De lunes a lunes, un cuento de Rubén Darío Álvarez
Me llamo Marling. Así, a secas. No tengo segundo nombre. En mis dos familias suelen usarse, obedeciendo a la tradición del santoral. Por eso también, además de nombres compuestos, hay muchos nombres horribles, con olor a biblia, a iglesia y a tía rezandera. Pero a mí me pusieron Marling y hasta ahí.
Tengo 18 años y curso tercero de bachillerato. Está bien, está bien: ya sé que debería estar cursando el primer semestre de alguna carrera, pero la causa es que siempre he sido mala estudiante. Qué digo mala, pésima: perdí el quinto de primaria y perdí primero de bachillerato dos veces. Los primeros años de la primaria me los regalaban por dos razones: hice esos cursos en un colegio de baja estofa y les caía muy bien a las profesoras.
Pero las cosas comenzaron a cambiar de color cuando mamá decidió trasladarme a otro plantel. Me matriculó en una concentración donde el único curso era el quinto de primaria y donde no encontré profesores que estuvieran dispuestos a regalarme el año. No recuerdo por qué el gobierno se inventó ese modo de educación, porque en esa época, a pesar de que ya tenía doce años, no me enteraba de en qué mundo vivía.
Pero desde esa edad mis verdaderos intereses comenzaron a ser los libros, el cine y la televisión, afición que me transmitió el tío Pascual, uno de los hermanos de mamá y con quien viviré agradecida por todo lo que me reste de vida.
Fuera de eso, me aburría terriblemente con las conversaciones de mis vecinas o de las compañeras del colegio. Si encontraba a alguien que compartiera mis gustos, lo más probable era que nos convirtiéramos rápidamente en amigos, intercambiando impresiones sobre Juan Rulfo, Dovstoiesky, Vargas Llosa, Rimbaud y los escritores de moda, que siempre discutíamos camino a un teatro y antes de que empezara la película.
Todavía mantengo esas aficiones. En mi actual colegio frecuento varios amigos, algunos de los cuales son tan malos estudiantes como yo, pero les apasionan el cine o los libros o las dos cosas. No me gustan ni el alcohol ni el trasnocho. No sé bailar ni pelear a los puños, pero, en caso de trifulca, agarro lo que primero que encuentre y le rompo la crisma al adversario de turno.
A las nueve de la noche ya estoy durmiendo, pero suelo despertarme a las cuatro o cinco de la madrugada, dependiendo de qué tan cansada me haya acostado. Después de cepillarme los dientes, tomo un libro hasta las seis de la mañana, entro al baño, me siento en el inodoro y me meto bajo la regadera.
Antes de que salga de mi recámara, ataviada con el jumper del colegio (que, por cierto, me hace ver más fea de lo que en realidad soy), el desayuno ya está listo. Casi siempre encuentro que Jose (así, sin tilde) y Lila, mis dos hermanos, ya están casi terminando de comer y mamá aprovecha para compararme con ellos y decir que debería tomarlos como ejemplo, que pierdo mucho tiempo y que no le paro bolas a nada, que todo me da lo mismo y que así me voy a quedar hasta vieja.
Papá no dice nada. Pero, con su cara arrugada y su mirada puntillosa, da entender que está de acuerdo con la retahíla de mamá.
Después de unos minutos, y sin reposarnos el desayuno, salimos a corretear buses, que pasan reventándose de tanta gente, y terminamos caminando hacia el turno, que es donde podríamos tomarlos un poco más vacíos. Allí me encuentro con varios de los que estudian conmigo y, casi siempre, subimos al mismo bus.
Algunas veces no tenemos tanta suerte y no nos queda otro remedio que apretujarnos en una de esas latas rodantes, dentro de las cuales siempre aprovecho para disparar la primera ventosidad del día. Porque esa es otra de mis aficiones: me encanta echarme pedos en público. Mis hermanos me los festejan; y mis amigos más cercanos, también. Pero, claro, lo hacen porque solo ante ellos permito que los gases salgan con ruido, cosa que no hago en las filas del supermercado, el cine o en los ascensores llenos.
En esos lugares me los tiro silenciosos, sobre todo cuando hay apretujamiento o desorden. Como es lógico, y para no despertar sospechas, soy la primera en taparme la nariz y en despotricar contra ese cochino e irrespetuoso que no tuvo en cuenta la pesadez del aire acondicionado en un recinto cerrado. Digo así: “cochino”, nunca “cochina”, porque, aunque nadie tiene cuerpo de santo, el pedo es exclusivamente masculino. Nadie, ni por un tris, se atrevería a imaginar que una dama es la emisora de ese olor pestilente que provocaría altos niveles de odio.
