Fausto, un retrato del hombre moderno
“¡Feliz aquel que todavía tiene esperanza de emerger de este mar de confusión! Lo que se necesita no se sabe, lo que se sabe no se puede usar.”
Fausto (Primera Parte)
Dudo mucho que pueda decir algo nuevo sobre ese gran clásico de la literatura. El Fausto, de Johann Wolfgang Von Goethe, lo he leído unas seis veces y sé que lo continuaré leyendo hasta que muera, y lo más probable es que aún me reproche por no haber aprendido la lengua alemana en que fue concebido el original. De las traducciones y ediciones que han pasado por mis manos, la que más destaco y con la que he decidido quedarme es la de Helena Cortés Gabaudan, publicada por Abada editores en el 2010.
Es para todos conocido el hecho de que el personaje del Doctor Fausto no fuese como tal una invención de Goethe a diferencia de Werther o Wilhem Meister, sino que lo tomó del folclor popular que había sido legado de la alta edad media, cosa en la que tampoco fue el primero, ya que solía ser una historia representada en los teatros de marionetas, muy en boga por aquellos días, así como parte de canciones populares y elVolksbuch. El más popular de estos últimos data de 1588 y se le conoce como el fausto de Spies. Ya en 1604, por ejemplo, había sido publicado en forma de drama por el inglés Christopher Marlowe. Se sabe que Goethe estaba familiarizado con todas estas versiones.
Ocurría que las historias del Fausto eran una colección de anécdotas transmitidas sobre todo por tradición oral y que no escatimaban en rasgos exóticos, fantásticos y siniestros. Todos ellos muy relacionados con los temas recurrentes de esa época como la alquimia y sus prodigios, el ocultismo y sus aberraciones, o la galantería y sus riesgos. Sin embargo, es el Fausto de Goethe, el que ha quedado como referente por antonomasia de lo que pudo haber sido la vida de ese personaje concebido entre la fantasía y la historia, como suele ocurrir con todo individuo legendario. Su versión fue imprescindible para todos los Faustos que vinieron después tanto en la literatura como en las otras manifestaciones artísticas, sobre todo en la pintura y la música.
¿Y qué tiene de especial el Fausto de Goethe? ¿Dónde habita su supuesta trascendencia? Sencillo, en la posibilidad de haber conseguido lo que otros personajes como Odiseo, Don Juan o Don Quijote, han logrado a través de sus consagraciones literarias: convertirse en arquetipos de ciertas condiciones humanas a las cuales sus historias hacen alusión a modo de metáfora. Por ejemplo: Odiseo y el viaje, Don Juan y la seducción, Don quijote y el idealismo. Así como ellos, Fausto encarna una condición humana. La del hombre que no encuentra satisfacción en el mundo y tiende a ir más allá de los límites en búsqueda de aquello que sacie sus necesidades sensuales, intelectuales y espirituales. Algo que aplaque el vacío del que se sabe poseído y poseedor. Yo diría que en su caso es: Fausto y el conocimiento.
¿Cómo retrata esto la magistral imaginación de Goethe? Pues haciendo que Fausto, su alter ego, lo mismo que Mefistófeles, se aventuren en una gama de situaciones que representan algunas de las consideraciones humanas más excelsas y triviales. Siempre con un lenguaje claro, no sin dejar a un lado el tono poético y en ocasiones hasta sentencioso. Revelando, entre citas y referencias directas e indirectas, sus percepciones y puntos de vista sobre temas morales, políticos, científicos, estéticos, filosóficos, y un largo etcétera. No hay que olvidar que estamos hablando de la obra que más tiempo ocupó la vida de Goethe, una de las mentes mas brillantes de su época.
La gestación de esta obra es también un trabajo de mérito en sí mismo. La primera parte la terminó en 1806 y la publicó dos años después. Pero fue hasta 1832, el mismo año de la muerte del autor, cuando la segunda parte del libro vería la primera edición que se hizo póstuma, junto con sus obras completas. La escribió en un periodo que abarcó casi treinta años, de los 83 que vivió.
