Ojo empañado, un cuento de Luis M. López
Llego casi arrastrándome a la vejez y confirmo que lo más emocionante pasa cuando somos niños. Esa etapa de la vida en la que sales volando de cualquier lugar y todo te aburre; tomas decisiones en segundos y corres sin control y chocas contra las impecables vitrinas de las panaderías del centro; o le pegas sin querer, siempre pasarán las cosas sin querer, a una mesa sobre la que descansa el árbol de Navidad en la casa de tu tía Nati, la que pone la navidad desde agosto.
Cuando eso ocurre sientes una extraña mezcla entre pena y miedo, endémica de la niñez, que se va pronto. Tus padres compran lo que rompes y así pierdes de vista las consecuencias.
Una tarde apuntas con un rifle de municiones a Pascual, el vecino del nueve, y, aunque no lo sabes, un segundo después iniciará una vida de lecturas infinitas sobre el globo ocular humano. Sobre el cristalino y el humor acuoso. Sobre la retina y la coroides. El conjunto habitacional en el que creciste te parece el más grande del mundo.
Cuando vuelves del supermercado, obligado por mamá a ir, sientes que nunca llegarán al sexto piso en donde está el departamento en el que vivirás hasta lo del accidente (a partir de ese día tu familia llamará al impactante evento de forma críptica así: lo del accidente).
Pascual tenía entonces dos años menos que tú. Seis. Primero de primaria. Pelo rizado y negro. En México, El Chino como apodo inevitable. Inteligente y bueno para el béisbol pateado. Le apuntas jugando, y aunque no quieres hacerle daño. Justo desde este instante todo cambiará para él y sobre todo para ti. O tal vez todo cambió en otro momento: cuando ese rifle de municiones Mendoza RM-650 llegó a tu casa luego de un berrinche de cuarenta minutos que armaste junto con Lautaro, el más chico. El fin de semana anterior a lo del accidente usas por horas uno de esos contra botellas de vidrio en el rancho del licenciado Armenta, amigo de papá.
Tu hermano, un año menor que tú, se convirtió en la revelación de la tarde por su puntería. Vamos a tener mucho cuidado. Sólo lo usaremos cuando vayamos con Armenta, lanzas la falsa promesa entre sollozos y tus padres, ambos, no pueden controlar tus pucheros, esos que te roban el aire sólo durante la niñez y cuando muere la gente que amamos.
Acceden a comprarlo. Cuatro días después, Pascual se lanza hacia ti al apuntarlo —también él está jugando a ser un delincuente—, y el rifle de municiones se dispara.
Jamás olvidarás la cara aterrorizada de Pascual, a quien no volviste a ver. Y luego la de tus padres con más horror. Y tampoco se fue nunca el sonido seco del aire comprimido del rifle. Aún así, me gusta recordar lo emocionante que fue mi breve niñez. Debí cambiar esta vieja prótesis ocular hace cinco años. Ahora se empaña; por eso detesto llorar.
Imagen: Archivo