Narrativa

La chilena, un relato de Fernán Correale

El poema debe romper el circuito de la soledad, aunque no haga más que hablar de esa soledad.

Alejandro Zambra

Fumaba de pie mirando la vereda, los árboles, la basura que se arremolinaba en las calles girando hacia todos lados, pero guiada por un centro único. Escuchó una voz cascada.

Buscó los anteojos y miró la hora. Eran las once de la noche, a un lado estaban los tres libros sobre la mesa de luz, que más que mesa de luz es una cajonera, sin pintar, con tres cajones dónde guarda la ropa interior, algunas remeras, dos camisas y los preservativos.

Hace cinco días que no escribía ningún poema, nada venía a su encuentro; ni siquiera Lidia había llamado, o se llamaba Sol o Luna, no recordaba bien, había pasado todo muy rápido, entre cervezas y humo, en el bar de la esquina, se llamaba, o se llama, Reconquista. No me preguntes porqué. Es un barcito con el alcohol desfilando detrás de la barra entre algunos espejos, que duplican todos los objetos y los rostros, que se acoplan en el bar y tiene también algunos posters de películas: Scorsese, Coppola, Tarantino, David Linch y algún Dalí falso. Se acomodó los anteojos y escribió en su libretita, con su BIC de tinta
negra todavía no llueve y es otoño, todo se humedece como las manos del silencio.

Sin entender mucho lo que había escrito, después le daría vueltas al poema, cerró la libreta. Lo importante es que le gustó la última frase, “como las manos del silencio” la repitió esperando escuchar al silencio, pero no se hizo presente. Escuchó en cambio el chirriar de un auto y de él se bajaba una mujer, dando un portazo y sacudiendo los brazos —será una de las tantas prostitutas, pensó— que caminaban por el bajo, por la esquina del bajo, la esquina de las putas, la zona roja, la calle sin nombre. Miró por la ventana y vio a la rubia que escupía las huellas del auto, que ya se había ido, pateando el asfalto, con el delineador corrido por el llanto (no sabía si de bronca) con unos jeans ajustados y una blusa blanca de escote medio abierto.

Miró de vuelta por la cortina, y vio que la rubia arqueaba la espalda en dirección a él y después subía y bajaba los hombros. No era difícil suponer, a pesar de la mala iluminación, que era de esas minas a las que no podías no dejar de mirarle el ojete, y pensó cuántos le mirarían indiscriminadamente el orto por día, cuántos le silbarían, le dirían piropos, cuántos se babosearían. Frenó un Toyota Corolla, subió sonriendo, ya renovada, con la cara limpia y se perdió en la neblina de la noche.

Le faltaban cigarrillos, fue hasta el auto, prendió el último Lucky y abrió la ventana dejando que el aire tibio entrara. Estuvo dando vueltas por calles que parecían callejones, donde dealers indiscretos vendían merca nerviosos a otros adolescentes nerviosos con caras afiladas y terriblemente pálidas, observó que uno de los tres tenía una tabla de skate.

Fue hasta el quiosco de la esquina y compró otro atado más, necesitaba nicotina para escribir. Lo atendió la morocha tatuada con el dragón en el brazo derecho y la calavera en la mano izquierda, le decía corazón y lo miraba con ojitos de gata. Cierro en veinte minutos y ahora vivo a dos cuadras, le dijo. Me mudé ayer, por si querés ir a tomar un vino blanco. Ella sonrió y le acarició el rostro, como si lo conociera de toda la vida. Era una mujer hermosa, bajita, con tetas grandes y grandes caderas, sin rollos ni mambos raros, se peinaba para el costado, dejando caer toda su melena oscura para la izquierda dónde relucía el piercing de la nariz. No tenía grandes pretensiones y eso le gustaba, pintaba, pintaba muy bien, dibujaba para un tatuador y además tenía cuadros en blanco y negro colgados por toda la casa. Dibujaba peces, águilas, zorros, tigres, leones, mezclándolo con mitología griega. También rostros sin ojos, laberintos, burbujas gigantes con todo un mundo dentro, tenía un estilo surrealista, complejo, y sus cuadros eran envidiables. Los vendía en la feria de artes y a veces exponía, pero prefería pintar en soledad antes que promocionar su obra.

Aceptó la invitación y se quedó borroneando la libretita en la esquina, haciendo tiempo y fumando. Escribió las alas del deseo a veces bajan a saludar demasiado pronto. Ella era hermosa, también, aunque Emilio sólo podía pensar en la rubia. Rubia o morocha, las dos adentro. Eso quería. Nunca la había invitado a la morocha a su departamento, pero ya hace un mes que se veían después de que terminara el trabajo. Él iba y compraba cigarrillos y ella le decía que tenía vino blanco y que terminaba en veinte, siempre terminaba en veinte, se ve que iba a la misma hora, era un hombre rutinario, aunque no quisiera admitirlo.

Es ágil y se mueve de manera versátil, acomodando los productos de manera prolija, dejando el local en orden, impoluto, reluciente. Siempre está viendo qué vino blanco puede llevar a su casa y cambiando de música, como si ninguna canción la convenciera del todo. Como si dibujara cuadros invisibles con su dedo índice al seguir el ritmo de cada nueva canción con una mueca seria en el rostro.

Van hacia la casa, toman vino y escuchan a Chopin, hablan de la vida y después tienen sexo dos horas en el sillón, en la mesa, en la cama y por último en la terraza que da a una medianera. Están copando los alrededores miles de edificios y es la única casa del centro que se mantiene en pie, una casa de una planta, con un baño, cocina y un living amplio donde descansan los cuadros de animales y laberintos. La observa empezar una nueva obra, con una remera de él, negra, de su banda favorita, por suerte no la mancha, es muy cuidadosa a la hora de obrar. Pinta una línea blanca y otra negra y le pregunta qué ve. El cielo y el infierno, responde él. Ella alarga una sonrisa.

