Narrativa

Caos de muerte, un relato de Claudia Almaraz

El rumor provocado por el impacto de gotas de café que caen contra el piso de madera de ébano, una vez que el líquido se ha desplazado hacia la orilla de la mesa, era lo único que adornaba el vacío sonoro con que la ausencia de mis palabras asfixió el ambiente del balcón: mientras leía el periódico, golpeé descuidadamente la taza con mi codo: ésta rodó un poco, pero no lo suficiente para descender por efecto de la acción gravitatoria a pesar de que su borde miró hacia el piso con curiosidad: ¡ojalá mi ciudad hubiese tenido la misma suerte de mi taza! La noticia que leía, cuya impresión fue origen del accidente matutino, narraba que la vida que le daba a mi ciudad el conjunto de sus construcciones suntuosas había sido derribada por el poder de un terremoto iracundo; la furia sísmica, despreciable y funesta, castigó el lugar en que nací con llanto, pavor, muerte y oscuridad: ocurrió durante la madrugada (a esa hora en que nadie espera, excepto dormir), por lo que, las personas, desprevenidas, en su mayoría perecieron. Se hablaba, tentativamente (¡cómo causa inquietud ese adverbio cuando se emplea en los intentos para dar una cifra exacta del número de cadáveres, vestigio fétido de lo viviente!) de más de veintidós mil personas cuya existencia se había convertido en nada; además, se advertía que las zonas norte y centro de la ciudad habían sido vestidas de perturbación mediante sus restos maltrechos; la zona sur, pese al desastre, todavía mantenía su integridad en un porcentaje pequeño.

El papel del periódico, que se deslizó entre mis dedos, se humedeció a causa del café derramado, de modo que, las letras de la noticia quedaron borrosas y convirtieron, de esa manera, en confusión las afirmaciones que reportaban: pese a ello, mi pensamiento continuó reproduciendo sus palabras con admirable exactitud.

Indudablemente quedé desalentado: me levanté de la silla, caminé hacia la barda del balcón, miré hacia la luz solar mientras mis manos se tocaban entre sí con ligereza. No hablé durante el resto de la mañana: persistió la mudez en mis labios y mi alma fue acompañada por el dolor y maltratada por la desgracia.

Imágenes vívidas se anidaron en mi recuerdo, imágenes que honraban con sus entrañables paisajes las formas que alguna vez dieron gloria a mi ciudad: pude sentir nuevamente (a través de la ficción que parecía real, quizá por la búsqueda de consuelo que en ese momento me era indispensable) cómo el clima cálido traspasaba mi piel; escuché la alegre algarabía de niños que corrían detrás de palomas en la avenida principal; olfateé el aroma del mole cocinado en los restaurantes típicos que rodeaban el emblemático jardín de aquella avenida; noté las caminatas apresuradas de las personas que procuraban llegar puntualmente; advertí el constante ruido con que las bocinas de los automóviles intercambiaban su desesperación; incluso, fui testigo de la labor materna que consistía en llevar hijos a la escuela; sin embargo, todo eso había encontrado la ruina en que deja de ser lo que es cuando todavía lo era.

Pensé en mi familia: lágrimas amargas acompañaron el pensamiento y el pensamiento me acompañó, sombrío y perverso, para asegurarse de que mi sufrimiento fuese, inevitablemente, cruel.

Yo me encontraba a mil trescientos trece kilómetros de distancia con respecto a ellos y a mi ciudad: nada podía hacer…: nada que fuera útil, nada que pudiese disminuir la aflicción; ciertamente, todavía podía llorar, pero mis sollozos, aunque sinceros, no ayudarían a nadie, ni siquiera sabía si podían ayudarme puesto que sólo empeorarían mi ánimo que ya estaba lastimado.

Recordé a mis amigos y pensé por qué razón y para qué propósito yo me había cambiado de residencia a una ciudad ajena en vez de estar en mi ciudad en aquel día tétrico: mi mudanza había finalizado tan sólo tres días previos. Comencé a contemplar la posibilidad de la intangibilidad de un destino, que se mostraba por medio de actos tangibles, pero no me pareció que hubiesen los suficientes fundamentos racionales para acoger al destino como dogma de fe: rechacé la idea. Finalmente, después de perder mi tiempo al considerar cosas inútiles en que se refugian aquéllos que no tienen criterio, retornó mi cordura, por lo que, concluí que una zona sísmica augura calamidades semejantes; asimismo, recordé que el terremoto acontecido se esperaba, según numerosos estudios, a partir de la segunda mitad del siglo pasado, por lo tanto, debía llegar el día en que la destrucción cobijara con su manto de fatalidad a mi ciudad: futuro inexorable, futuro siniestro.

No deseé llamar al hogar paterno: temía que el sonido del timbre fuese lo único que prevaleciera en la callada respuesta de mis familiares: preferí la espera aunque intuí que los segundos que transcurrirían para conformarla enfermarían un poco más mi dañada alma con el pútrido veneno de su incertidumbre.

