Raphael, en Logroño: el concierto del despertar
Escrito por Eduardo Viladés
Me mira en derredor y, sin pretenderlo, aniquila el personaje que me invento cada día para engañarme a mí misma. El abuelo no abarca. Profundiza. Su memoria admite la sonrisa deparada por el recuerdo, pero no teme la frialdad de un análisis distanciado. Ambas posibilidades sólo son verosímiles a partir de un conocimiento de lo que sucedió en esos años sesenta que vuelven a su memoria como por ensalmo.
Ayer le dije que le llevaría el próximo 18 de octubre al concierto de uno de sus ídolos, Raphael, en la plaza de toros de Logroño. No sé si entendió lo que le dije, pero esbozó una sonrisa y agitó las manos en señal de aplauso. Para Raphael, el último concierto siempre es el primero. Para el abuelo será el espectáculo de su vida; estoy convencida de que su mente navegará a mil por hora en su interior y se retrotraerá al verano de 1962 y a los acordes de Llevan, la canción por la que el Niño de Linares ganó el Festival de Benidorm. Justo ese día se declaró a Elvira, el amor de su vida, a quien llevaría tiempo después al cine para disfrutar de Las gemelas.
El abuelo era marinero y recorrió medio mundo. Como Raphael, cuya valía ha sido reconocida desde Italia hasta Japón. En el país del Sol Naciente, por ejemplo, consiguió llegar a número uno con Escándalo. En Tokio, precisamente, el abuelo vivió a mediados de los ochenta. Terminó bastante cansado del férreo carácter local. Su carácter contumaz y ágil no tenía nada que ver con las normas niponas. El abuelo no admitía las reglas ni las normas, digamos que era un sociópata adorable para quien trabajar era una condena, le gustaban las conversaciones a trompicones, gestadas a golpe de ametralladora verbal, sin orden ni concierto, transgresoras. Charlas interminables con Mi gran noche, Digan lo que digan o El Tamborilero como banda sonora.
Disfrutaba de los éxitos de su ídolo, de su paso por el Carnegie Hall, Paramount de Nueva York, la Opera House de Sídney o el Olympia de París, sin contar las centenares de puestas en escena en los estadios de fútbol de las principales capitales del mundo, una carrera que llevó a Raphael a ser uno de los cuatro artistas españoles que posee un disco de uranio por sobrepasar los 50 millones de álbumes vendidos a escala mundial.
Eso sí, en la intimidad, sencillez ante todo. Sólo es sabio quien es humilde, ha declarado Raphael muchas veces. El abuelo era igual. Empleo el pasado porque el abuelo ya no está, al menos no permanece en el sofá la versión que bailaba Yo soy aquel o Hablemos del amor agarrado de la cintura de su mujer. Combinaba las canciones de Raphael con algunas de Julio o Camilo, quienes alcanzaron el estrellato más tarde, envalentonados por el éxito del de Linares. Precursor, siempre precursor, como el abuelo.
Sólo espero que este viernes 18 de octubre, a las nueve y media de la noche, el abuelo regrese de su mundo de nunca jamás gracias a la magia de su ídolo. Estoy segura de que la gira Victoria le gustará, la emoción y la autenticidad se fusionarán en una gala sin precedentes, como lleva sucediendo en varias ciudades españolas desde mayo de este año. Antes, en casa, le pondré alguna melodía de Elvis, Gardel y Edith Piaf, cantantes a quienes también admira Raphael. Servirán de revulsivo para que despierte y disfrute de su héroe. Porque, aunque cueste decirlo, casi con toda probabilidad será su último concierto.