«Yo sólo quiero bailar», una reseña de Eduardo Viladés
Escrito por Eduardo Viladés
Me gustaría convertirme en una mota de polvo y que alguien me abrazase, que asumiera todas mis cargas aunque fuese durante un par de segundos, que gracias a ese abrazo pudiera disfrutar de un instante de paz. De todos modos, al ver la coluvie que me rodea, cada día soy más consciente de que esa paz no llegará nunca. Lástima que la historia no se transmita genéticamente para las nuevas generaciones, avanzaríamos más rápido y no tendríamos que soportar la sarta de estupideces a las que nos tienen acostumbrados. Cuando alguien me dice que tiene menos de 40 años salgo corriendo. Programo el teléfono para que suene a una hora determinada, digo que mi madre acaba de romperse la cadera o, lo que surte mayor efecto, comento que mi iPad se ha estropeado y tengo cita en la tienda para que lo reparen. Todo esto lo digo metiendo vocablos en inglés, confundiendo haber con a ver, reemplazando la q por la k y hablando con acento de extrarradio absorbido de algún programa de telebasura.
Cuando verbalizo estos pensamientos mi hijo me mira aterrado, teme que salga con una recortada a la calle y cometa alguna locura o que le corte el cuello por la noche. Los seres humanos son animales rabiosos a la espera de abandonar sus jaulas… Me acompaña en el Teatro Bretón de Logroño en el estreno de ¡Que salga Aristófanes!, de Els Joglars, la compañía catalana que lleva 60 años cabreando y provocando al país entero. Mi hijo sabe que su padre es un reputado artista de la dramaturgia y la cultura españolas, es decir, un muerto de hambre que subsiste con esculturas y reseñas como ésta en revistas colombianas en el exilio. Pero me ama, a su manera.
¿Los jóvenes son el futuro? ¿De qué? Afortunadamente estaré bajo tierra cuando esa panda de descerebrados se considere a sí misma madura. Habrá quien se rasgue las vestiduras al oírme decir esto, sinceramente me da igual, lo más seguro es que tenga hijos de 26 años y le de vergüenza ajena ver cómo se comportan. Si tienen menos de 15, deseará meterles en la nevera para que se congele la sangre licuada que circula por sus cabezas. Lo terrible, sin embargo, es que se callarán esas intenciones, nunca las harán públicas, al contrario, optarán por pertenecer a un rebaño de iguales. En ¡Que salga Aristófanes!, un profesor de Clásicas ha sido destituido de su cargo en una universidad y recluido en un centro de reeducación, una especie de psiquiátrico con reminiscencias a Alguien voló sobre el nido del cuco y Despertares donde queda claro que la locura es el único refugio que tienen quienes viven instalados en el sufrimiento que provoca observar la basura del exterior para evitar que la razón acuda al encuentro con la muerte.
Dicen que el arte reproduce lo invisible. Que el arte es el placer de un espíritu que penetra en la naturaleza y descubre que también ésta tiene alma. Dicen también que sólo hay una cosa valiosa en el arte: las cosas que no se pueden explicar. Y ahí aparece la locura y la perturbación. La locura, a veces, no es otra cosa que la razón presentada bajo diferente forma. Quizá sea la sabiduría misma que, cansada de descubrir las vergüenzas del mundo, ha tomado la inteligente resolución de volverse loca. ¿No eran los sabios quienes recorrían los caminos que hacían los locos? José, o Aristófanes, mezcla en su cabeza la realidad y la ficción para reflexionar sobre los límites de la moral y la libertad de expresión. Representa la libertad del teatro y la cultura, hoy en día en peligro por una sociedad que nos vende una libertad asistida, una libertad dirigida, falsa por lo tanto, una añagaza barata que se manifiesta especialmente en los jóvenes.
¿Leen los adolescentes de hoy en día? ¿Puede subsistir la llamada generación Z si no recibe un determinado número de me gusta en Facebook? Perdón, dicen likes, que son muy modernos. ¿Ven más allá de la imagen reflejada en los autorretratos que sacan con sus móviles cada dos segundos? Perdón de nuevo, dicen selfies. Uno tiene una edad y no retiene los avances de las nuevas generaciones. Antes, disfrutábamos de las cosas tocándolas. Un disco, un libro, una persona, un abrazo. Hoy en día todo eso ha desaparecido, las cosas son falsas, virtuales, podemos bloquear a un buen amigo sin enfrentarnos cara a cara a la realidad del problema, metemos la cabeza bajo tierra, evadimos responsabilidades amparándonos en falsas identidades colectivas que adquieren tintes de ganado macilento y fácilmente domesticable, se olvida la importancia de la identidad individual.