Encendí el televisor, quizá a las cinco de la tarde, cuando la luz solar que había iluminado mi ser comenzaba a disiparse, así como se disipa la esperanza cuando la bondad que ampara la vida se ha desintegrado: la transmisión desnudaba las ruinas de mi ciudad cuyo esplendor pretérito había sido avergonzado y cubierto de ceniza: devastación era la única presencia reconocible. El caos de muerte (que se enseñoreó de todos los lugares citadinos, incluso de los más desolados) acechaba los espíritus de los hombres para dejarlos postrados por el desaliento que esclaviza en medio de la aridez de la certeza y de la infertilidad de la gracia, y vigilaba, con el fantasma de su hedor, el brillo de la vida humana para succionarlo: su negrura se diseminaba presuntuosamente en la atmósfera de mi ciudad.

Se estimaba que, según los cálculos estadísticos, los sobrevivientes, escasos, de la zona sur sucumbirían rápidamente si no se corregían las condiciones presentes; con la finalidad de enfatizar el peligro que sucedía al infortunio telúrico, el departamento de Protección Nacional contra Desastres Naturales enumeró diversas posibilidades que ponían en riesgo las vidas de aquéllos que se habían librado de los riesgos del terremoto: en primer lugar, los alimentos, en unos días, serían insuficientes para proveer a la población, lo cual desencadenaría hambruna (y, por consiguiente, el posterior deceso), así como actos vandálicos que propiciarían que aquél que no murió enterrado bajo los escombros o tragado por la tierra, fracturada por el movimiento de las placas tectónicas, moriría por la bala de una pistola; además, existía la posibilidad del desarrollo de enfermedades respiratorias como consecuencia de la contaminación con que las partículas de polvo, derivadas de las construcciones pulverizadas, y los rastros volátiles, resultado de los incontables incendios que fueron registrados en diferentes ubicaciones, habían infectado los cielos; asimismo, se temía el surgimiento de plagas desconocidas cuyo germen sería la pestilencia de los cuerpos en descomposición y para las que, evidentemente, no se había fabricado algún tipo de vacuna, sus letalidades tendrían la potestad de aniquilar íntegramente la vida en la ciudad; y la que resultaba más alarmante, a causa de su inminencia, era la réplica del movimiento tectónico que se presentaría como lo hace la calamidad, intempestiva y desdichada, en el tiempo en que la impotencia impera: estos cuatro factores eran las razones, sensatas y comprensibles del espanto y de la agonía que mataba en vida a aquéllos que no habían muerto.

Los servicios de rescate fueron insuficientes: en realidad, eran nulos, dado que, la catástrofe había consumido el orden, característico de la ciudad; por consiguiente, las probabilidades de salvar a las personas que, aunque sepultadas, permanecieran con vida eran inciertas.

Me levanté del sofá, nuevamente caminé hacia el balcón, contemplé la penumbra que envolvía a las alturas e imaginé que esa misma penumbra desolaba el destino de todos los citadinos. Lloré: fue irremediable: necesitaba desahogar el agobio que enfermaba mis entrañas: el quebranto había derrotado a mi voluntad de conservar mi ánimo apacible: innegablemente, encontré ridícula la resolución de mantenerme inamovible ante la caída de la ciudad en que crecí: mi verdadero hogar.

Una angustia sobrecogedora me dominó y sentí la frustración que amarga el deseo: comencé a caminar compulsivamente alrededor de la sala: a veces frotaba mis cabellos, despeinados por naturaleza y despeinados por la brusquedad de la frotación; otras tantas, colocaba mi mano izquierda sobre mis ojos porque pensaba que podría concentrarme con mayor eficacia si omitía los detalles coloridos que invadían mi visión; y unas más, rendido ante la magnitud del infortunado evento, me sentaba mientras mis pies, impacientes, golpeteaban el piso.

Pensé una vez más en mi familia: realicé estrictos cálculos mentales: reparé en dos escenarios presumibles en que ellos estarían a salvo: quizá estaba ilusionándome ingenuamente, no obstante, quise obstinarme a mi ilusión y a pesar de que nunca había creído en milagros, quise creer. Sabía que, tal vez, habían conseguido huir y refugiarse en un lugar provisional; también sabía que no debía continuar conteniéndome: en verdad, sentía terror por la idea de llamarlos, pero el martirio de la duda estaba causando estragos irreparables en mi carácter: tomé el teléfono, oprimí las teclas correctas y la llamada fue realizada: contuve la respiración en un suspenso terrible al mismo tiempo que mi corazón, con sus latidos incontrolables, aguardaba una respuesta…

Sobre Claudia Almaraz: Nació en una de las zonas con mayor abolengo de la ciudad de México un viernes 6 de Enero. Estudió durante algunos años la licenciatura en Composición en el Conservatorio Nacional de Música (CNM). Destacó en la ejecución del piano y se especializó en la interpretación del repertorio de la época del romanticismo. Estudia la licenciatura en Química en la Facultad de Química de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
Realizó una estancia de investigación en torno al desarrollo de muestras ambientales en el laboratorio de Biogeoquímica Ambiental del Instituto de Geografía y una más referente a la hidrogeoquímica de fuentes termales dentro del área de geoquímica del Instituto de Geofísica, ambos institutos pertenecen a la UNAM.
Fue finalista del Concurso Internacional “Todos somos inmigrantes” convocado por el Grupo Editorial Benma y del 67° Concurso Internacional de Poesía y Narrativa “Alianza de Palabras 2019”.
Recibió una mención de honor por parte del Instituto Cultural Latinoamericano (ubicado en Buenos Aires, Argentina) por su cuento “Cuando vuelan las moscas”.

Fotografía: Los Angeles Times