carne, sí, pero esa carne distorsionada que plasma la verdad sexual y emocional en su crudeza más impactante, como Schiele. Él abandonó la figuración clásica por una exagerada, casi grotesca, donde el cuerpo se convierte en el foco de la angustia existencial, un espejo retorcido del alma. Sobre los artistas, él afirmó: Ellos presienten la semejanza de las plantas con los animales y de los animales con los hombres y la semejanza de los hombres con Dios. ¿Escribo? ¿Busco un poema, un libro, o apenas el reflejo lacerante de mi propia incertidumbre? Su voz se quebró, un hilo frágil en el aire denso. La escritura no puede resolverse, no puede solucionarse, como dice Camila. Solo puede ser.

Ezequiel frunció el ceño. Pero hay algo más allá de la mera experiencia, un abismo conceptual, sentenció Ezequiel. El cuento muestra un mundo que cambia. La novela, un personaje que cambia. Aquí, el mundo ya cambió de forma brutal. ¿Qué transformamos nosotros si no es la propia concepción del arte? ¿Es que la poesía sólo puede ser un lamento visceral, un eco hueco de la desolación? Lichtenberg ya lo decía: Estoy convencido de que una persona no sólo se ama a sí misma en las demás, sino que también se odia a sí misma en los otros.

Leandro lo interrumpió con fervor. Al escribir definimos las reglas de nuestro mundo, de esta realidad fragmentada. Y en este páramo, las reglas antiguas murieron con un estruendo que ensordeció. Feyerabend lo sentenció: no hay escapatoria: entender un objeto significa transformarlo. Y lo que Victoria trae es la transformación misma, la semilla de un nuevo orden. Es lo Unheimlich de Schelling, aquello que debiendo permanecer secreto, se ha manifestado con una fuerza que desestabiliza. Lo Unheimlich es percibido cada vez que se nos recuerda nuestra tendencia interior a entregarnos a modelos obsesivos, a la compulsión de la repetición, como un bucle infernal. La verdad cruda de la frontera, salida de las villas, de las provincias, esa es la que golpea con la contundencia de un puño. Continuó, citando a su maestro con una reverencia casi mística: Me levantaré temprano para trabajar cuando es todavía de noche, como un monje. Seré muy paciente, un poco triste… justo ese poco de retiro necesario para el buen funcionamiento de un patético discreto.

Victoria sonrió, cansada y desafiante. Exacto. Nuestra literatura es así de directa. No es para entretener, es para dejar una marca. Es como un koán búdico: El maestro mantiene la cabeza del discípulo bajo el agua… cuando hayas deseado la verdad como has deseado el aire, entonces sabrás lo que es. Sin olvido no hay vida posible, pero sin la memoria cruda y desgarradora, ¿qué vida nos queda? Una imagen falta al final. Ninguno asistirá, vivo, a su propia muerte. Pero nuestra palabra puede sobrevivir, trascender la ruina. Leandro, nuestro acto no es táctico, sino una necesidad imperiosa. Intuyo que el verdadero lugar de la originalidad no es ni el otro ni yo, sino nuestra propia relación. Aquí no hay lugar para el lector ideal… dicho lector, quizás, todavía no ha nacido en este mundo devastado.

Mario, con los ojos vidriosos y una melancolía que teñía sus palabras, añadió: Schiele, sí. Él exhibía la introspección más profunda, la herida del alma expuesta. Estaba más cerca de Weininger, con sus figuras andróginas; de Trakl, con su decadencia existencial; de Wittgenstein, con la caída del lenguaje como pilar de la realidad. Su obra es esa imagen que nos falta, el espejo roto de nuestra verdad. El poeta ve con demasiada claridad, padece una tiranía de fijeza, una condena de la visión, o su visión se vuelve turbia por el horror. Pero el poeta fuerte sobrevive porque vive la discontinuidad de ‘recordar hacia adelante’, de tejer futuros desde los escombros del presente. Al fin, citó a Kierkegaard en un suspiro casi inaudible, como si las palabras fueran un eco lejano en el vacío: todos serán recordados, pero cada uno se hizo grande en proporción a su expectativa… el que esperó lo imposible fue el más grande de todos.

El silencio se instaló en el Tortoni. Afuera, la noche apocalíptica se cernía indiferente, un telón de desesperación sobre las ruinas. El ulular del viento traía consigo ecos distantes, quizás el lamento de la ciudad misma, quizás el aullido de algún carroñero. Dentro, la lucha por el significado seguía ardiendo, una llama terca en la más profunda de las tinieblas. En cada instante de esa disputa, una verdad se confirmaba, como un vaticinio ancestral del narrador: Tu materia es el tiempo, el incesante tiempo. Eres cada solitario instante.