Repito: lo que debe cuidarse es que no suene; y, siendo así, me siento en la libertad de ser la primera en poner cara de disgusto y de hasta gritar: “¡Se cagaron. Puercos. Vayan a limpiarse!” Una de mis aspiraciones más constantes es subir a un avión, expresamente para echarme un pedo en pleno vuelo, mientras me hago la dormida.
Pero, hablando de mi futuro profesional, lo que llevo entre ceja y ceja es poder, algún día, filmar una película o escribir una novela; o las dos cosas, pues la novela podría servir de argumento para el rodaje que tanto imagino. Y lo que me sobran son temas que veo tanto en la casa y el barrio, como en el colegio y las calles de la ciudad.
En el colegio hay varios profesores mediocres, quienes suelen disfrazar con arrogancia su falta de competencias para transmitir el supuesto conocimiento que poseen. Pero los estudiantes somos crueles, como el perro que ha detectado el miedo en un posible candidato a ganarse un mordisco, y no ahorramos esfuerzos para hacerles sus maldades de vez en cuando.
Una de esas víctimas era el padre Genaro, un viejo sacerdote encargado de impartirnos la clase de Religión y a quien, de vez en cuando, se lo recomendaba a mamá como cura infalible para su persistente insomnio. Por eso sabe quién se levantó en la madrugada, cuál vecino llegó tarde a su casa o quien estaba fumando marihuana en la penumbra de la esquina.
Del padre Genaro recuerdo una anécdota que podría filmarse o escribirse o las dos cosas: más temprano que tarde me di cuenta de que no le pesaba la mano para poner notas altas en unos exámenes que ni siquiera revisaba. Mis compañeros no querían creerme, hasta que me decidí a demostrárselos con una estrategia contundente: en uno de esos exámenes respondí cada pregunta con las vulgaridades más puercas que me sé. A la semana siguiente estuve entre los alumnos que más altas notas sacaron. Les mostré la hoja a unos cuantos y después la quemé.
De ahí en adelante, la clase se volvió un perrateo tan inaguantable que el padre Genaro terminó retirándose aduciendo motivos personales. En su reemplazo nos pusieron otro cura más joven, quien sólo sabe dictar lecciones largas, hacer exámenes del mismo tamaño y sobar con el codo la bragueta de algunos alumnos, mientras va revisando cuadernos en su escritorio.
Mis clases preferidas son Historia y Castellano. Afortunadamente, los profesores que las dictan son muy buenos. La profesora de Historia es, a la vez, la esposa del prefecto de disciplina, un tipo que bien podría ser su padre, pero, al parecer, tienen una sociedad matrimonial bastante funcional, como suele suceder con la mayoría de parejas, empezando por mis papás, quienes desde hace años no se aman. Es más, creo nunca se han amado. Se casaron, porque él era un buen partido y porque ella no sabía qué más hacer con su vida. Pero entre los dos manejan muy bien los asuntos de la casa, sobre todo en lo relacionado con las entradas de dinero y lo logística hogareña.
La profesora de Historia es gordita y elegante. A unos cuantos de mis compañeros les llama la atención, y a ella también parece que le gustan algunos de ellos. Lo digo porque observo cómo dicta la clase sentada en un pupitre en el que apenas sí alcanza a acomodar su trasero voluminoso, pero cruza las piernas con cierta suavidad y permitiendo que sus muslos muestren el camino hacia un fundillo joven y ansioso, que evidentemente exige demasiadas complacencias al organismo agotado del prefecto.
Y el ejemplo de la profesora lo copia Maritza, la más bella y coqueta del salón, quien, de alguna manera, se las arregla para hacerse la distraída y separar las rodillas para que el profesor de Matemáticas se extasíe y no dicte la clase.
A propósito, las matemáticas son el área donde más se evidencian mis falencias como estudiante. No recuerdo un solo curso en el que no haya tenido problemas con esa materia. Me cuesta sumar y restar mentalmente. No me sé las tablas de multiplicar, ni sé cómo podría dividirse un número de tantas cifras. Cuando repetí el quinto de primaria, una profesora me decía que si no mejoraba en matemáticas nunca podría entrar a la universidad, porque para todo se necesitan los números.
Confieso que esa premonición me asustaba mucho, pero ahora me consuelo pensando en varias personas del barrio, quienes son mucho más brutas que yo, pero muy bien que han obtenido sus cartones universitarios. Ese tema también espero poder convertirlo en una película o novela, y no veo cómo deberían usarse las matemáticas en esas lides.