Mira el reloj y son las tres de la mañana. Ya me tengo que volver. Va para su auto y enciende un cigarrillo. Avanza despacio, entre la niebla.

Llegando al departamento vio a la prostituta, frenó el auto, seguía en la esquina y no era rubia, más bien teñida y medía uno cincuenta y cinco, calculó desde lejos, por el contraste con el poste de luz. Ahora que la veía de cerca, vio que era chilena, tenía rasgos mapuches, o era de tez café con leche, muy hermosa, sus tetas eran gigantes y llevaba un corpiño rojo debajo de la remera blanca con el logo de los Red Hot.
Abrió la ventanilla y ella se reclinó dejando ver sus tetas en primer plano, se le paró la pija, y movió las piernas para disimularlo.

—¿Hacia dónde vas hermoso?— le dijo—. Llévame awewona’o.

—Voy hasta acá en frente, vivo arriba.

—¿Tenéi whiskey?

—Tengo y unos cuantos libros.

—Ah, mira, bien, ¿escribís?

—Escribo sobre hermosas mujeres que pasean sobre las calles del pueblo.

—Mira qué bien, ¿aunque no sean de acá? Soy chilena.

—Mejor.

—Bueno vamos.

Se subió al auto y sus dos tetas rebotaron contra la guantera. Hizo un gesto, moviendo las manos finas y pintadas de negro.

—Qué lindo auto.

—Gracias, es viejito, pero se la banca.

—Me encanta como hablan los argentinos, “se la banca”.

Fueron hasta el departamento, él no paraba de mirarla, no podía creer la suerte que tenía, lo que estaba pasando, se pellizcó para ver si no estaba soñando. Muchas veces le pasaba que el sueño era tan real que parecía totalmente vívido y más vívido aún que la realidad.

Abrió las cortinas, organizó los libros, puso una pava para el café y sirvió dos whiskeys. Ella tenía la mirada perdida en la biblioteca, la cara fija sobre un tomo de la poesía completa de Borges. A éste lo conozco dijo, moviendo sus caderas anchas, que bambolearon un rato más en el aire, dejando un aroma húmedo y afrutado. Me gusta este cabro. Qué bueno replicó.

¿Querés café? Sirvió dos tazas, mientras la luz de los focos exteriores entraba por la ventana. Y sobre qué escribís, preguntó, dándole un sorbito al café. Escribo poesía en una libreta, tengo una página, y además escribo cuentos, cada vez que tengo algún pensamiento, lo anoto. Las voces vuelven con la luz del sol. Pensó esa frase, siempre le venían frases sueltas desparramadas en el aire y después tenía que juntarlas para hacer un poema. Anotó en la libreta:

Poema escrito primero en un cuento
Todavía no llueve y es otoño,
todo se humedece como las manos del silencio
las alas del deseo a veces bajan a saludar
demasiado pronto,
las voces vuelven con la luz del sol

Estoy viendo a un escritor en acción. ¿A ver cómo quedó? Está bueno, aunque no lo entiendo. Yo sólo entiendo de sonidos de autos, sé cuándo quieren parar y cuando no. Hace cuánto tiempo estás en Argentina, en este pueblo de mierda. Hace dos años, vine porque murieron mis padres y no tenía donde caer muerta. Yo no escribo poesía, pero pinto, más que pintar dibujo a lápiz rostros deformados o rostros de viejos, de vagabundos, dibujo a los vagabundos errantes de la ciudad. Siempre duermen solos, tirados, en alguna esquina que los proteja del viento. Tengo algunos en la cartera. Le mostró los dibujos, eran excelentes, el juego de las luces y las sombras, el pulso, la perspectiva, el trazo fino, el despliegue.

Mezclaron el café con el whiskey, pusieron jazz, Bill Evans de fondo, como un mantra. Ella se empezó a desnudar de a poco mientras los ruidos de la ciudad se iban apagando. El la besó por todo el cuerpo recorriendo cada parte. Ella se dejaba ser, se dejaba explorar. Era una experta. Sabía cómo conquistar y en qué posiciones ponerse sin que se lo indicasen.

Había encontrado un hogar momentáneo, o al menos, dónde pasar la noche, quizás poder pintar, sanar la herida íntima, bañarse, dejar de vagabundear por las calles, buscando indiscretos clientes que no tenían ni un mínimo de cuidado hacia ella. Fue un chispazo, una premonición, al fin había encontrado a un poeta, tuvo que errar y errar para dar con Ciro, para encontrar al fin alguien que comprendiera su arte y quisiera algo más que sexo, quisiera, quizás, pasar más que la noche juntos.

Soñó como nunca antes, descansó, relajó los músculos, sintiendo el abrazo de Ciro en todo su cuerpo, el invierno empezaba a llegar, la niebla afuera era una cápsula que envolvía todo, pensó en los vagabundos, que no pasarían de esta noche. Sonrió entre angustiada y agradecida, pero sin poder dejar de pensar en los cabros que no tenían techo, como ella que durante mucho tiempo no lo había tenido.

Ciro apagó la luz, respiró hondo, dejando desparramados los poemas en el piso junto a los dibujos, las tazas de whiskey y café vacías en el piso tintineaban con el viento de afuera que ahora movía las cortinas, pensó en sus compañeras de ruta, de calle, en la ley de la calle, en las idas y vueltas, quería dejar de girar, quería centrarse, quería sentir que estaba en un lugar cuidada y así lo sintió.

Soñó con sus padres después de mucho tiempo, un abrazo fraterno y duradero, como el de Ciro, que la envolvía, con su sangre caliente.