Mi hijo parece entrever mis devaneos mentales. Me mira con expresión contrita. La verdad es que me preocupa mucho la juventud de hoy en día desde el punto de vista fisiológico. No pienso que meterse batidos de proteínas y clembuterol, como las vacas, sea adecuado para el desarrollo cuando aún se está en edad de crecer. Al mismo tiempo, me parece muy curioso que personas que piensan que Severo Ochoa es un jugador del Real Madrid discutan en la sauna del gym (jamás dirán gimnasio, no está de moda) sobre los beneficios en el torrente sanguíneo de los compuestos energéticos que consumen. Mi grado de estupor se multiplica cuando estos jóvenes hacen esos comentarios un domingo por la mañana tras haber dormido tres horas y enlazado el after, en el que se han metido cristal y farlopa y bebido diez gin-tonics, con la clase de tábata. En realidad, lo que hacen en el gimnasio es un puro espejismo porque el mundo está organizado para que pasemos el mayor tiempo posible sentados. Andar se ha convertido en una especie de acto de desobediencia política, en sintonía con las grandes marchas promovidas por Gandhi o Luther King. Y los jóvenes, en su mayoría, no entienden de actos de desobediencia porque se está muy cómodo a la sopa boba y han institucionalizado la mansedumbre de pensamiento como su modus operandi. De hecho, no es descabellado calificarles como la generación distraída porque su capacidad de atención se ha hundido. En mi editorial, apenas cuentan con escritores jóvenes porque son incapaces de avanzar más allá del relato corto o del microrrelato. La inmediatez orquestada por las nuevas tecnologías, donde un vídeo de más de dos minutos equivale a tres pases seguidos de Ben-Hur para nosotros, los viejos, hace que su mente se bloquee y esa sangre licuada se convierta en serrín.
Aristófanes insiste en que el artista, el cómico, tiene que emplear el humor como revulsivo para subsistir, para lograr una higiene mental que nos es vetada. “No os ofendáis, espectadores, de que siendo un cómico me atreva a hablar de los asuntos de la sociedad, pues también la comedia conoce lo que es justo. Yo os diré palabras tal vez amargas, pero verdaderas”, subraya dándose golpes en la frente y rodeado de sus amigos, locos como él, sabios como pocos. Sin pelos en la lengua, Els Joglars estornuda sin taparse la boca, sin miedo al qué dirán, con valentía, sale de lo establecido y arremete, con respeto pero cáusticamente, contra la apacibilidad de cavilación y el temor actuales, contra un momento histórico donde decir lo que se piensa está condenado con la pena capital, donde se han perdido las nociones históricas del pasado, donde se pretende desvirtuar el acervo cultural reestructurándolo con la yerta mirada actual. Sublimes las escenas sobre Colón, las nuevas masculinidades, la reescritura de libros en pro de la igualdad narcotizada. En este sentido, no hace mucho tiempo, una amiga, una cría de 33 años, se rasgaba las vestiduras después de ver por vez primera ¿Qué he hecho yo para merecer esto? y Kika.
—Pero, ¿cómo es posible que Carmen Maura deje a su hijo, yonki y menor de edad, en manos de un dentista pederasta, y se quede tan ancha, y que Victoria Abril, psicóloga y presentadora de televisión, diga a Verónica que se tome un valium y se tranquilice después de haber sido violada por Polvazo? ¡Qué vergüenza!— me dijo fuera de sí.
—Es cine, es arte, es libertad, es humor, ¿crees que Almodóvar intentaba herir sensibilidades? ¿debería volver a rodarlas? ¿deberían prohibir su exhibición? Por favor… Si a los artistas nos cercenas la creatividad y el libre empleo del humor para reírse sanamente de lo terrible y relativizarlo, apaga y vámonos. Sin humor y picaresca saludable, ¿qué nos queda?— respondí yo con temor a que me diese una hostia. No me entendió, entró en trance como si estuviese pensando en los bienes de Sijena y le tembló todo el cuerpo. Yo tenía valium a mano y le di uno. Ya no me habla. Sigo sin entender por qué vio esas películas.