Las dos partes que componen este texto son una mezcla nunca antes vista hasta entonces. El genio inconmensurable de Goethe hizo fluir lo clásico y lo moderno, no sólo a través del contenido, sino de la forma y el estilo. Diría el crítico literario Harold Bloom en su Canon Occidental (1994) que, si bien la considera una de las obras más influyentes de la literatura y quizás la más grande de la lengua alemana, sin embargo, dado su singularidad, es también la más anticanónica.
Porque debe entenderse que parte de la riqueza de este título radica en la novedad que implica para la narrativa de aquellos días. Siglos después, continúa sirviendo de inspiración a otros novelistas que, mediante otros personajes históricos, también hicieron un conjunto nutrido de relatos y referentes ficticios e históricos; por ejemplo Las tentaciones de San Antonio de Gustav Flaubert, o Caín de José Saramago.
Drama para ser leído, más que representado. Cabalga con maestría entre la novela, el poema y el teatro. Esto puede apreciarse sobre todo en la segunda parte del libro donde Fausto participa en varias aventuras: figura como consejero de una corte real, integrante en un aquelarre, o desposando a la mítica Helena de Troya, y transportándose a terrenos entre lo onírico, lo antiguo y lo real. Se aproxima a toda clase de criaturas legendarias y mitológicas.
En comparación con la primera, que no es menos genial, esta segunda parte resulta ser más rica en personajes, temáticas, referencias y escenarios.
Por su parte, la primera entrega cumple con rasgos comunes de los dramas sobre romance y galantería, promulgados sobre todo por el intercambio entre Goethe y Schiller (otro gigante cuya influencia fue determinante para el autor del Fausto). Ambos se alzaron como máximos representantes del Sturm und Darg, una suerte de contracara de la Ilustración donde ponderaban la intuición y las pasiones como medios para el devenir del mundo.
Es en esta primera parte donde además de conocer a los protagonistas, nos enteramos de aquello que liga el uno al otro. No es otra cosa que el pacto satánico que perpetúa Fausto; un anciano erudito que, habiendo recorrido todos los caminos de la ciencia en su ambición por el conocimiento, decide echar un vistazo al ocultismo, la magia y la alquimia, todo para satisfacer esa necesidad de saberlo todo. Para Fausto, como para Goethe, supone aquello la plenitud del alma humana. Con tal pacto, Mefistófeles y Fausto acuerdan que uno de los dos dará su alma si consigue experimentar tal sentimiento de bienestar y satisfacción.
El lector notará que ni las voluptuosidades de la juventud, los encantos del sexo opuesto, los saberes más allá de la ciencia, los prodigios, las riquezas, el poder, el amor, la familia, la procreación, ninguna experiencia, sentimientos o conocimiento que sea capaz de experimentar, logra aplacar su inquietud, la sensación de vacío del protagonista. La figura de Fausto es la contracara de Mefistófeles. Mientras que el mortal resulta idealista, inconforme y abstracto, el demonio es en cambio, materialista, práctico, resignado -no sin cierto cinismo- ante lo inevitable.
La dialéctica entre ambos es el motor que mantiene en marcha la narración. Pero el protagonismo del Maligno es notable, por cuanto, a través de ardides, hipocresía y todo tipo de manipulaciones, conduce a Fausto según sus caprichos por más que este crea tener a Mefistófeles como servidor. Reluce la sentencia popular de “ten cuidado con lo que deseas porque podría cumplirse” en la medida en la que cada uno de los deseos satisfechos de Fausto viene acompañado de algún tipo de desengaño, malentendido o persecución. Básicamente, este es el leitmotiv sobre el que transcurre la historia, pero con una riqueza narrativa y retórica donde las imágenes, la musicalidad y el vasto conjunto de conocimiento del autor, construye un castillo literario en el que cada página es un ladrillo tan excelso como el castillo mismo.