Me gustaría también escribir el guion de una telenovela de amor donde los protagonistas sean una pareja de feos, acompañados de un elenco de negros, mestizos e indígenas, que es la gente que más abunda en todas partes. Los blancos hermosos son muy escasos y no tienen esos amores perfectos que muestra la televisión. No son únicamente buenos o malos. Tienen de todo: sudan, cagan y mean como todo el mundo. Aunque me han dicho que una telenovela como la que pretendo fracasaría rotundamente, porque los fanáticos de esas producciones lo único que desean es ver historias diferentes a su realidad cotidiana. Pero refuto que un relato no tiene que ser de un modo u otro, simplemente hay que contarlo bien y listo el pollo.
La profesora de Historia y el profesor de Castellano no dejan de decirme que no entienden cómo una persona como yo, con el bagaje cultural y la buena conversación, es tan mediocre como estudiante. “Te falta empeño, te falta interés, te mata la apatía”, me repiten con cierto paternalismo que les agradezco, pero para mí no vale ningún ahínco cuando las cosas me aburren. Eso sí, cuando me apasionan me vuelco al cien por ciento sobre ellas, como en el caso de los libros y las historias cinematográficas.
La música también me llama la atención, pero no cualquier clase de música sino la que está bien hecha, bien elaborada, la que me pone a pensar, la que me estremece. Esa es la que me llega al alma.
El año pasado hice parte de los grupos que salían a bailar (yo simulaba por complacer a mis compañeros) y a hacer fonomímicas con los discos del Grupo Menudo, pero al mismo tiempo me costaba trabajo imaginar que una música tan huevona como esa pudiera servir para montar la banda sonora de una película, a menos que su temática tuviera algo que ver con las historias mariconas que cuentan los Menudos en sus long play.
Imaginando bandas sonoras para mis futuras películas estilo seleccionar los discos de Ellinton, Willy Colón, Palmieri o Caetano Veloso, aunque supongo que también dependería de la temática, porque si logro redactar el guion de Respirando el verano o de Carta a una señorita en París, por ejemplo, tendría que aventurar una mezcolanza entre música de acordeón, de gaitas, de saxofones y pianos, etc. Creo que sería algo novedoso, aunque quién sabe si ya alguien experimentó con esos revoltijos y, en su momento, no recibió el reconocimiento que merecía. En el arte hay muy pocas cosas nuevas. De pronto enfoques novedosos o que no se han usado mucho.
El domingo pienso verme La fuerza del cariño. Ojalá mamá no se ponga pesada cuando le pida permiso para ir al Centro. Saimon, el vecino que siempre me acompaña al cine, me contó algunos pasajes y me pareció muy interesante, porque tiene comedia y drama fusionados, según lo que le entendí.
En general, no tengo problemas en mirar cualquier género de películas, pero específicamente me gustan los dramas. Por eso prefiero el cine europeo, que no es tan espectacular como el gringo. Este se afana demasiado por las escenas sexuales, aunque sean innecesarias. Al parecer, película gringa que no tenga sexo no está completa. Sus historias de acción me resultan sumamente previsibles, pues ya se sabe que, tarde o temprano, Chuck Norris o Silvester Stallone se saldrán con la suya.En eso estoy de acuerdo con Saimon.
A propósito, en el barrio creen que Saimon es marica, porque nunca le han conocido novia, no dice vulgaridades, no se emborracha, poco asiste a fiestas, es de trato delicado, no es bromista ni festeja las bromas de otros. Todo su interés está centrado en los temas serios de los telenoticieros, en los libros, los periódicos y los asuntos políticos locales y nacionales. Pero me consta que de que marica no tiene nada. Más bien creo que es tímido y muy selectivo a la hora de enamorarse, aunque la seleccionada no le preste ni cinco de atención.
A veces pienso que no todas entienden su talante directo y sin rodeos. Cuando recién comenzamos a hablar sobre libros y cine, me imaginé que no era tan aficionado a esas cosas y que lo que lo único que andaba buscando era una buena oportunidad para soltarme los perros. Pero me equivoqué, cosa que me ratificó, muy a su estilo, cuando se lo comenté: “Tú no me gustas —aclaró—. No eres mi tipo”. Contrario a lo que hubiera hecho otra muchacha, le agradecí su sinceridad y, de ahí en adelante, me sentí más tranquila con su compañía.