Puede que se me acuse de adultismo y de efebifobia. Que me encarcelen, me da igual. Lingüísticamente hablando, los jóvenes son muy pintorescos. Cuando yo estudiaba, todo primer contacto con otra persona, ya fuese el camarero de un bar a las tres de la mañana o la cajera de un supermercado, se hacía empleando el modo de cortesía, algo que en otros idiomas mucho más protegidos que el español, como la lengua francesa, sigue vigente y es condición indispensable del habla cotidiana, so pena de ser catalogado como un necio. La democratización del lenguaje está de moda y el usted supone levantar barreras entre los seres humanos; caga el pobre, caga el rico, por supuesto, tiremos la casa por la ventana, libertad idiomática sin ira, hablemos como se nos ponga en el coño, profanemos la tumba de María Moliner, una cualquiera que no sabía hacer la o con un canuto, y hagámonos una crema exfoliante con sus huesos. Me he venido arriba, no olvidemos que soy carca, facha y retrógrado. A mí me sorprende mucho el libertinaje lingüístico, sobre todo cuando escucho a un niño tratar de tú a una persona mayor. Me parece una falta de respeto brutal. Supongo que la tecnología y las redes sociales han perjudicado a los jóvenes actuales, obsesionados con la llegada a los cines de Fast and Furious parte 45 y convencidos de que todo lo que sucedió antes de la fecha de su nacimiento sólo existe en los libros de historia. Recientemente me reencontré con un profesor que me había enseñado Lengua Española en la pubertad y justo le pregunté por esto. Me aseguró que, desde hace ya muchos años, jamás se emplea el usted en el colegio. Ni se enseña, con lo que el empleo del subjuntivo desaparece, ni se utiliza en el trato entre el maestro y el alumno porque todos somos iguales y significaría una conducta elitista propia de régimen dictatorial. Quienes han perdido el hábito de emplear el modo de cortesía no saben que, además de expresar respeto por la esfera íntima de la persona desconocida, en la que uno no puede ni debe adentrarse en un primer acercamiento, es muy útil para mantener a distancia a quienes emiten energía negativa.
El atentado contra el lenguaje alcanza niveles estratosféricos por esa tendencia a obviar que en español el masculino engloba también al femenino. Si alguien se siente ofendido, es su problema, la gramática no pretende agraviar a nadie. Así pues, frases como “el perro es el mejor amigo del hombre” tendrían que reformularse para no herir sensibilidades como “los perros y las perras son los mejores amigos y amigas de los hombres y las mujeres”. Yo, que me dedico al sencillo mundo del teatro y la narrativa, embebezco cuando contemplo los avances del lenguaje en pro de la igualdad y la modernidad. Tiene su lado bueno. A menudo tengo que hacer encaje de bolillos para adaptarme a la longitud de un texto teatral que me ha encargado una productora. Algunas de mis obras se quedan cortas porque tiendo a la condensación de ideas y no me gusta extenderlas de modo gratuito porque soy un profesional y me he convertido en icono de la dramaturgia española del siglo XXI. De todos y todes modos y modas o modes, con esta nueva e inteligente tendencia, una pieza de 30 páginas se coloca, como por arte de magia, en 40. Al mismo tiempo, gana en agilidad y riqueza. Los y les personajes de la obra y el obro teatral adquieren más consistencia idiomática. Si a eso le añadimos meter alguna @ o x para unificar el masculino y el femenino, con el consiguiente regusto estético que conlleva, la pieza se convierte en merecedora de un MAX. Y una cosa más que vemos también hoy en día en el arte. No importa la calidad del guión, lo que importa es cumplir ciertas normas. Tiene que haber un beso lésbico, un negro, un chino, un fluido, un binario, un trans, dos gays, un ex preso, un ex drogadicto, un defensor de la memoria histórica, frases en euskera, en catalán, en camerunés.
—Pero es que en mi guión Petra se lía con Manolo y ambos son blancos y trabajan en una confitería de Gerona, pero no lo he hecho con mala intención, es que ni me he parado a pensar en ello.
—Lo siento, Petra tiene que ser fluida y besarse con Encarna, que regenta un centro de ETS.
