Narrativa

Buceo, un relato de Fernán Correale

Publicado por Fernán Correale

Bajando del taxi, completamente borracho, dirigió sus pasos entre la neblina al bar de siempre. La esquina dónde las putas movían las piernas a las tres de la mañana y los bandoleros ardían entre rencores del pasado, acompañados por una cerveza que se entibiaba.

Pidió un whisky y se acodó en la barra con el pelo semi mojado, después de haber pasado al baño y tomado unas cuantas pastillas para calmar la ansiedad y los temblores. Miró sus ojeras, sus manos agrietadas, ningún rastro de marcas indecentes, ningún rastro de sangre. Recordaba a Julieta gritando tirada sobre el sillón de tres cuerpos, las lágrimas manchadas por el rímel, la pollera transparente o beige, las redes negras. Estaba tan hermosa, tan única aquella noche del demonio. ¿Por qué siempre vuelven las lagunas estériles y etílicas? Cuando sólo quiero salir a divertirme un poco. Pidió un JB entre sonrisas pardas con los bármanes.

—¿Esta noche viniste solo, corazón?— le preguntó una rubia de ojos celestes que tomaba un Campari, perdida entre los espejos del salón.

—Nunca puedo venir solo— contestó, a manera de broma, mientras vio el reflejo de su ceño fruncido y lo omitió rápidamente—. ¿Cuantos años tenés?— preguntó él sin saber que eso podría llegar a ofenderla y más si llegaba a ser menor, cosa que no parecía en lo absoluto, más por sus cejas pintadas de azul o gris, no se distingue mucho nada en un bar, salvo por el olor, el olfato es lo único que te marca si estás frente a una mujer única o si simplemente estás en frente a una mujer común, si eso pudiera llegar a existir.

Sintió que le caminaba un bicho por la nuca, pensó que era un arma, se dio vuelta brutalmente, y con la mano rascó la zona. Ella se reía como sólo se ríen las mujeres en las películas de Nueva York o Buenos Aires. Mostrando todos los dientes, iluminó el bar de mala muerte, el bar de siempre, el bar de las putas a las tres de la mañana, moviendo sus piernas.

—¿Sos escritor?— le preguntó—. Tenés cara de ser escritor, o, en el peor de los casos, al menos, locutor de radio, de alguna radio donde pasen jazz o rap, ¿escuchas rap?.

—Soy un asesino a sueldo— le dijo—, y vine a gastarme el sueldo anticipado en un JB y algunas putas para olvidarme a quién tengo que gatillar.

Ella se puso seria, apuró el Campari y se miró el pelo rubio en el espejo.

—Yo soy actriz— dijo ella de repente, como si no hubiera escuchado una sola palabra o le pareciera un mal chiste—. Actúo en varias obras de teatro under de los teatritos que ves en la Calle Corrientes. Ahí vivo, ese es mi verdadero hogar, acá sólo vengo por hobbie y para cazar a algún solterón que sepa disparar el gatillo.

Él empezaba a cansarse y sentirse de mal humor. Quería fumar un cigarrillo y salió al recinto del bar a fumarse un tabaco rubio, escoltado por la rubia de labios carnosos, de tetas redondas y perfectas.

—Dame uno— le dijo ella—, dame dos, mejor.

Acordaron que tres era un mejor numero. Tres tiros podría darte, pensó él de súbito, pero borró el pensamiento en un instante. Sacó el paquete de Lucky Strike y fumaron en silencio mirando la luna que iluminaba a las prostitutas que recorrían la esquina bailando y gritándoles a los pocos autos que pasaban.

Transpirado y sin oxígeno, se levantó. Otra vez estaba soñando que era asesino. La habitación estaba casi a oscuras, con las cortinas abiertas. Se filtraba un poco de luz artificial de la calle. El ruido insonoro de la muchedumbre se perdía tras los postes de electricidad. El cuarto estaba rodeado de libros y papeles tachados, impresos. Libros de literatura argentina y literatura estadounidense y europea por todas partes, los cuadros de sus escritores favoritos desfilaban sin ningún tipo de orden. Acercó el cenicero, dio una calada a un cigarrillo que estaba a medio prender. Tomó un vaso de agua y se quedó mirando a las prostitutas de la esquina. Eso no había cambiado, siempre había prostitutas, gracias a dios, como le gustaba decir. Qué sería sin las prostitutas, fieles compañeras felinas que escuchaban a cualquier poeta sus pelotudeces, sus males de amor, en el peor de los casos, o prestaban oído para que recite algún poema flaco, quijotesco, dantesco.

Prendió la máquina y empezó a teclear el sueño, preciso, imborrable. Apurando el cigarro y calentando una pava para el café, escuchaba la risa de la rubia, como un talismán, como un premio austero. Buscó los anteojos para ver mejor. Ya casi ni veía de tanto alcohol que tomaba, siempre un whisky antes de acostarse y antes de levantarse. Lo tenía en la repisa, al lado de los libros de literatura europea. El departamento guardaba un orden extraño, fiel a las manías de Dante, un escenario digno de El Greco. El jardín de las delicias colgaba frente a su cama, nada mejor que perderse en los detalles de ese cuadro milenario para poder conciliar el sueño.

Después de tomar el primer café de la noche, sirvió un poco de whisky. Ya con mejor ánimo se acercó a la ventana, sacó una foto de la rubia, una prostituta que se reía en una esquina. Era la foto numero treinta. La colgó en la pizarra. Le gustaba jugar al detective, o coleccionar fotos de mujeres hermosas. Ella ya sabía que todos los días él le sacaría una foto. A veces posaba en broma. Era un juego que tenían. Tipo tres de la mañana despacharé al último cliente y escucharé sus pisadas por la escalera que rechina, de madera gastada, esperando a que abra la puerta de una maldita vez, para lograr, de una vez por todas, cumplir mi objetivo primigenio. No por algo dicen que los sueños pueden volverse reales, pueden sentirse de tal manera que ya no puedas volver a sentir nada. Sumergirme de una vez y para siempre en ese cuadro, sólo pido que la luna me acompañe.

                   Imagen: pixabay