Narrativa

El desierto con mar, un relato de Eduardo Viladés

Esta obra fue la ganadora por unanimidad del V Certamen Internacional de Relato Corto «Escritor Domingo Manfredi Cano», de la localidad sevillana de Aznalcázar en 2022.

Escrito por Eduardo Viladés

Siempre nos queda algún viaje pendiente, incluso muchas veces planeamos viajes sabiendo que será imposible realizarlos, como si intentásemos comprar tiempo aun siendo conscientes de que el nuestro se ha agotado. Con mi abuelo me sucedió algo parecido, era muy duro saber que mantenía los ojos abiertos pero que existían lugares que jamás conocería, cerros por los que nunca pasaría de nuevo con sus ovejas. El abuelo sabía mi verdad, transitaba entre lo imaginario y lo real para terminar descubriendo quién era yo realmente. Desde hace ya mucho tiempo la verdad es un cuarto al que entro cada vez menos, de hecho pienso que he perdido las llaves. Observo mi decadencia física y mental con la misma tranquilidad que contemplo la ausencia de verdad. Prefiero exponerme a través de la mentira, la cortesía y la sonrisa forzada, levantar un muro lábil que me proteja y ser una actriz de mi propia vida antes que enfrentar la realidad. Con el abuelo no era así.

Solía llegar a casa descompuesto cuando alguna oveja se le había extraviado por el camino. Todas tenían nombre. Quizá no se acordaba de cómo se llamaba su nieta o de lo que había comido esa misma mañana pero jamás olvidaba el nombre de sus ovejas. Les ponía nombres de diosas de la mitología griega. Mi abuela, que sabía del mundo grecorromano lo que yo de física nuclear, se enrabietaba cuando oía a su marido hablar de Atenea o de Artemisa. Es un indecente, decía. ¡Y menudos nombres más cursis! No sé de dónde los saca. Yo soy Lola, que se quite lo demás, refunfuñaba.

Su oveja preferida se llamaba Hera, esposa de Zeus y, por lo tanto, la más importante del rebaño. A la más fértil la llamaba Afrodita, la personificación del amor, pero sobre todo de la sexualidad. Nace de la espuma seminal que producen los testículos cercenados de Urano a manos de su hijo Cronos, solía explicarme el abuelo. Yo era una niña y no sabía a qué se refería, pero me encantaba escucharle emplear esas palabras tan cultas. Después, las pronunciaba en medio del recreo y la maestra llamaba por teléfono a mi madre pensando que estaba poseída. Era la más hermosa, pero su desmedido furor sexual hizo que Zeus la castigara casándola con el dios más feo del Olimpo, Hefesto. Y se lo tomó al pie de la letra porque solía aparear a la pobre Afrodita con los machos más espantosos de la comarca. El abuelo hacía la ruta de los primeros pobladores de El Rosario, quienes recorrían el extremo norte de la Cordillera Dorsal de Tenerife, una zona con buenos pastos para el ganado ovino. Mi abuelo era como su tierra, difícil de domar. Su corazón viraba desde el sotavento, seco y ventoso, al barlovento, húmedo y frío, desde las costas de Tabaiba y Radazul hasta los llanos de La Esperanza. Decenas de matices daban forma a su territorio. Siempre admiré que fuese capaz de charlar con un colega pastor empleando expresiones que podían rozar lo chabacano (aunque en su boca lo ordinario adquiría matices de comedia costumbrista) a mantener una conversación sobre dioses griegos y romanos con vocablos de una pureza lingüística sin igual.

Vivía en Llano del Moro, una localidad englobada en la comarca de El Rosario, al norte de la isla de Tenerife, en una casa que siempre olía a pescado y a mar. Su mujer era una excelente cocinera cuyas especialidades culinarias eran la caldereta, una riquísima sopa de pescado, y el sancocho, pescado salado con estofado de papas y batata, servido con gofio y mojo. Si estaba de buenas y le apetecía bajar a la bodega, servía el sancocho con un buen vino del Valle de Güimar. Tras probar esos manjares, uno podía morirse en ese preciso momento. De hecho, creo que una parte de mí murió cuando se fue de allí.

