La gorda bajo la higuera, un cuento de Amelia Beatriz Bartozzi
Hoy me levanté temprano decidida a tirar basura: cosas, papeles, bolsas, cajas, zapatos viejos. Tiré de todo, hasta el arbolito de Navidad, que ya tenía sus años; dicen que hay que renovarlo cada siete, éste ya tenía más de quince. Así que “a la mierda con el árbol”, me dije. Y revolviendo y revolviendo encontré una caja vieja y destartalada llena de papeles y documentos. Me pudo más la curiosidad y tiré todo sobre la alfombra de mi habitación para ver qué era. Al revisar me di cuenta de que no eran papeles míos. Y en ese momento lo recordé todo. No sé cómo me quedé con esa caja; creía que la había devuelto hace años.
A los veinte trabajaba con un abogado en capital. Yo era algo así como su secretaria; hacía de todo, iba y venía de acá para allá con papeles y expedientes. No existían los celulares ni todos los medios tecnológicos de hoy día, ni computadora tenía; apenas una vieja máquina de escribir Olivetti. Tampoco había Internet, así que todo era mucho más complicado. Pero volviendo al relato, esa caja en particular guarda una historia singular. Mi jefe me había pedido que llevara esta caja -con todos esos papeles- a una casa en el barrio de Temperley. Ni conocía ese lugar; no sé ni cómo llegué. Creo que subí a varios trenes y colectivos. Era una tarde de sol abrasador. Cuando por fin aterricé en el lugar, me puse a buscar la dirección. Me costó bastante encontrar la casa –ahora acostumbrada a usar Google maps, me parece increíble-.
Al llegar a la casa, vi una señora muy gorda en el jardín, debajo de una higuera, estaba amacándose en una mecedora de esas de antes, de las que usaban las abuelas. Le sonreí y la saludé con la mano. Le pregunté si podía dejarle una caja con documentos que le enviaba el abogado para el que yo trabajaba. La señora tenía la mirada perdida, parecía no verme ni escucharme, así que no me contestó; ni siquiera dijo una palabra.
Había un pequeño cerco de madera que podría haber saltado para ingresar al jardín y acercarme a ella, pero no me animé a hacerlo –me criaron de una forma por demás respetuosa con la propiedad ajena-. Ya cansada de hablarle, y visto que no me contestaba, no me quedó otra que irme. Pero mi jefe me había dicho que era importante que entregara esa bendita caja, así que al día siguiente volví.
Me encontré de nuevo a la gorda meciéndose bajo la higuera. Otra vez volví a hablarle sin conseguir que me contestara; hubo un momento en que estuve por saltar el cerco -más que nada para zamarrearla un poco o darle un sopapo para que me viera-, pero me contuve y otra vez me volví con la maldita caja. Ya era tarde, así que me fui a mi casa –siempre con la caja a cuestas. Apenas llegué llamé a mi jefe para contarle lo que pasaba; él no entendía, insistía con que debía entregar la caja como fuera. “¿Otra vez a Temperley?”, me quejé y resoplé con bronca. No quería ir más a ese lugar, pero no tenía opción.
Esta vez estaba decidida a dejar la fucking caja –saltaría el cerco o la arrojaría si era necesario-, pero no pensaba volver con la caja. De ninguna manera. Cuando llegué, no vi a la gorda, tampoco vi su mecedora. No había timbre. Golpeé las manos, pero nadie salió. Las persianas de la casa estaban bajas y llenas de cagadas de palomas; todo tenía un aspecto de abandono y desolación. Me decidí y toqué timbre en la casa de al lado, de su vecina. Salió una señora de mediana edad, muy simpática; la saludé, le expliqué la situación, que una señora gorda siempre me miraba desde su mecedora, pero no me contestaba y le pregunté si podía dejarle la caja para que se la entregara a sus vecinos cuando los viera.
Todavía hoy recuerdo la cara que puso la pobre mujer; quedó como shockeada. Abrió los ojos grandes como plato y me miraba como si yo estuviera loca. Cuando pudo hablar, me dijo que en esa casa no vivía nadie, que estaba vacía desde hacía mucho tiempo. Yo no entendía nada. Pero lo peor fue cuando dijo que la última en morir fue una señora gorda que siempre se mecía bajo la higuera. “No puede ser”, le dije “si yo la vi dos veces, así como la estoy viendo a usted, señora”, agregué casi balbuceando. La mujer me miró como si hubiera visto un fantasma. Tragó saliva y no dijo nada. Luego se metió en la casa y me cerró la puerta en la cara.
Me di media vuelta, siempre con la caja a cuestas, y volví a casa. Nunca más volví.
Fotografía: Pixabay