Textos de autor

En defensa del error, por Kathryn Schulz

«Me enfurece equivocarme cuando sé que tengo razón».
Molière

¿Por qué nos gusta tener razón? Como placer, al fin y al cabo, es de segundo orden como mucho. A diferencia de muchos otros deleites —comer chocolate, surfear, besar— no goza de acceso directo alguno a nuestra bioquímica: a nuestros apetitos, a nuestras glándulas suprarrenales, a nuestro sistema límbico, a nuestro sensible corazón. Y sin embargo el regustillo de tener razón es innegable, universal y (tal vez lo más curioso de todo) casi enteramente indiscriminado.

No podemos disfrutar besando a cualquiera, pero podemos estar encantados de tener razón acerca de casi cualquier cosa. No parece que cuente mucho lo que esté en juego; es más importante apostar sobre qué política exterior se va a seguir que sobre qué caballo va a ganar la carrera, pero somos perfectamente capaces de regodearnos con ambas cosas. Tampoco cuenta de qué va el asunto; nos puede complacer igual identificar correctamente una curruca de corona anaranjada o la orientación sexual de un compañero de trabajo. Y lo que es todavía más extraño, puede gustarnos tener razón incluso acerca de cosas desagradables: por ejemplo, la bajada de la Bolsa, el final de la relación de pareja de un amigo o el hecho de que, por la insistencia de nuestro cónyuge, nos hayamos pasado quince minutos arrastrando la maleta justo en sentido contrario al hotel.

Como la mayoría de las experiencias placenteras, no es posible acertar siempre. A veces somos nosotros los que perdemos la apuesta (o el hotel). Y a veces, también, nos acosa la duda sobre la respuesta o la actuación correctas, una preocupación que a su vez refleja lo apremiante que es el deseo de tener razón. No obstante, en conjunto, nuestra indiscriminada satisfacción por tener razón viene a ser igualada por la sensación, casi tan indiscriminada como ella, de que tenemos razón.

Ocasionalmente, esta sensación pasa a primer plano, como cuando discutimos o evangelizamos, cuando hacemos predicciones o apuestas. Sin embargo, la mayoría de las veces no es más que un telón de fondo psicológico. Muchísimos vamos por la vida dando por supuesto que en lo esencial tenemos razón, siempre y acerca de todo: de nuestras convicciones políticas e intelectuales, de nuestras creencias religiosas y morales, de nuestra valoración de los demás, de nuestros recuerdos, de nuestra manera de entender lo que pasa. Si nos paramos a pensarlo, cualquiera diría que nuestra situación habitual es la de dar por sentado de manera inconsciente que estamos muy cerca de la omnisciencia.

Para ser justos, esta serena fe en que tenemos razón está a menudo justificada. La mayoría nos manejamos bastante bien en el día a día, lo cual indica que de forma rutinaria tenemos razón sobre muchas cosas. Y a veces no solo de forma normal sino espectacular: sobre la existencia de los átomos (postulada por pensadores de la Antigüedad miles de años antes de la aparición de la química moderna); sobre las propiedades curativas de la aspirina (reconocidas desde el año 3000 a. C. por lo menos); en haberle seguido la pista a aquella mujer que te sonrió en el café (ahora tu esposa desde hace veinte años). En su conjunto, estos momentos de acierto representan los puntos más altos del empeño humano y al mismo tiempo son fuente de innumerables pequeñas alegrías. Confirman nuestra sensación de que somos listos, competentes y fiables y estamos en armonía con nuestro entorno. Lo que es más importante, nos mantienen vivos. Individual y colectivamente, nuestra existencia misma depende de la capacidad que tengamos de llegar a conclusiones correctas acerca del mundo que nos rodea.

En pocas palabras, la experiencia de tener razón es imperativa para nuestra supervivencia, gratificante para nuestro ego y, por encima de todo, una de las satisfacciones más baratas e intensas de la vida.

Si nos encanta tener razón y lo consideramos nuestro estado natural, se puede imaginar cómo nos tomamos el equivocarnos. Por una parte, solemos verlo como algo raro y estrambótico, una inexplicable aberración en el orden natural de las cosas. Por otra, nos hace sentirnos idiotas y avergonzados. Como el examen que nos devuelven lleno de anotaciones en rojo, equivocarnos nos hace encogernos y hundirnos en el asiento, hace que se nos caiga el alma a los pies y perdamos los estribos. En el mejor de los casos lo consideramos como un fastidio, en el peor como una pesadilla, pero en uno y en otro —y a diferencia de ese pequeño arranque de júbilo de cuando se acierta— nuestros errores se nos antojan deprimentes y embarazosos.

En nuestra imaginación colectiva, el error se asocia no solo con la vergüenza y la estupidez, sino también con la ignorancia, la indolencia, la psicopatología y la degeneración moral. Resumió muy bien esta serie de asociaciones el científico cognitivo italiano Massimo PiattelliPalmarini, quien observó que erramos (entre otras cosas) por “desatención, distracción, falta de interés, deficiente preparación, genuina estupidez, timidez, fanfarronería, desequilibrio emocional […], prejuicios ideológicos, raciales, sociales o chovinistas, así como instintos agresivos o embusteros”. En esta visión, notablemente desesperanzada —y es la habitual—, nuestros errores son prueba de nuestros defectos sociales, intelectuales y morales más graves.

De todas las cosas en las que nos equivocamos, puede que sea esta idea del error la que encabece la lista. Es nuestro meta-error: nos equivocamos acerca de lo que significa equivocarse. Lejos de ser un signo de fallo moral, es inseparable de algunas de nuestras cualidades más humanas y honorables: la empatía, el optimismo, la imaginación, la convicción y la valentía. Y lejos de ser señal de indiferencia o intolerancia, es una parte vital del modo en que aprendemos y cambiamos. Gracias al error podemos revisar nuestra manera de entendernos a nosotros mismos y enmendar nuestras ideas sobre el mundo.

Dada esta relevancia para nuestro desarrollo intelectual y emocional, el error no debiera ser un bochorno ni puede ser una aberración. Al contrario, el error es una ventana abierta a la naturaleza humana normal, a nuestras imaginativas mentes, a nuestras ilimitadas facultades, a nuestras extravagantes almas.

Esta idea no es nueva. Paradójicamente, vivimos en una cultura que desprecia el error y al mismo tiempo insiste en que es fundamental en nuestras vidas. Reconocemos esa relevancia ya en la manera en que hablamos de nosotros mismos; por eso cuando cometemos errores nos encogemos de hombros y decimos que somos humanos. Igual que en las expresiones proverbiales “lento como una tortuga” o “astuto como una serpiente”, nuestra especie es sinónima de meter la pata. Esta propensión innata a errar es reconocida en casi todas las descripciones religiosas, filosóficas y científicas de la personalidad.

Tampoco son los errores, en estas descripciones, simplemente rasgos superficiales o rarezas pasajeras, como el hipo, las uñas o el déjà vu. Mil doscientos años antes de que René Descartes escribiera su famoso “pienso, luego existo”, el filósofo y teólogo (y finalmente santo) Agustín escribió “fallor ergo sum”: yerro, luego existo. En esta formulación, la capacidad de entender mal las cosas no solamente forma parte del hecho de estar vivo, sino que en cierto modo es prueba de ello. Para Agustín, equivocarnos no es solo lo que hacemos. En cierto sentido profundo, es lo que somos.

Kathryn Schulz. Periodista y escritora estadounidense. Autora del libro En defensa del error: Un ensayo sobre el arte de equivocarse.

*Artículo editado y extraído de la primera parte del libro En defensa del error, de Kathryn Schulz