Textos de autor

Los Niños de Dios, o el “cristianismo” sexual

A finales de 1973, yo tenía 14 años y estudiaba tercero de bachillerato en el colegio de la Universidad Libre en el Pie de la Popa.

Todas las tardes que salíamos temprano, poco antes de las 4, nos veníamos caminando hasta una pequeña cafetería en el cuarto piso de un edificio que estaba al lado del Correo Aéreo, en la Carrera 9 de La Matuna, donde tomábamos jugos baratos y tinto o aromáticas gratuitas, por cortesía de un grupo cristiano que intentaba agrupar a los adolescentes con ese sitio de encuentro.

Allí siempre sonaba La montaña de Roberto Carlos o la versión en español de Jesucristo superestrella, en un pequeño tocadiscos con más ruido que sonido.

Una tarde de septiembre vi a una muchacha más o menos de mi edad, trigueña, de cabello negro e increíblemente largo y sedoso, unos preciosos ojos verdes y piernas larguísimas que la diminuta minifalda que llevaba puesta dejaban ver en todo su esplendor.

La vi varias tardes hablando con muchachos mayores que también acudían al pequeño cafetín, pero nunca me atreví a dirigirle la palabra, a pesar de la sonrisa abierta que mostraba siempre y la cálida dulzura de su voz.

Un jueves salimos del colegio a las 3 de la tarde, por la ausencia del profesor de religión, y me fui con un amigo para el cafetín, aunque pensábamos que no habían abierto. Cuando entramos, sólo estaban el muchacho pálido y flaco que atendía y la hermosa muchacha de la que sólo sabía que se llamaba Sandra.

Me senté en la mesita de al lado y ella me mostró la sonrisa más hermosa que había visto en mi vida.

—¿Cómo te llamas?—me preguntó suavemente, mientras se pasaba la lengua por los labios.

—Germán—le contesté.

—Germán, ¿alguna vez has oído hablar de Los Niños de Dios?—volvió a preguntarme.

—No, nunca—volví a contestarle.

Entonces me habló de la gran familia cristiana a la que pertenecía, y que ellos creían que el amor era la solución a todos los problemas del mundo, que vivían en un lote cerca de Turbaco, muchachos y muchachas como nosotros, que se habían  ido de su casa y allí compartían el amoroso mensaje de Cristo.

Me dejó dos folletos mimeografiados que hablaban de Cristo, del amor y del fundador del grupo, un estadounidense llamado David Berg, que escribía mensajes donde interpretaba pasajes bíblicos del Antiguo y Nuevo Testamento.

—Mañana, si quieres, hablamos otra vez—se despidió con un cálido beso en mi mejilla, muy cerca de mi boca.

Pero no volví más, porque leí esa noche los folletos que me había dejado y me imaginé esa finca de Turbaco llena de adolescentes en ropas ligeras correteando de un lado a otro en nombre de Cristo, a muy pocos pasos de un abismo de perdición.

Durante seis meses, a pesar de las limitaciones que le imponen a uno los 14 años, busqué en las escasas bibliotecas que existían en la ciudad, entre ellas una en pleno centro del Parque del Centenario, pregunté a mi profesor de religión y al cura de Santo Toribio para averiguar sobre “Los Niños de Dios” y al cabo de ese tiempo reuní un expediente con buena información.

En una revista LIFE en español de 1971 encontré un artículo de seis páginas sobre David Berg y su secta religiosa.

Según la revista, Berg nació en California en 1919 y fue criado en un ambiente cristiano evangélico, pero de niño fue abusado sexualmente por adultos hombres y mujeres. La revista citaba a un primo suyo para afirmar que a los siete años había practicado juegos sexuales muy crudos con otra prima, y a los diez, su obsesión por el sexo era tal que se masturbaba hasta diez veces al día.

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David Berg, pastor de la secta Children of God (hijos de Dios)

Tras unas pocas líneas sobre su adolescencia, el artículo decía que se había casado en 1944 con una mujer llamada Jane, tuvieron cuatro hijos, que años antes había sido ordenado ministro y fue pastor de una iglesia evangélica, pero lo despidieron, lo que él atribuía a sus sermones políticos que hablaban de integración étnica, aunque el mismo primo que sirvió a la revista de fuente sobre su niñez dijo que la verdadera causa fue su relación con una mujer que hacía parte de la congregación.

Al ser retirado de la iglesia, Berg comienza a criticar fuertemente lo que él llama el “sistema hipócrita de la iglesia” y decide fundar con su esposa y sus hijos un grupo cristiano, cuya actividad proselitista se hacía en giras por distintas ciudades.

En 1968, se mudó a Huntington Beach (California) y empezó una intensa labor para reclutar adeptos, usando para ello a sus hijos adolescentes, que eran atractivos y simpáticos. Un buen número de jóvenes esclavizados por la droga, acudieron a Berg y se incorporaron a sus caravanas, durmiendo en tráileres o en carpas donde los cogiera la noche, hasta que adquirieron un rancho cerca de Thuber (Texas) en 1970, en el que un año después un reportero de LIFE los entrevistó y los bautizó como “Los Niños de Dios”.

Miles de hombres y mujeres jóvenes dejaron sus trabajos, educación, familias y todas sus posesiones materiales para unirse a los Niños de Dios en Estados Unidos, Canadá, Inglaterra y otros países de Europa y América Latina.

Cuando la secta estaba en su más reluciente apogeo, empezaron las versiones sobre presuntos actos sexuales entre sus miembros, incluyendo a los menores de edad. Berg se “casa” de nuevo con una joven discípula llamada Karen Zerby, y comienzan a aparecer los sermones religioso-sexuales, llamados “Cartas de Mo”, algunos de cuyos fragmentos eran incluidos en los folletos como los que Sandra me había regalado.

Una de las más fuertes acusaciones contra Berg y la secta era que utilizaban a mujeres muy jóvenes y preciosas para seducir a personajes importantes y adinerados, con el fin de hacerlos miembros y recibir cuantiosas contribuciones económicas. Lo investigaron, nunca estuvo preso y al parecer su grupo siguió funcionando sin problemas.

Durante más de 25 años no volví a escuchar una palabra sobre Los Niños de Dios, ni sobre su peculiar pastor David Berg. Hace unas semanas, por pura casualidad, buscando información sobre el significado del “diezmo” para varias iglesias cristianas, me encontré un artículo sobre Berg. Supe que había muerto a finales de los 90 y que su grupo cambió radicalmente de proclamas y de nombre.

Ahora se llama La Familia Internacional y sigue proclamando y compartiendo lo que llama “El mensaje de amor a Dios”. En su página web hay algunos de los antiguos sermones de David Berg.

¿Seguirán como entonces los muchachos y muchachas, guitarra en mano, acercándose a la gente en la calle y gritando: “Te amamos”, “Vamos a disfrutar el amor de Cristo”?

Folleto escrito por Maria y David Berg, con explicita incitación al sexo.