El hombre moderno
Vayamos ahora a la reflexión que promete el título. Esta obra y su personaje son un vivo retrato de la condición actual del hombre inmerso en la (pos)modernidad, entendida no como etapa cronológica, ni como concepto, sino como situación actual y sobre todo de carácter ontológico. La modernidad tiene como características el vuelco al antropocentrismo sin prescindir de lo trascendente, el acceso de todos los hombres a distintas instancias del conocimiento, la libertad e igualdad de los mismos y la defensa de sus derechos. Pero también, una situación existencial marcada por el tedio, el inconformismo, la sensación de coerción y alienación constante en relación con las instituciones. La búsqueda de identidad a través de la emancipación y la satisfacción inmediata del deseo, mediante variados modos de goce que apenas logran mermarlo. En cuanto a lo ético y lo político, estos apartes se desvisten de sus elementos teológicos y adquieren cierta naturaleza laica, aunque sin llegar al absoluto.
El hombre moderno sabe que la razón puede llevarlo a terrenos insospechados, pero acepta que tiene sus límites y que en su ser habita una naturaleza de pulsiones, que no se limita sólo a las cualidades y alcances del intelecto. Es el hombre un tanto abandonado por la idea del azar y la providencia, y que concibe su existencia como el producto de todo lo que es capaz de hacer con lo que sabe. Sin embargo, también tiene cierta confusión perpleja debido a la angustia que conlleva ser consciente de su libertad y responsabilidad. Tal sensación es producto de los cambios constantes a los que se ve expuesto y que siente la obligación de adaptar a su vida. La resulta son sentimientos de frustración, impotencias, hastió y enajenación. Estos tópicos son analizados magistralmente por Walter Benjamín en sus estudios sobre modernidad, principalmente en los que toma como referente la obra de Baudelaire (poeta cuya vida y obra es un vivo ejemplo de lo descrito; y entre otras cosas, un gran admirador del Fausto).
Fausto está tan condenado como nosotros. Y al igual que nosotros, también él lo sabe, sólo que el pacto con Mefistófeles le hace cosificar dicha condición y pensar en todas sus posibilidades.
Mefistófeles, en su manera de proceder, no es menos humano que el protagonista. Incluso se puede aseverar que su figura encarna cierta polisemia. El pacto simboliza la disposición del hombre por apelar al mal como alternativa moral, por considerar la satisfacción del deseo como el sentido de la vida, las relaciones humanas como medio y no como fin. La valoración, en resumen, de la razón y los sentidos antes que cualquier sensiblería moral o espiritual.
Pero al mismo tiempo Mefistófeles es también ese personaje mal habido de la interpretación más nihilista y superficial del Ubermensch nietzscheano; alguien capaz de todos los atributos del mundo a partir de su voluntad de poder, pero impedido para lograr un genuino amor fati (amor al destino).
En conclusión, a 189 años de su aparición como texto íntegro, Fausto sigue siendo una obra clave de la literatura universal. Es la obra más notable de ese titán que fue Johann Wolfgang Von Goethe. Su lectura, como la de otras obras maestras, significa una relectura de la que siempre se extrae una reflexión de gran profundidad y significado. Como toda obra de dimensiones universales y como sólo el arte es capaz de hacerlo, Fausto plasma esos rasgos de la naturaleza humana que nos revelan como eslabones entre bestias y dioses, con lo mejor y lo peor de cada uno.
No en vano ha cautivado a tantos hombres de grandeza espiritual e intelectual. Pienso en Gerard Nerval y Henry Miller, intentando aprender el Fausto de memoria para impresionar a sus mayores. En Schopenhauer, que lo consideró uno de los cuatro mejores libros jamás escritos», junto al Don Quijote, de Cervantes; La nueva Eloisa, de Rousseau y Tristan Shady, de Sterne.
Fotografía: Anónimo (siglo XIX), Mefistofeles y Fausto jugando ajedrez.