Pero su fuerte no son las conquistas amorosas, empezando porque no es tan agraciado; y, para remate, está desprovisto de la melosería mentirosa que usan otros y que, por lo general, casi todas las chicas quieren oír. Sus formas son otras: “tú me gustas y quisiera que fuéramos más que amigos”, descarga sin cancanear; y las muchachas se espantan, como si les hubieran mostrado al diablo.
Al respecto, no sé qué recomendarle porque tampoco es que me gusten mucho los habladores de la cursilería barata. Por mi cuenta, si un tipo me gusta —y compruebo que no tiene la cabeza vacía— se lo digo sin ningún problema, aunque más de una vez se han imaginado que soy fácil de llevar a la cama, pero terminan aburriéndose cuando comprueban lo contrario. Bueno, se aburren los tipos superficiales, de esos que piensan más con la picha que con la cabeza.
Otras veces creen que soy lesbiana, tal vez porque siempre visto de overoles, tenis, suéteres o blusas poco insinuantes, además de que procuro no pintarme demasiado.
Aún soy virgen. Es decir, nadie ha penetrado mi vagina, aunque a veces cavilo que no lo soy tanto, porque desde los 13 años vengo teniendo amores, a algunos de los cuales he masturbado y permitido que me acaricien vulva y pezones, como una vez que me desnudé ante un profesor que me gustaba mucho y hasta dejé que me besara por donde quisiera, pero no le permití que se quitara la ropa. Y es así como se me apartan, en cuanto se percatan de que nunca podrán hundir su espada en mis carnes. No tengo esos intereses aún.
Mi gran interés es marcharme hacia alguna de las ciudades donde las universidades sí imparten Literatura y Cine. Aquí solo hay Derecho, Medicina y Economía. Tal vez por eso todo el mundo quiere ser doctor, y a los artistas los miran como a la mierda del gato. Mamá es una de esas. “Te vas a morir de hambre”. O “Tendrás que ser muy buena haciendo libros y películas, para que puedas ganar plata. Pero mira cómo vas en colegio”, me acuchilla cuando le hablo de mis sueños profesionales.
Pero ella no es la única. Aquí todo el mundo piensa en el dinero, aun los que lo ostentan de sobra. Tengo que rodar una película sobre eso.
Las clases se terminan a las 12:30 del día. Casi siempre nos encontramos con un sol salvaje y la misma cantidad de buses reventándose de gente sudorosa y malencarada, a quienes me divierte dañarles el rato con un pedo estimulado por el hambre del mediodía.
Mientras llegamos a la parada y caminamos hacia la casa, el estómago se agita con el olor a comida que sale por las ventanas de las viviendas vecinas. Casi siempre —por no decir siempre— encontramos a mamá como la dejamos: gritando y quejándose de todo. Ese es otro de mis proyectos cinematográficos: una película que se titule La implacable máquina de joder la vida. Se trata de una mujer que recorre una casa grande pronunciando, con voz cacofónica e irritante, una letanía interminable, como un zumbido de mosquito majadero, algo así como una cascada imparable, que provoca que alguien aparezca repentinamente en la escena y le incruste un balazo en la cabeza. Estoy segura de que el público aplaudiría en el acto, porque es ese el final que todo el mundo esperaría.
Mientras consumimos la invariable sopa de huesos, mamá recoge los zapatos y las medias que Lila ha dejado tirados en la sala, al tiempo que nos regaña a Jose y a mí, porque esta mañana dejamos las toallas mojadas en las camas.
Los padres afirman que a todos sus hijos los quieren por igual, pero es mentira: siempre, por la razón que sea, tienen un preferido. La preferida de mi casa es Lila. Me imagino que por ser más bonita que Jose y que yo. A mamá le gustan las personas bonitas; y si son blancas y de “buena familia” aún más. Sobra decir que mis amigos no le agradan ni tres cuartos. Ese tema también está en mi agenda cinematográfica.
Una hora después del almuerzo, Jose y Lila se dedican a sus tareas, mientras yo duermo al influjo de la ansiedad que me tortura imaginando cuándo se acabará esta rutina de lunes a lunes, cuándo voy a entrar a la universidad por mi cine o mi literatura.
Ya tengo 18 años y todavía debo pedir permiso para lo mínimo. Claro, es que aún no produzco dinero. Y, así como van las cosas, quién sabe cuándo lo haga. Soy perezosa y apática, dos cosas que están en mi contra, aunque no dejo de soñar con ese día glorioso en el que pueda salir volando hacia otros cielos, donde no se escuchen la cantaleta de mamá ni las aburridas clases del colegio.
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