La añoranza hecha ballet, por Eduardo Viladés
Publicado por Eduardo Viladés
Mi padre se llama Klaus y de joven era un hombre muy guapo, alto, estiloso, siempre vestido con su traje almidonado con corbata a juego. No había mujer en el pueblo que alguna vez en su vida no hubiese sentido una especial atracción por él, aunque fue Helena la que se llevó el gato al agua para envidia de todas sus amigas, quienes no daban crédito cuando aquella noche de verano Klaus la sacó a bailar en la verbena de Santa Quiteria. Estuvieron siete años de novios y se casaron en San Petersburgo, donde reposan las cenizas de mi madre desde que murió hace 24 meses.
Ocho de la tarde del 17 de diciembre de 2021 en el palacio de congresos de Logroño. Me acompaña Eduardo, especialista en música rusa de finales del siglo XIX, la compañía perfecta para disfrutar de El cascanueces, uno de los títulos más populares del ballet clásico. Su atractiva escenografía, la magia de la historia, el deslumbrante vestuario, el encanto de sus personajes y la brillante música de Tchaikovsky lo han convertido en un clásico navideño para todos los públicos. La obra se estrenó también un 17 de diciembre, pero de 1892, en el Teatro Mariinsky de San Petersburgo, con la coreografía de Marius Petipa. Se trata de un delicioso cuento de hadas acerca de la infancia perdida, el contraste entre los sueños y la realidad, el pasado, lo que pudo ser pero se quedó en una simple ilusión, la inocencia de los niños, para quienes sólo importa el hoy, jamás el ayer ni el mañana…
Yo mismo me sorprendo al poner en palabras que mi madre ya no está. Puede que sea porque pienso que estas líneas, confeccionadas en la soledad de mi hogar moscovita, nunca las leerá nadie y me siento menos indefenso de lo que podría estar en caso de proclamarlo a los cuatro vientos. No pensaba que la pérdida sería un sentimiento tan terrible y profundo, como una costra que no cicatriza. De la noche a la mañana, no tenía a quien llamar por la noche y contarle mis problemas, desapareció de un plumazo esa persona a la que chillas y maltratas constantemente y, sin embargo, amas con todas tus fuerzas.
Desde que mi madre falta mi padre está como ausente. Dicen que no existe la felicidad con mayúsculas, la felicidad constante. En cierto sentido, sería muy pesado vivir en un estado perpetuo de paz y alegría porque después no seríamos capaces de apreciar los momentos en los que realmente podemos afirmar que estamos contentos. Supongo que con mi padre me pasa algo parecido. Quizá es un modo de engañarme a mí mismo y pienso que los segundos en los que vuelve a mi lado y me escucha y esboza una sonrisa o me cuenta alguna batallita de su pubescencia equivalen al concepto de felicidad que tenemos todos. Vive lo que yo denomino instantes de luz. Va y viene, como el fuego de una vela azotada por una ráfaga de viento o las tintineantes luces del árbol de Navidad gigante que preside el escenario en Riojafórum…
El cascanueces nos muestra la añoranza por la infancia perdida a través de la aventura navideña de María, una niña que recibe un muñeco cascanueces de regalo el día de Navidad. A lo largo de la noche, la pequeña comprueba asombrada cómo todo a su alrededor comienza a crecer y los muñecos cobran vida. La arrastrarán a participar en divertidas y bélicas travesuras hasta descubrir un mundo mágico lleno de adorables personajes. ¿Sueño o realidad? Sin duda, un clásico atemporal con toda la belleza del ballet romántico.
Hace unos meses aproveché esos instantes de luz en los que mi padre volvía a mi lado para anotar sus deseos en un bloc de notas. Como la María de la obra de Tchaikovsky le pedí que enumerase algunos lugares a los que había ido a lo largo de su vida con mamá porque quería traerle un álbum de recuerdos para que se acordara de todos nosotros y, especialmente, de su mujer. Me costó recopilar toda la información porque la frecuencia con la que regresaba era cada vez menor, aunque al final lo conseguí. Al menos, logré esbozar una pequeña ruta. Parecía un panfleto turístico de esos que venden en las agencias de viajes, con lugares imprescindibles y otros de segunda categoría que daba miedo observar.
Una mañana de principios de enero me embarqué en coche desde nuestra casa de Moscú hasta San Petersburgo. El viaje se me hizo eterno, me sentía como un adolescente que tiene que escribir un artículo para el periódico del instituto. La tripa me daba vueltas como una lavadora centrifugando y sentía nauseas. Tuve que parar en varias áreas de servicio para airearme y beber un poco de manzanilla. Cuando era niño, el viaje hasta el norte de Rusia era un suplicio, matábamos las horas escuchando siempre los mismos comentarios de mi madre sobre sus vecinos, el río, la iglesia y la plaza mayor. Después de pasar la noche en un hostal barato construido en los tiempos de Lenin, a la mañana siguiente subí hasta Villa Constanza, la casa donde se había criado mi madre. Se hallaba en lo alto de la ciudad, a la derecha de la iglesia de Nuestra Señora de la Luz, un templo de estilo gótico en el que solía jugar con mi hermano cuando éramos pequeños. La casa estaba en ruinas desde que la abandonaron a finales de los años 60 porque mi abuela no podía permitirse el lujo de pagar a quienes la cuidaban en invierno. Desde aquel momento nadie se había hecho cargo de ella y la naturaleza se había abierto camino entre las vigas y paredes del viejo caserón.