—Sí, ideal, pero es que eso no cuadra con la historia. Sería otro libreto, pero no el que le presento.
—Te llamaremos.
Este atentado lingüístico tan moderno también queda patente en el transcurso de ¡Que salga Aristófanes! en los diálogos entre los adalides de la actual libertad asistida de los personajes de Laura y el profesor enviado al centro de reeducación.
Yo sólo quiero bailar. Esta frase podría resumir toda la obra. La pronuncia una de las locas, la musa de Aristófanes. Y es que ella sólo quiere bailar. Nada más. ¿Por qué no la dejan vivir? ¿Por qué se empeñan en emponzoñar algo tan natural como bailar? ¿Por qué malmeten si sólo quiere bailar? Que la llamen guapa si le apetece, que la toquen sin síes y sin noes condescendientes y envenenados de por medio, que la zarandeen si a ella le apetece, que dejen de politizarlo todo y ver fantasmas donde sólo hay aire. Sólo pide que la dejen ser.
Las enfermedades, el insomnio y la sequedad uretral son los pilares de la mediana edad, convivo diariamente con ello, no me parece tan impopular que opte por ser un despojo social y un paria que disfruta regodeándose en el lumpen. Como los personajes de Aristófanes, estoy perturbado, desequilibrado, supongo que se encierra a algunas personas en el manicomio para hacer creer que los que están fuera permanecen cuerdos. No quiero salir del psiquiátrico… Sublime la escenificación de la desidia que envuelve a los jóvenes actuales y el miedo del Aristófanes catedrático al dirigirse a sus estudiantes midiendo sus palabras al máximo para evitar denuncias en la universidad del siglo XXI, donde se ensalza la ideología tan cercana y ecuánime de personajes como Stalin, ejemplo de libertad donde los haya. No entiendo por qué a los jóvenes les meten la morralla de que tienen que trabajar en equipo y aprender a ser líderes. Choca totalmente con la tendencia impuesta por las nuevas tecnologías, donde creen que interactúan con sus congéneres a través de mensajes de texto, vídeo llamadas y whatsapps, cuando en realidad están solos y nadie daría un duro por ellos. Se han convertido en neocaníbales, consumen gente a través de las aplicaciones. ¿Hasta qué punto les vendría bien una desintoxicación digital?
La incultura se ha establecido como la nueva cultura, hay que respetar la democracia del talento, pero lo cierto es que nadie tiene el valor suficiente para recordar que no todo el mundo es talentoso. El miedo se erige como el nuevo paradigma, tanto para los padres, la mayoría inconscientes de que viven rodeados de basura, como para el sistema, que lo emplea en su propio beneficio intentando colonizar nuestra imaginación. Es terrible que la juventud actual no sepa disfrutar de un café en una mesa, carecen de habilidades sociales. No existen las neuronas espejo al ser incapaces de establecer relaciones de confianza ni conversaciones personales basadas en el aquí y el ahora porque los dispositivos tecnológicos ganan la batalla. Eso genera desconcierto en esa franja poblacional porque no están acostumbrados al maravilloso caos de una conversación real. Se autoeditan en un mensaje de texto, no poseen mecanismos de inmediatez ni réplica, con lo que la capacidad de concentración se erige en el nuevo indicador de inteligencia (palabras de Daniel Coleman).
Esta sociedad tiene un tufo que no me gusta. La creación de identidad se ha convertido en una obsesión. Demasiado absortos en sí mismos, propensos a desfallecer o hundirse en cualquier momento ante una adversidad por la ausencia de recursos intelectuales e históricos, los jóvenes renuncian a las militancias, al compromiso real con la cultura y con el pasado, pero siguen las últimas tendencias callejeras, vacías y yermas. Ni son los decadentes pesimistas de Nietzsche, ojalá, ni los oprimidos trabajadores de Marx, son meros pisaverdes obsesionados por la búsqueda del ego y del propio interés.