El Rosario era mi vida: mar y montaña, arena dorada y piedra volcánica, sol del atardecer en medio de la playa y escarcha en lo alto de la cordillera. Pero un día tuve que irme. Estudié Ciencias del Mar en la Península. Al terminar la carrera me dieron un trabajo en una multinacional noruega. Hubiese preferido quedarme en España pero, tal como estaban las cosas, rechazar una oportunidad de ese calibre era una locura. La vida en Oslo se me hizo muy cuesta arriba. El frío se metía dentro y no desaparecía en los ocho meses que duraba el invierno. Echaba de menos las peroratas de mi abuelo y las recetas de pescado de mi abuela. El salmón envasado de los supermercados noruegos no podía competir con “la vieja”, una carne muy blanca y delicada. Ni con el bocinegro o la sama. Tampoco con la caballa, la sardina o el chicharro. En Oslo, además, lo pasaba fatal por mi tendencia a tocar a la gente, a sentirla y zarandearla, a decirle “¡guapa!” si me apetecía. A veces tenía la sensación de que me iban a encarcelar por expresar mis sentimientos. Muchos me tildaban de ligera de cascos simplemente porque era auténtica. Tengo muchos defectos, pero soy una mujer libre que se deja llevar, que no entiende de géneros ni de etiquetas. Sinceramente, los hombres noruegos no me gustaban nada. Parecía que acababan de pasar el escorbuto, tan blancos y delicados que daban ganas de darles un bocadillo de chorizo para que recuperasen el color. Y sosos, confundían el saber estar con el aburrimiento más absoluto.

Así que lo dejé todo y me trasladé al desierto de Sechura, en Perú. Mi abuelo me había enseñado que ser feliz es muy sencillo, basta un buen plato de lentejas y una cama. Supongo que lo complicado en el mantra de mi abuelo era aprender a ser sencillo. Abandoné mi cómoda vida en Escandinavia por la cruda realidad de Sudamérica, mi oficina en la multinacional por una tienda de campaña en una ONG en la que trabajaban químicos, médicos y expertos en tratamiento de aguas como yo. Aunque llevo aquí bastante tiempo, no termino de acostumbrarme al calor, con temperaturas que superan los 45 grados a la sombra. A veces pienso que la cabeza me va a estallar, sobre todo cuando me siento impotente a la hora de explicar a los lugareños las medidas que deberían tomar para la potabilización de las aguas, algo que reduciría drásticamente el número de enfermos de malaria, tifus y disentería.

Yo soy de mar, de oleaje bravío, de llegar a casa con el salitre metido en el cuerpo y escuchar cómo Remedios, la vecina del tercero, habla de su marido marinero. Echo de menos abrir la ventana y escuchar el bullicio de la lonja repartiendo pescado fresco, a los mayores del lugar comentando cómo era el mar hace tres décadas o el ruido de las velas de los barcos pesqueros siendo azuzadas por el viento. También echo de menos las recetas de caballa de mi abuela y las fábulas que contaba mi abuelo cuando llegaba a casa tras meter a sus diosas en el redil. Cuando vivía en El Rosario solía ir a la playa a caminar por las tardes y terminaba el recorrido delante de unas rocas anaranjadas en las que me sentaba. Abandonaba mi mirada en el horizonte del mar. Llegaba un momento en que, al estar tan concentrada, perdía las dimensiones reales y me daba la sensación de que flotaba. Era algo parecido a cuando te miras en un espejo durante mucho tiempo y sin percatarte de ello tu propia imagen se difumina y desaparece. Me encantaba imaginar que el agua del mar me envolvía desde la distancia y crear mi propia película. Vida a chorros, vida henchida.

