Narrativa

Hacia el sur, un relato de Fernán Correale

Saltó del camión con la mochila al hombro, saludó y vio cómo levantaban una mano a través del espejo. El desierto avanzaba, un puma comía los restos de un animal putrefacto, una señora a diez metros mecía un muñeco como si fuera un bebé. El bebé que nunca tuvo, que nunca tendrá. Todo era polvo. Había una gasolinera. Compró cigarrillos y agua, que guardó en la mochila, y una ficha para hacerse un café. Estaban pasando un partido de fútbol de la B nacional, alguien ganaba, alguien perdía y entre medio muchas patadas, puteadas, agarradas de camisetas. La chica le sonrió. No estaba acostumbrada a ver extranjeros. No importa que vivas a doscientos kilómetros, para cualquiera sos extranjero, por lo tanto, anónimo. Le tentaron unos habanos, pero tenía que cuidar el presupuesto y seguir avanzando por la ruta. Tenía que llegar a Piedra del Águila, de ahí tomar una camioneta. Roque lo estaba esperando para ir juntos a talar árboles y quizá dedicarse a la construcción. Era un salvoconducto. Escapar del murmullo agobiante de la ciudad, tomar mates bajo los árboles milenarios, no pensar en nada por dos meses y ver hacerse algo, alguna casa, copar un terreno, encontrar a una mujer que no sabía donde vivía, pero recordaba el nombre Carolina. Trabajaba en una hostería como mucama. La hostería daba al lago y sus dulces eran la locura, todos los turistas los halagaban porque estaban hechos de forma natural, con los frutos de la estación. Carolina tenía las uñas hechas mierda de tanto usar lavandina, de tanto lavar ropa, pero eso no hacía que perdiera su belleza y claro tenía otros dotes. Néstor no se fijaba en el deterioro o en el supuesto deterioro, veía más allá, recorría las zonas de la mujer de otra manera, veía valentía, perseverancia, audacia para seguir trabajando ahí. Se conocieron por chat, hablaron por tres años, él trabajaba en un Emporio y vivía en un monoambiente en zona sur. Estaba harto de los ruidos excesivos del Camino General Belgrano, por más que las tardes en la plaza con Charly lo compensaban. Las lecturas bajo los árboles, comprar una sandía. Los mosquitos eran insistentes y abundantes, no tenían piedad, gastaba en Off la tercera parte de su sueldo, la demás lo distribuía entre comida y ahorrar para irse al sur, a conocer a Carola y mover un poco más el cuerpo, respirando aire puro. Tenía que pensar bien su plan y lo estaba ejecutando a la perfección. No tenía hijos, no estaba casado. Había trabajado quince años en el Emporio. No había cultivado amistades, simplemente compañeros. Risas parcas de chistes idiotas. Comía solo. Dormía solo. Salvo por su perro, Batman, un labrador que movía las orejas para ambos lados siempre que lo veía llegar desde el jardín. No dormía adentro, tenía un jardincito donde hacía sus pozos sin reprimendas y a su antojo. Nunca le importó el pasto ni las flores ni las plantas a no ser por algunos cactus que atesoraba dentro del monoambiente. No tenía televisión, sólo una radio donde escuchaba a Dolina. Tenía libros, eso sí. Clásicos, contemporáneos. Los compraba en El Monje o en Moreliana cuando se escapaba a Quilmes. Compraba un libro por semana y leía un libro por semana desde hacía quince años. A veces miraba las ofertas de los vendedores ambulantes que tiraban una manta. Había conseguido libros de Arlt, de Cortázar y hasta de Bolaño y Walter Lezcano. Una vez lo vio en una feria comprando una lámpara, pero no se animó a saludarlo. En un celular con tapita guardaba tres contactos, el de Charly, el de Carola y el de su madre. También llevaba una agenda donde dibujaba y de vez en cuando escribía algún poema sobre la soledad de los bajos fondos, con los trenes abandonados, las fábricas desoladas, esas grandes moles donde había trabajado desde que tenía veinte años. Nunca logró acostumbrarse al empalme continuo de las piezas, lo aburría soberanamente, pero aguantaba, porque no podía vivir con su madre. Desde chico había dejado el nido, y a pesar de que costaba la soledad, la monotonía, se mantenía firme en su puesto hasta llegar a buen puerto y cambiar de vientos.