“Temo el día en el que la tecnología sobrepase nuestra humanidad. El mundo sólo tendrá una generación de idiotas”
Albert Einstein
Tengo un hijo de seis años y me niego a que se convierta en un cantamañanas. No me apetece que trate de tú a la vecina de 80 años del entresuelo, que intente decir te quiero a su madre mandándole un mensaje al móvil, que lo deje con su pareja a través de un emoticono, que piense que todo lo que ha sucedido antes de su fecha de nacimiento no tiene importancia, que confunda a Los Beatles con el nombre de un centro comercial, que disfrute con las letras machistas y homófobas de reggaeton antes que con Mina, Luis Llach o Aute, que termine siendo, en definitiva, un gilipollas. Tampoco quiero que escriba como habla, que cometa infames faltas de ortografía que le lleven a escribir te hecho de menos o asta luego y se quede tan ancho alegando que lo importante es comunicarse, que se vanaglorie de ser un inculto, que acuda a Wikipedia para saber quién fue Mozart o piense que la I Guerra Mundial se desarrolló en el siglo XV en Uruguay. Tampoco quiero que viva marcado; mi generación luchó en los 80 y los 90 por desterrar todo tipo de etiquetas, amábamos a quien deseábamos, conseguimos grandes pasos en cuanto a la libertad real, nos daba igual si alguien era trans, trons, fluido, binario o su puta madre, simplemente éramos Manolo, Elvira o Pedro, personas.
Cuando yo era niño recuerdo que una vez tuve un profesor que nos enseñaba a no hacer nada. Nos animaba a tumbarnos en el suelo o encima de la cama y pasar una hora entera mirando al techo. Al fijar la mirada en un punto determinado durante mucho tiempo, el gotelé blanco del techo se transformaba en una galaxia de colores estridentes que daba vueltas alrededor de la habitación. Era en ese momento cuando surgían las mejores ideas y la mente recargaba las pilas…
Como he dicho antes, vivimos en la denominada democracia del talento. Y el talento no es democrático, se tiene o no se tiene. A mi hijo le recomendaría que no estudiase, que fuera un muerto de hambre, tendría un futuro más prometedor. Pero ha salido a su padre y es un ratón de biblioteca. Apenas levanta un palmo del suelo, pero no deja de preguntarse el porqué de las cosas, el porqué real, aquel exento de etiquetas, el que reside en los libros y en los ojos de la gente, no el que se lee en Internet o se comparte en las redes sociales. Como su padre, sé que cree en el poder de la literatura para destilar las verdades esenciales. Le irá muy mal y sufrirá lo indecible en esta sociedad tan democrática en la que ser diferente está castigado con la pena capital. Lo que realmente quiero es coger a mi hijo de la mano y teletransportarme con él en la máquina del tiempo de H. G. Wells que tengo escondida en el sótano. Nos tumbaríamos en la cama mirando al techo con música de Janis Joplin como testigo silencioso, llamaríamos a mamá con un góndola rojo que haría juego con el papel de las paredes y las flamencas de la abuela encima del Telefunken e iríamos al cine a ver El crepúsculo de los Dioses. Oiríamos a Mariano Medina de fondo, dudaríamos entre la primera o la segunda cadena, pasearíamos por parques más limpios, por calles menos contaminadas, nos perderíamos por el mercado hablando con la tendera, a quien compraríamos género traído del pueblo, y quedaríamos con nuestros amigos en el bar de la plaza mayor a la hora de todos los días. Sin artilugios, sin tecnología, sin cabezabuques que vendan humo, hablándonos y mirando el techo… Porque no hacer nada, como decía aquel profesor que tuve en mi niñez, es un modo de hacer. Porque, en definitiva, como diría Aristófanes, ya es hora de que descolonicemos nuestra imaginación de la mierda que esta panda de imbéciles intenta meternos.
Imágenes cortesía: quesalgaaristofanes.com
One Comment
Wilfredo A. Ramos
Excelente disquisición sobre el barranco que tenemos ante nuestros ojos y nos negamos a ver. Si en algún instante de la historia las armas eran los instrumentos para derrumbar ciudades, hoy aquellas son la tecnología cotidiana, la descontextualización de la historia, el abaratamiento de la ética, la disforia intelectual, la subordinación de lo que va quedando de la cultura a las ideologías victimismos.
Nunca la humanidad ha estado más al borde de la desaparición como ahora, lo cual no será por ninguna otra arma atómica, sino producto de la idiotizacion del rebaño en aras del último “like”.
Hemos llegado al momento en que no se sabe qué sería mejor, si aquella máquina del tiempo de Wells que usted nombra o el instantáneo Almagedon de los antiguos…