El Teatro Estatal de Ópera y Ballet de Georgia es todo un símbolo en la cultura de ese país. Construido bajo la dirección del arquitecto italiano Antonio Scudieri, se inauguró el 12 de abril de 1851. Desde 2004, Nina Ananishvili es la nueva directora artística. En sus cinco primeras temporadas, ha puesto en escena 28 ballets y cinco miniaturas, además de incorporar nuevos estilos coreográficos que van más allá del clásico. Por lo tanto, es todo un lujo disfrutar en Logroño de la representación de El cascanueces. Tanto Eduardo como yo estamos encantados de la gracilidad de los movimientos de los artistas, la delicadeza del libreto y la soberbia disposición del decorado. Entre los primeros bailarines que suelen actuar con la compañía se encuentran Ángel Corella (ABT), Andrei Uvarov, María Alexandrova, Morihiro Iwata, Karim Abdulim, (Bolshoi de Moscú), Sergey Filin (Teatro de Stanislavsky y Nemirovich − Danchenko), Igor Zelensky, Irma Nioradze (Teatro Mariinsky), Tamara Rojo, David Makhateli (Covent Garden) o Elena Glurdjidz (English National Ballet).
Pasé un par de días en San Petersburgo. Cuando mi padre estaba lúcido, mi hermano me llamaba e intentaba contarle los pormenores de mi viaje. Apenas hablaba, pero se reía y mi hermano decía que cuando le mencionaba determinado sitio, como el Museo del Hermitage, sus ojos chisporroteaban.
Realizar ese viaje me sirvió de mucho. En los tiempos muertos entre localidad y localidad ordenaba mis pensamientos e intentaba visualizar, como si se tratara del anuncio de una película, lo que habían vivido mis padres en esos parajes. Si me atoraba, bebía media botella de vodka para recuperar el brío. Soy ruso, es lo normal. Componía una escena perfecta, con los títulos de crédito, los personajes principales y secundarios y hasta la banda sonora…
Sentirse bien todo el tiempo es una utopía, así que vivimos pequeños instantes de felicidad que, mezclados en una especie de coctelera interior, nos indican si tenemos una vida medianamente agradable. Es lo que hacía con mi padre. Hace mucho tiempo que se fue pero, de vez en cuando, vuelve a encontrar las llaves de casa en algún rincón de su memoria, abre la puerta de par en par y está conmigo un ratito. Desde que falta mi madre esas ausencias son mucho mayores. Puede retroceder a los años cincuenta, mezclar a su abuela con mis hijos o rememorar de repente algo que sucedió hace apenas tres meses. Así me sentía contemplando el ballet, volvía a un pasado que me costaba recordar…
El cascanueces se estructura en dos actos. Unos 50 años después de su estreno Walt Disney utilizó parte de la música en su película Fantasía. A la gente le gustó el filme y comenzó a interesarse por la pieza del compositor ruso, hasta el punto de que se trata de uno de los ballets más representados de la historia junto con La bella durmiente y El lago de los cisnes. La pasión por la historia creció cuando el montaje de El cascanueces de George Balanchine fue televisado a finales de 1950.
Cada vez que mi padre visita mi mundo y deja por unos segundos su universo, aprovecho para acumular ideas y anécdotas que, al llegar a casa, plasmo en un cuaderno. No sé si esa lluvia de sensaciones se convertirá en un monólogo, una tragicomedia con dos personajes, una obra coral o una novela.
Es curioso pero, cuando intento visualizarlo, como en El cascanueces, viene a mi mente una imagen juvenil de él, de cuando tenía 40 ó 45 años. Llega un momento en que los padres no envejecen para los hijos, mantienen siempre la misma cara lozana y el mismo cuerpo vigoroso que te sostenía como una pluma y te llevaba del sofá a tu dormitorio cuando se había terminado el Un, dos, tres la noche de los viernes o te prohibía ver alguna película de dos rombos.
¡Cuánto me gustaría teletransportarme al pasado! Metería en una máquina las coordenadas y volvería a mediados de los ochenta, cuando todo estaba por descubrir, cuando no importaba el devenir de las cosas, cuando el futuro no daba miedo porque se cimentaba en un presente saludable. Sería como Peggy Sue, como Marty McFly, sencillamente un escritor loco que quiere detener el tiempo porque no sabe cómo gestionar que, irremediablemente, transcurra…
Todos nos quedamos siempre con algún viaje pendiente, planeamos escapadas cuando ya son imposibles, como si intentásemos comprar tiempo sabiendo que se ha agotado. Es duro tener todavía los ojos abiertos y saber que hay lugares que no volveremos a ver. ¿Por qué se cierran las posibilidades antes que los ojos? Así pues, como María en El cascanueces, sólo nos queda soñar y pensar que, en algún momento, la palabra felicidad realmente contó con cimientos sólidos más allá de la farsa y el dolor que supone vivir.