Vuelta al cine de Woody Allen
No dejan de llover escándalos, críticas, dardos envenenados del pasado. Todo ha llovido sobre la figura de Woody Allen. No sobre su obra, sino, lo que es muchísimo peor, sobre su humanidad. Acaecen todo tipo de reproches renovados. Su hija Dylan Farrow lo acusa de abuso sexual. Amigos suyos se han vuelto en su contra. Está en vilo su última película. Y a cambio, percibimos el espectáculo del escarnio. El protagonista es un hombre de 83 años considerado por legiones mucho más que un artista, un director de culto que abrió un nuevo abanico de posibilidades en el cine.
Alejémonos del repudio por un momento y consideremos primero el humor de Allen, un humor que se sostiene por unos andamios contradictorios, brillantes, absurdos e intelectuales, siendo capaz de lograr la maravillosa hazaña de hacernos sentir inteligentes y nobles, porque entendemos sus chistes y nos reímos con él, no de él.
Con esa descarga fulgurante de la racionalidad, Woody, nacido en Brooklyn (Nueva York) como Allan Stewart Konigsberg, el 1 de diciembre de 1935 en una modesta familia judía, empezó a hacerse un nombre. Escribía chistes a los quince años para algunos periódicos locales. Aunque él mismo haya dicho que es un “director de cine sobrevalorado de películas mediocres con escasas excepciones”, no nos cabe ninguna duda de que ha logrado mantenerse en el feroz y corrupto Hollywood con una vitalidad insumergible, dueño de un estilo propio, artífice al menos de diez obras maestras del cine. Músico, escritor, guionista y un largo etcétera artístico.
A los diecisiete ganaba más dinero que sus padres como guionista de la productora NBC. A los diecinueve escribía para clásicos de la televisión estadounidense y sólo cuando se animó a vencer la timidez se probó sobre los escenarios como monologuista de teatro y televisión, a principios de los sesenta.
Ha dicho en entrevistas que de niño quería ser criminal: “el crimen me parecía una buena manera de ganarme la vida, por entonces; lo veía como una manera emocionante de vivir, por ejemplo, tienes tu propio horario, y siempre hay cierto elemento de peligro. Pensé en ser ladrón de guante blanco, y chantajista, y jugué con la idea de ser asaltante sexual… e incluso pude hacer mis pinitios en esa área”.
Pero fuera de bromas, en 1965 ya es un comediante reconocido en los Estados Unidos, revolucionando el standup comedy con su visión particular, surreal y pesimista de lo cotidiano.
Desde 1969 ha producido una película por año, situando a Annie Hall como una de sus obras más destacadas y una de las mejores comedias de todos los tiempos. Pero, ¿cómo ha conseguido este hombrecillo octogenario ganarse cuatro premios Óscar y llevar una carrera meteórica sin precedentes? Quizá el secreto resida en una de sus más famosas frases: “Soy lo suficientemente feo y lo suficientemente bajo como para triunfar por mí mismo”.
Control creativo
Después de un par de decepciones iniciales en las que sus ideas eran vapuleadas por otros productores y directores, dejándole la lección de tomar el control de sus propias películas, se lanza al ruedo con el filme Toma el dinero y corre (‘69), un debut más que notable que narra la historia, a manera de falso documental, de Virgil Starkwell, un criminal nada temible, interpretado por él mismo. En ese punto se empieza a prefigurar el universo de este director influenciado por Groucho Marx, Federico Fellini e Ingmar Bergman, amante del béisbol, el jazz y los trucos de cartas.
En las dos películas siguientes Bananas (‘71) y Todo lo que quiso saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar (‘72), Allen empieza a revelarnos los temas que desplegaría durante toda su carrera: el amor, la muerte, el matrimonio, la política, la religión, todos vistos desde su inspiración cómica e intelectual. Son ejercicios histriónicos y ambas películas funcionan como búsqueda de un tono propio.
Otra de las películas definitivas, de la que paradójicamente no fue su director, es Sueños de un Seductor (’72), dirigida por Herbert Ross, y basada en el libreto de la obra que Allen había escrito e interpretado en Broadway pocos años antes. Woody interpreta a Allan Félix un cinéfilo divorciado que se enamora de la mujer de su mejor amigo, una jovencísima Diane Keaton, una de sus muchas musas, y quien recientemente, en su autobiografía, ha dicho que le debe toda su carrera al genio neoyorkino.
