Narrativa

Locura transitoria, un relato de Laura Barragán Arteaga

Todo empezó el jueves pasado. Yo estaba en la cocina y escuché el sonido de una llave abriendo la cerradura de la puerta. Sabía que era Santiago, a pesar de que él se esmera siempre por entrar sigiloso. La oxidada cerradura de esta casa le delata como un perro que ladra ante la presencia de un visitante desconocido.

Como era la hora de nuestra merienda yo molía café para los dos. Permanecí en silencio, mientras el sonido del molino inundaba la cocina. Sabía que él vendría caminando por el pasillo con pasos lentos, para que no le escuchara, para agarrarme de improvisto por la cintura y asustarme. Entonces, como era costumbre, yo daría un saltito, fingiendo sorpresa. Eso hice, por qué así se supone que es un matrimonio, una secuencia de actos rutinarios y previstos, que deben guardar la ilusión de espontáneos y nuevos.

Mientras preparaba el café, Santiago se apoyó en la mesada y dejó su billetera y llaves encima de la nevera. Me empezó a contar las noticias del día, entre las que se destacaba el descubrimiento de una ciudad perdida en Egipto, el tipo de novedades que a él le entusiasman desde su perspectiva de catedrático de historia. Escuché atentamente unos minutos hasta que, por azar, me percaté de una llave nueva en el llavero de Santiago, colgaba al lado de la que abre nuestra casa.

Era una pieza dorada, una llave con diseño clásico, como las que abren los cofres de las reinas en las películas, pero no tenía óxido o rastro del tiempo. La miré como queriendo interrogarla, como si ella pudiese hablarme y contarme qué tipo de puertas era capaz de abrir. Seguramente Santiago notó mi mirada inquisidora. Rápidamente guardó el manojo de llaves en el bolsillo de su camisa, mientras seguía charlando sobre el descubrimiento arqueológico. Noté en su voz un especial esmero por intentar recuperar mi atención, como si quisiera que yo olvidara la presencia de esa nueva llave en su bolsillo.

Esa noche estuve atenta a los movimientos de Santiago. Antes de dormir vimos un documental del que no recuerdo el nombre, ni la temática, porque aunque mis ojos estaban clavados en la pantalla, mi mente divagaba muy lejos de ella. Me acomodé en el sillón y aproveché la cercanía para posar mi cabeza en el pecho de Santiago, mi oreja rozaba con su bolsillo y podía sentir la figura de la llave dorada, sobresalía a través de la tela, podía calcular su grosor, imaginaba su textura al tacto y hasta creí escuchar que palpitaba, esa llave tenía vida, y sabía que si quería descubrir su misterio tendría que hacerlo a espaldas de Santiago.

Un par de horas más tarde, ya acostados en la cama, Santiago roncaba a mi lado con tanta algarabía que parecía que le pagaran millones por ello. Me levanté a hurtadillas y fuí a buscar en su escritorio. En la penumbra vislumbré el llavero de cuero, lo agarré de prisa. Estaban todas, menos la llave dorada.

Prendí las luces y empecé a buscar con esmero en los cajones, en el ropero, en el cesto de la ropa sucia. Al final, encontré la camisa, pero su bolsillo estaba vacío. Santiago se despertó y sin levantar la cabeza de la almohada me preguntó qué estaba buscando.

—La llave dorada, la que tenías esta tarde—contesté sin miedo.

—No sé de qué llave me hablas. Si tuviste un mal sueño, vuelve a la cama y mañana me comentas.

Y sin más, se acomodó la sábana para taparse los pies y volvió a dormir. Yo, en cambio, no pude volver a la cama. Me quedé registrando hasta el amanecer cada rincón de la casa, cada mueble, cada bolso, cada lugar en que pudiese esconderla. Pero no la encontré.

Ahora cada vez que Santiago llega a casa lo primero que hace es tirar las llaves en la mesa del comedor, él disfruta viéndome correr tras ellas. Ríe, con el mismo alboroto con el que ronca, cuando voy como liebre en celo a su encuentro. Tomo con mis dos manos el llavero de cuero. Lo agarro igual que si fuera un ramo de rosas, le miro, le huelo, sé que la llave dorada volverá, es lo único que anhelo. Sólo fueron segundos, pero sé que la vi. Sé que la sentí, sé que la llave dorada existe, y sé que protege algo que de alguna manera me pertenece.

Laura Barragán Arteaga

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  • Es muy extraño, pero leerla me recuerda a Stiven, casi que sentí su voz contando la historia. Me encanta, quiero leer más.