Victoria no regresó a su refugio esa noche. Treparon a la buhardilla de un hotel derruido, susurros rotos por el viento helado de julio. La luna, un ojo pálido, bañaba la habitación sin techo, revelando el esqueleto de la ciudad. Mientras se unían, un acto precario de vida en medio de tanta muerte, la mente de Victoria no pudo desconectarse. Se sintió como un objeto, una extensión de Lázaro, y en ese instante de cosificación, la imagen de Bombón de la novela Plástico cruel de José Sbarra se le impuso: cruel, ajena, una cosa más en este mundo donde todo se había vuelto escombros.

La pasión se trocó en rabia. Lázaro, ajeno a su tormento interno, se movió para poseerla, y Victoria sintió la opresión, la última pizca de su identidad amenazada. El íntimo puñal atravesó su garganta. La sangre espesa manchó sus manos, un rojo oscuro contra el celeste de sus ojos, y detrás el azul gélido de la noche.

Huyó. Descalza sobre los restos de cristal y escombros, cada paso una punzada, cada aliento una súplica. La imagen de Lázaro tendido, el hilo de su vida cortado, la perseguía. Necesitaba olvidar, o más bien, necesitaba que la literatura la salvara de sí misma.

Entre los sobrevivientes circulaba una leyenda: la del escritor subterráneo, Kirk Ferraresi. Decían que había finalizado su opus magnum en 2025, el mismo día del colapso, una coincidencia que rozaba lo macabro, y que había muerto poco después en los túneles del subte, esos laberintos subterráneos que se convirtieron en su refugio y su tumba. La búsqueda de esa obra, una obsesión casi policial, se convirtió en la razón de ser de Victoria. A veces, en el silencio de su propio refugio, un pequeño hueco entre libros y escombros donde el frío se colaba menos, ella pensaba en la vida de ese escritor, en cómo el conocimiento se había vuelto la única moneda de un reino sin reyes, donde los pocos que aún pensaban eran los verdaderos reyes en la sombra. Se preguntaba si Kirk había tenido que esquivar a los Recuperadores, las bandas que ahora controlaban el acceso a ciertas zonas, buscando cualquier cosa de valor. Un viejo afiche polvoriento de una librería de usados de antes, o la portada amarillenta de un diario clandestino de la época de The Bleedout, lo llamaba el loco de la Línea B, un excéntrico que pasaba sus días en los túneles escribiendo. Sus ojos, en la fotografía, eran marcados para siempre a fuego, como si hubieran visto demasiado.

Un día, en un vagón abandonado de la Línea B, encontró los siete cuadernos de tapa negra. El título: Sinfonía del Subsuelo. La novela narraba la historia de un Cartógrafo de Ausencias que, en los años previos al colapso, descendía a los túneles oscuros y olvidados para crear un lenguaje nuevo a partir de los vestigios, traduciendo grafitis anónimos al latín para darles la dignidad fantasmal de una ruina. Victoria leyó un pasaje que la dejó sin aliento:

El Cartógrafo no temía a la oscuridad, sino a la luz final que borraría todos los matices, la homogeneidad que aniquilaba la individualidad. Entendió que cada idioma es un laberinto y que la verdad no se halla en su centro, sino en la belleza intrincada de sus muros inextricables, en la textura de sus secretos… Sabía que el futuro pertenecería a los que pudieran leer en la penumbra, a los que descifraran los códigos del olvido.

Kirk no había escrito una ficción; había transcrito una profecía. La voz de Kirk, que Victoria sentía clara y con suavidad, como si lo hubiera conocido, parecía surgir de las páginas. Era la misma voz que resonó en su mente durante su encuentro con Lázaro. En las anotaciones marginales de esos cuadernos, Kirk no solo hablaba de los túneles, sino que desgranaba flashbacks de un pasado brutal: la guerra en las Islas, la muerte, el piloteo de aviones a un metro del océano, indetectable para los radares ingleses, en una misión suicida que lo había marcado. Era un ferviente lector de Teillier, y su obra reflejaba esa melancolía profunda y la atención a la fragilidad de lo cotidiano. Después de la guerra, Kirk había dedicado su vida a tomar vino, limpiar los vagones con una obsesión casi monacal y escribir, transformando la basura y el olvido en arte, convirtiéndose en el custodio de las últimas palabras antes del fin.

En la última página del séptimo cuaderno, encontró un párrafo aislado, un mensaje en una botella lanzado a través de una década de muerte:

Tu escritura no es solo la cicatriz de lo que fue. Es la linterna que traza nuevas sombras, cartografiando lo inexplorado. La luz que arrojes con tus palabras será el único futuro posible, una guía en el abismo.