No te haces a la idea de lo importante que es el agua hasta que falta. Supongo que pasa con todo en la vida. Cuando estamos enfermos caemos en la cuenta de que la salud es lo más importante que existe. Cuando perdemos a la persona amada, nos damos cuenta de que sin amor poco camino se puede recorrer. Cuando estamos solos, somos conscientes de la relevancia de la compañía y de la amistad, de una mano que te ayude a levantarte y una palmadita en la espalda. Con el agua sucede algo similar. No pasa un día en que algún miembro del campamento dedique un par de minutos a mirar fijamente al cielo deseando que llueva. Es muy curioso porque con el paso de los años nos conocemos mucho y solemos mirarnos cariñosamente cuando sorprendemos a un compañero en su “momento de la plegaria del agua”, como lo llamamos. Algunos lo recortan diciendo “está en plegaria”. Aquí no tenemos agua pero pienso que los progresos que he hecho conmigo misma a la hora de quitarme prejuicios y mecanismos de defensa enquistados han sido ingentes. Hubo una época de mi vida en que vivía de modo acelerado, asumía el delirio del mundo de una forma delirante, no sabía estar sola pero tampoco me gustaba socializar porque tenía la sensación de que debía justificarme ante los demás. Con el paso del tiempo he aprendido a hacerme compañía y a mirar el techo durante horas. Mi abuelo, gracias a una conexión telepática que me gusta creer sea cierta, me enseñó a reírme a la cara del sufrimiento y a ser consciente de que no hacer es un modo de hacer.

Solamente me he arrepentido una vez de estar lejos de casa. Fue cuando murió mi abuelo. Yo nunca suelo acordarme de lo que sueño, quizá de algunos retazos que llegan a mi mente durante los cinco segundos posteriores a despertarme, pero se me olvidan rápidamente. La noche en que se fue soñé con él. Al levantarme, el sueño no se desvaneció, como solía pasarme, sino que a medida que pasaban los minutos iba ampliándose en mi cabeza. Soñé que estábamos en un barco pesquero, puede que uno de los que tenía el marido de Remedios, y divisábamos a lo lejos un manto de nubes. Con expresión mohína, mi abuelo metía la mano en la fría agua del mar. Puñetero como pocos, me animaba a acercarme a su vera para decirme algo al oído. Cuando estaba a su lado y le preguntaba qué era lo que quería, me ponía perdida de agua. En mi sueño su cuerpo aparecía difuminado. Sabía que era él, pero no apreciaba claramente sus rasgos. Mi querida Artemisa, no dejes de volar nunca, me decía tras mojarme. Desde que murió, regreso al pueblo dos veces al año para ver a mi abuela, que se ha quedado muy sola. Aprovecho también para saludar a Remedios y pasear por la playa. Voy acumulando imágenes y anécdotas del mar en mi memoria. Después, como si fuese un juglar dotado de una cámara fotográfica en su interior, las expongo al llegar a Sechura. De hecho, en el desierto se me conoce más como la dramaturga española que como la experta en tratamiento de aguas y salinización. Todas las noches reúno a los niños y les hablo del mar de mi pueblo. A menudo escribo obras de teatro breve y reparto los papeles entre los muchachos. Me cuesta mucho trabajo contentar a todos, pero creo que lo consigo. Para que mi abuelo no se enfade, también menciono de refilón a las ovejas y los recorridos por la sierra. E incluso cuento con la ayuda de mi gente, la de El Rosario, como muestra este relato breve que me mandó Remedios hace unos meses para los chavales del campamento:

Dicen que el color del mar cambia a medida que lo observas, que adquiere matices distintos que ni siquiera se pueden imaginar. Mi padre era marinero y un día no volvió a casa. Mi madre nos dijo a mi hermano Enrique y a mí que una ballena gigante se lo había llevado por el mundo para cuidar a niños como nosotros. En su interior se estaba muy calentito, encima no se pagaba peaje, y mi padre podía ir de puerto en puerto vigilando que a los niños y niñas no les faltase de nada. Desde entonces, una vez al año mi madre nos lleva una semana a un hotel frente al mar. Ahora ya somos mayores, pero seguimos manteniendo la costumbre de darnos la mano los tres después de cenar y fijar la mirada en el horizonte mientras que estamos sentados en la terraza. Al cabo de unos segundos mirando un punto fijo en el mar, que se manifiesta delante de nosotros en todo su esplendor, emergen unas sombras, a lo lejos, que coquetean con las luces de algún pesquero cansado de faenar. Aparece mi padre y los tres nos miramos, mamá, Enrique y yo, y sonreímos porque ha coincidido que la ballena que lo porta en su interior desde hace tantos años ha pasado por delante. Tenemos mucha suerte y siempre que nos concentramos frente al mar pensando en papá aparece de la nada la ballena. Yo creo que nos entiende, que estamos unidos a ella por algún misterioso nexo. Contemplando el mar me siento más unida que nunca a mi hermano y a mi madre y sé que mi padre nos cuida desde el gigante azul como hace con los niños a los que visita cada noche tripulando el timón de su ballena.

