
Bob Marley: la brisa malentendida, el agua trascendente
Escrito por Alejandro García
A mí amigo Jorge Blandón, con quien espero vocear alguna canción otra vez.
Pareciera que no se puede hablar con gratitud de Bob Marley sin, inmediatamente, subcomunicar la aprobación del uso plural de la marihuana, la validez espiritual del movimiento rastafari o todas las acciones personales del cantante, incluyendo aquellas que cruzaron los umbrales de lo que puede considerarse equívoco e innecesario. Para algunos, lamentablemente (e incluso antes de ejercer una labor de pensamiento ligero), estará condenado a ser el estereotipo clásico del marihuanero perdido (todos estamos desconectados en algún aspecto de la realidad). Para otros, la voz más auténtica, superior y desinteresada jamás encarnada. Impulsos extremistas medievales de toda la vida. Es mejor distancia y empatía, para estos casos, pienso. Creo que, esta situación de ser humano, no es fácil. Tomar este cuerpo y hacer algo fenomenal con él, es complejo. A mí juicio, de asalariado corriente que le debe mucho a su música, Bob lo pudo hacer. A un lado dejaré el tema de la droga (hay muchas legales de las que nadie se escandaliza), de sus creencias religiosas y sus acciones personales cuestionables. Ya hay estudios sobre las consecuencias del uso del cannabis, leyes que configuran la libertad de culto y se han difundido documentos que relatan la vida personal del artista en todos sus matices. Yo, simplemente, quisiera hablar de su mensaje.
Estaba escuchando el otro día una canción, mientras me duchaba, y al salir leí los comentarios. A veces detenerse en ellos es como hacer parte de una reunión de amigos que comparten una inclinación o curiosidad en común, donde uno puede toparse con un pensamiento, genial y cercano, que humedece o alumbra el alma. Uno de ellos decía: «Es raro extrañar a alguien que murió antes de que tú nacieras». Ahí está un poco, lo que considero, el legado de Bob. Sabía fundir sus ideales con emociones amplias, desprenderse de sí mismo, dejar un fraseo que le calzara a cualquier humano que quisiera sentirlo. Hacer de una conversación familiar, un momento de filigrana mágica, de elevación musical natural, como en No woman no cry, en el que hay una atmósfera donde la nostalgia más densa se transmuta en una flecha de esperanza con una cocción, casi, inentendible, en la que la lógica no puede hacer más que sentarse a reconocerse como otro integrante más del juego de la vida, y no su rey absoluto.
En esta canción, quizá la más conocida de él, Bob expone indirectamente también el deseo de familias que nacieron en la pobreza más cruda de Trenchtown, Jamaica. Dónde los sueños, cuál burbujas endebles, muchas veces se mezclan con lágrimas, entre la pérdida («buenos amigos tuvimos, buenos amigos perdimos») de seres que buscan otros destinos («en este gran futuro, no puedes olvidar tu pasado») y un ciclo de miseria solidificado por múltiples factores. Las notas y el timbre del piano que se asemejan a un góspel lento, subvierten los índices conocidos y fríos de la estadística poblacional, y hablan de estas dificultades sociales desde una emoción muy libre, de la que todos podemos engancharnos y donde el apoyo humano es la bandera final: «todo estará bien». Palabras que parecieran dirigidas a toda la humanidad. Bob le dio el crédito de la canción a Vincent Ford, un amigo que tenía un comedor social. «La vida vale más que el oro», solía cantar en Jamming. También dijo alguna vez: «Mi vida es sólo importante si puedo ayudar a muchos, si mi vida es para mí y mi seguridad, entonces no la quiero. Mi vida es para la gente, esa es mi filosofía».
Del niño de Nine Miles, cuyo mestizaje incitaba burlas, de la ausencia paterna que marcó para bien o para mal su camino, del joven que encontró en el movimiento rastafari una manera de resignificar el vacío existencial y la acérrima pobreza circundante de Jamaica, se sabe mucho ya: pudo hacer, juntos a sus compañeros The Wailers, diamantes musicales en medio de la selva, el hastío y la desconfiada y matona corrupción política de entonces (baleados donde componían, para luego convocar la paz), nunca ocultando, más bien fue resolutivo, defendiendo la faceta espiritual de las personas: «No soy nada, todo lo que sé me viene de Dios». De esos chicos valientes que tuvieron la osadía excéntrica de ensayar en cementerios para perder el miedo, nacieron canciones que pusieron a escala mundial sus propios ritmos elaborados, y sus innovaciones fueron material eterno de covers. También hay documentales periódicos, una película reciente, que han narrado la intensa y fecunda vida de la banda.
Recuerdo una vez que estaba en un evento inaugural en la Plaza de la Aduana, de Cartagena, con unos amigos, hace quizá quince años. En una de esas canciones aleatorias alguien puso Redemption Song. Me intrigó, de principio a fin. Tenía una leve intuición del mensaje, no sabía mucho inglés. Luego, cuando la escuché con la traducción, fue como si los apartes de la historia de la esclavitud que había leído en los libros de historia, o nos explicaron superficialmente en el colegio, fueran complementados a fondo. No sólo eso, me sentí parte de ella, sentí, como pocas veces, que era un humano, no un engranaje para conveniencia de otros. En adelante vi que eran temas que se salían del clásico romanticismo (que también brinca duro en él), se habla de guerra («mientras haya hombres de primera y segunda categoría, yo seguiré gritando guerra»), libertad («cada hombre debe tener derecho a elegir su destino»), amor universal («el amor nunca nos dejará solos»), espiritualidad («no ganes el mundo y pierdas tu alma»), desigualdad («dicen que el sol brilla para todos, pero, en el mundo de algunas personas, nunca brillará»), sin embargo, aunque trasegar por temas tan escabrosos pareciera implicarle a las canciones un tono fatídico y triste, casi todas alzan una determinación robusta en su puño, que se funde con la melodía pero también con la vida misma, en el porvenir humano, que tiene todo por hacer («seguiremos en esta generación, triunfantes»).
Del niño de Nine Miles se sabe mucho, como dije, se cuenta, se especula, se enjuicia: hay tantas voces yuxtapuestas en el eco del tiempo. Nadie conocerá qué sintió al tararear por vez primera con su guitarra apenas conseguida o a capela, en la ruralidad de Nine Miles o en el gueto de Trenchtown, sus primeras canciones. Cuando componía No woman no cry, recordó compartir un plato de gachas con su familia en días difíciles. Seguramente habrá atesorado esos instantes, dónde la luz de la fama no alcanza a iluminar toda la felicidad posible. Bob es mi hermano, tengo que decirlo, aunque suene pretencioso, me acompañó en muchas noches oscuras y, como él, aunque no utilice sus modos, sé también que «todo estará bien».