Victoria cerró el cuaderno. La voz de Kirk resonó desde la tinta. Siguió leyendo una última reflexión: Enciendo la luz en una habitación oscura… la he perdido para siempre. Sin embargo, ¿no se trata justamente de la misma habitación?… sí dirijo mi atención a la luz misma, lo que la luz me da es, entonces, la misma habitación… la luz no es sino el porvenir de la oscuridad en sí misma.

Abrazada a esos cuadernos, Victoria, ahora una fugitiva con la sangre de un hombre en sus manos, comprendió que su misión no era solo salvar libros. Era leerlos, descifrarlos, darles una nueva vida. Convertirse en el eco de esas voces perdidas, el puente inaudito entre un pasado desmoronado y un presente desolado, un acto de resistencia en sí mismo. La búsqueda de Kirk, de su obra, se había revelado como la búsqueda de su propio propósito, un mapa hacia un futuro incierto, pero, al fin, posible, mientras las sombras de sus perseguidores se alargaban detrás de ella en la noche eterna.

El agotamiento la llevó de nuevo al Tortoni, pero esta vez, no buscando solo el consuelo de las palabras de otros, sino la protección. Leandro, el ferviente seguidor de Barthes y Borges, fue quien la recibió. No hubo preguntas, solo una mirada que comprendía el horror de la ciudad en los ojos de Victoria. Había en él una calma que contrastaba con la tormenta de Victoria, una fortaleza que no era física, sino de espíritu.

Victoria se sintió atraída por la quietud de Leandro, por la forma en que sus palabras, a pesar de ser intelectuales, eran bálsamo. Él la llevó a una habitación oculta en el piso superior del Tortoni, una buhardilla pequeña y sorprendente intacta, con una ventana que miraba a las ruinas silenciosas del centro. La habitación, apenas iluminada por una lámpara de queroseno, olía a polvo y a viejos volúmenes. Era un refugio inesperado.

Leandro limpió sus manos con un paño húmedo, su tacto gentil, sin juicio. Había en sus gestos una ternura que no buscaba posesión, sino consuelo. Él había visto la desesperación en muchos, y la suya no era diferente. Mientras la vendaba, susurró: El lenguaje nace de la ausencia, Victoria. Y en esta ausencia de reglas, de consuelo, el cuerpo es la última verdad legible. Las historias que portas son la prueba de que no estamos del todo perdidos.

Leandro agarró a Victoria del culo, luego le besó el cuello, sintió sus tatuajes y recorrió sus tetas. El collar de cuarzo blanco de Victoria iluminaba su piel mientras él la agarraba del pelo, le daba vuelta y la besaba. Ella gimió, se agitó, y sus caderas comenzaron a contorsionarse. La noche caía, y la luna se reflejaba en el espejo del placard.

Victoria habló de Kirk, de los cuadernos, de la persecución. Leandro la escuchó con la misma atención que dedicaría a la lectura de Las Sagradas Escrituras.

Así que Kirk no solo dejó un mapa de la verdad, sino también una advertencia, dijo Leandro, su voz era casi un susurro, nunca se sabe quién puede estar escuchando. Esto lo cambia todo. Lo Unheimlich de Schelling se manifiesta. Algo que debía permanecer secreto, sale a la luz.

¿Y quiénes censuran?, preguntó Victoria. Los que se benefician del olvido. Los que construyen su poder sobre las ruinas que Kirk documentó. Los Recuperadores son solo una capa, Victoria. Las mismos que quizás silenciaron a Kirk.

La conexión de Leandro con la red clandestina de la Resistencia se hizo evidente. Él no solo debatía en el Tortoni; era un punto nodal. Le explicó que la novela futura de Kirk, esos jeroglíficos en los vagones del subte, era en realidad un testamento cifrado sobre los verdaderos responsables de The Bleedout, una conspiración de corporaciones y poderes ocultos que aceleraron el colapso para consolidar un nuevo orden sobre los escombros. La guerra de las Islas había sido una distracción, una cortina de humo. La limpieza de vagones de Kirk no fue solo un ritual; fue su forma de ocultar y preservar esos mensajes cruciales.

Necesitamos descifrar el resto, dijo Leandro. Cada fragmento que encuentres es una pieza para reconstruir el puzzle. Es el arma que Kirk nos dejó. Victoria miró la ciudad devastada a través de la ventana de la buhardilla. La persecución, el asesinato de Lázaro, la pérdida de Sofía… Con Leandro a su lado, la carga no era menos pesada, pero no estaba sola. La literatura de Kirk ya no era solo una obsesión; era un camino, una promesa.

 

Fernán Correale González