A Remedios se le fue su padre hace mucho tiempo. Su tesón me enseñó mucho cuando yo tuve que afrontar la pérdida de mi abuelo. El padre de Remedios era marinero, como su marido. Lo que cuenta en el relato, con alguna salvedad, sigue haciéndolo y una vez al año acude con su madre y su hermano a un remoto paraje dominado por el mar en el que recordar a su padre. Me emocioné cuando lo compartió no sólo conmigo sino con todos los habitantes de Sechura. Gracias a estos relatos y a mis pequeñas composiciones creamos mundos paralelos en este olvidado rincón del desierto peruano. Lo llenamos de mar.

Aquí estoy, envejeciendo en la otra punta del mundo. A menudo tengo la sensación de que la muerte de mi abuelo ha venido a presagiar la mía. Es como un asesino a sueldo que va dejando pistas, al principio imperceptibles, con el paso de los años más claras. Si llega no le tendré miedo porque él estará esperándome con sus ovejas y sus frases rimbombantes. Hay un espectáculo más grande que el mar, y es el cielo. Hay un espectáculo más grande que el cielo, y es el interior del alma. Me encanta este pensamiento, tan teatral y tan visual. Tengo dos mundos, el real, el que se desarrolla en Sechura, y el imaginario, que se macera en mi corazón, aunque no por ello es menos auténtico. Está compuesto por el salitre del mar de mi pueblo, amargo y despiadado, rudo e incisivo. Un mar que siempre nos deja sin palabras, que se mete en ellas hasta romperlas, que toma la forma de nuestro silencio, que consigue que esa verdad escondida en la habitación sin llaves salga a la luz. Desde pequeña he deseado ser una poetisa del mar, pero me ha resultado imposible porque tiene el poder de resbalarse del lenguaje, juega con él, incluso se ríe en su cara, como un bufón en medio de la corte. Siempre hay algo más que decir cuando se trata del mar. Basta con que se mueva un poco y sus olas rompan contra la orilla para que nazca un nuevo poema de libertad que nos permita realizar ese viaje pendiente. Un poco como la vida, ¿verdad? Un poco como mi abuelo.

Escritor, dramaturgo, director de escena y periodista con más de 25 años de carrera, referente de la cultura española contemporánea. Ganador de prestigiosos premios internacionales de teatro y literatura, Eduardo Viladés cultiva el teatro largo, de medio formato y de corta duración, así como la narrativa. Ha publicado dos novelas y prepara la tercera. Sus obras teatrales se representan en varias ciudades españolas, México, Colombia, Perú, República Dominicana y Estados Unidos. Elegido dramaturgo del año 2019 en República Dominicana y en 2020 en La Rioja a través del Instituto de Estudios Riojanos. Colabora asiduamente con sus ensayos, relatos y obras de narrativa con las editoriales Odisea cultural (Madrid), Canibaal (Valencia, España), Extrañas noches (Buenos Aires), Microscopías (Buenos Aires), Lado (Berlín), Otras Inquisiciones (Hannover), Primera página (México), Gibralfaro (Málaga), Windumanoth (Madrid), Amanece Metrópolis (Madrid) y Viceversa (Nueva York). Compagina su labor como dramaturgo y director de escena con el periodismo, área en la que cuenta con más de dos décadas de trayectoria profesional en diversos países del mundo como reportero, editor y presentador de TV. Ha vivido en Reino Unido, Italia, Bélgica y Francia. Hoy en día trabaja también para la revista Actuantes, la principal publicación española de teatro, lo que le permite combinar el periodismo con las artes escénicas. También es experto en periodismo cultural y documentales de sensibilización social, un artista polifacético.