Saludó a la chica y salió a la calle, el puma ya no estaba y la mujer iba caminando arrastrando la cabeza del bebé por el asfalto, agarrándolo del brazo derecho, cantaba una canción de cuna gitana, muy bajito, que se esparcía junto con el calor que hacía alucinar.

Caminó para el sur, haciendo dedo, pasaron algunos autos hasta que el número quince, una camioneta con caja, lo levantó. Era una Ford F 100 que llevaba maderas y herramientas, venían de serrar algunos árboles para calefaccionar en el invierno o para venderlas al mejor postor. Vio a una mujer que tejía un suéter de mangas grises a través de la ventana, le llegaba una melodía ripiosa, tal vez era folklore. El hombre a su lado recibía los mates y los devolvía con una sonrisa o con una mueca, un rictus de verano. Abrieron la ventanilla y le comentaron hasta dónde iban. Lo acercarían a cinco kilómetros de Piedra del Águila. Sería un viaje de una hora en la caja. Encontró una manta y la usó de asiento. Intentó descansar, pero le venía a la mente el cuerpo de Carolina, por un momento se excitó, miró por la ventanilla y la mujer seguía en la misma posición, nadie miraba por el espejo retrovisor.

Después de comerse algunos baches y cambiar de dial la radio, la mujer ya había terminado el suéter y saltaba de alegría, parecía joven, aindiada. Se despidieron con un saludo de mano y un muchas gracias que no llegó a oírse.

Néstor no tenía contradicción, por primera vez en su vida no estaba contrariado, sabía hacia dónde se dirigía e iba con todas sus fuerzas. Restaban cinco kilómetros. Tenía agua y cigarrillos, el café todavía hacía efecto, la tarde no había caído, las estrellas ya habían salido y la luna se asomaba por el este. Los aullidos de los lobeznos no lo aterrorizaron, al contrario, le dieron ternura. Una lechuza sobrevoló unos postes de luz.

Caminó a trancos largos y en media hora ya estaba en el pueblo viendo a los habitantes introspectivos, muchos reían de chistes absurdos, dilataban el tiempo entre sermones que no tenían explicación. Llegó a otra gasolinera llamada “El águila roja” y compró agua, un pancho y un turrón y se sentó mirando las piedras con sus nidos, pero claro, no se veía ningún águila. La farsa, pensó.

Abrió el teléfono con tapita y vio un mensaje de Charly. Decía que lo esperaba en la cafetería “Las águilas también son la piedra”, que estaría ahí por dos horas, tomando un Latte y leyendo poesía, estaba leyendo un libro finito de Neruda, que cualquier boludo habría leído en su juventud. Néstor estaba harto de Neruda y sus versos flacos, aunque había visto una película muy interesante que lo había hecho cambiar de parecer al menos de su figura, era una gran figura dentro de las letras latinoamericanas eso no cabía duda.

El séptimo arte siempre resucita a algún cadáver que quedó inmortalizado en la nieve. Anotó en su agenda el día, aunque tenía el celular, no perdía esa manía.

Sacó el libro de Pessoa que llevaba en la mochila, leyó un par de párrafos, subrayó, comió tranquilo, terminó de tomar el agua, después el pancho y por último el turrón. Lo esperaba Charly, lo esperaban los bosques, donde los árboles caídos también lo son. Lo esperaban las filtraciones del sol, las hachas, las rachas de sudor, los camiones, el vino, todo eso, que de alguna manera había soñado, al menos, por una temporada, después vería. Tenía el libro de Fernando Pessoa. Nada podía salir mal. Iba hacia el sur, lo demás se vería con el tiempo.