El crecimiento como actor y director empieza a consolidarse con los filmes El Dormilón (‘73) y La última noche de Boris Grushenko (’75), que son su primera y única aproximación a la ciencia ficción, y probablemente la mejor de sus comedias no ambientadas en Nueva York. Los disparates abundan, las alusiones a Groucho Marx, Sócrates, Napoleón, y a las guerras, los dilemas morales, éticos y el absurdo; todo entra como en un sueño lúcido.
Annie Hall
Para entonces ya era un director de cine connotado, con una estela de cinco películas a cuestas, un ingenio indiscutible y la capacidad creativa en expansión, configurando uno de los momentos más importantes de su carrera, justo para embarcarse en un nuevo proyecto llamado Anhedonia, un ambicioso thriller que combina una historia de amor, casi cuatro horas de grabación. Diane Keaton vuelve a ser la elegida para el papel principal. Anhedonia (incapacidad psicológica para disfrutar la vida), era un primer bosquejo de Annie Hall (‘77), la transición definitiva de Allen a un cine mucho más ventral, articulado, cambiante. De esas películas que llegan y modifican la manera de entender todo el oficio.
El cineasta no fue a recoger los cuatro premios Óscar que obtuvo esta cinta, ni siquiera fue a la ceremonia, algo que repitió todos los años hasta el 2003, cuando dijo que había olvidado asistir a la premiación de Annie Hall porque se quedó en su casa tocando el clarinete.
Se conoce como la obra fundacional de Woody, quien, contrario a lo que todos esperaban al haber encontrado por fin un estilo propio, decide virar y hacer Interiores (‘78), una película mucho más dramática en la que por primera vez no actúa. Emula el cine de Bergman, una de las obras más controvertidas de su carrera.
Manhattan
El siguiente filme sería una de las narraciones, en blanco y negro, más bellas posibles, la máxima expresión de sus aptitudes artísticas. Manhattan (‘79) indaga en la psicología de unos personajes muy bien demarcados, los logros visuales, interiores y exteriores, constituyen las escenas mejor logradas, los ángulos precisos. Los fotogramas y sus secuencias acompasan un clásico de la historia del cine, una declaración de amor por la ciudad de Nueva York.
De Manhattan hasta este 2018 ha llovido más de 39 años. El autor ya tiene una edad provecta. Y, sin embargo, sigue cumpliendo con la cita de ofrecernos cada año una película nueva, con desiguales resultados. No obstante, como ya se ha dicho, permanece el vilo su más reciente película. Los medios dicen que puede ni siquiera llegar a estrenarse e incluso que es probable que no pueda contar con el respaldo para hacer ninguna otra.
Los escándalos y el arquetipo
Allen no es un hombre, es casi un concepto, un arquetipo. Nos sirve como referencia para describir un tipo de cine, de director y de espectador.
Para la década de los ochenta, entregó joyas como Zelig (‘83), La rosa púrpura del Cairo (‘85), Hannah y sus hermanas (‘86), Días de radio (‘87), Delitos y faltas (‘89), entre otras muchas. Todos fueron procesos creativos bastante accidentados, reestructurados, pero llenos de maestría deslumbrante.
Los años noventa supusieron su última época dorada. Estuvo marcada por la progresiva destrucción de su matrimonio con Mia Farrow, que quedó además bastante retratada en Maridos y mujeres(‘92). Farrow habría descubierto la infidelidad de Allen con Soon-Yi Previn, quien para entonces tenía 21 años y era la hija adoptiva de Farrow desde 1978. Después de un embrollo legal, con demandas y custodias de por medio, Allen y Soon-Yi se casarían en 1997, matrimonio que se ha mantenido estable hasta hoy y del cual han nacido dos hijas.
En el nuevo siglo Allen ha mantenido la promesa de estrenar una película por año, convirtiéndose a sí mismo en un evento. Un acontecimiento esperado para saber a qué actores ha elegido y cuáles serán sus tramas que de por sí desencantan a los nostálgicos.
Woody Allen es lo suficientemente adulto para no tener que demostrarle nada a nadie, ni mucho menos impresionar. Su destino ha sido una consecuencia de su talento e imaginación. Después de mirar alguna de las obras que lo consagran como un autor de culto podemos entender, al fin, fácilmente que “la jubilación es para la gente que se ha pasado toda una vida odiando lo que hacía”.