Narrativa

Fisura, un cuento de Fernán Correale

Por Fernán Correale

El arte ciego de esconderse detrás de las ojeras, como puertas clausuradas por el alcohol. Como la caricia de un niño a un perro callejero, el agua va y viene al compás del trapeador. Las mujeres comentan sobre la fuerza, de lo bien que lleva a cabo su actividad. Visto desde arriba es una comedia bizarra, apura el cigarrillo con las manos temblorosas, el Fisu, manoteando de la mesa un poco de jamón crudo de ayer, la Palermo se calentó con el sol de enero, los mosquitos ni siquiera quieren aparecerse por allí.

“No puedo más, no tengo resto, soy sólo esto, hoy no me tengas piedad”, tararea para sus adentros. Retumban, por unos segundos, los martillos de su infancia en el sur. Siempre en deconstrucción el Fisu, le dice el Walkie apurando el faso y sonriendo victorioso porque rescató unas flores del cajón.

Otra vez ese sentimiento de derrota que no sabe por qué baja a molestarlo. Entorna la voz y agita el vaso con lucidez pesada. Da una calada mirando el fuego apagado de la noche anterior. ¿Qué pasó?, ¿Cuándo fue? La Fabiola tomaba vino blanco moviendo sus caderas al son de la cumbia después del recital, contándole que había nacido en Quilmes. Hasta ahí todo bien. Pero, ¿la orgía? Esa orgía maniática debajo de las sábanas y él durmiendo totalmente escabio. El alcohol no sirve para nada. Pasa la vida por el costado y uno con olor a lúpulo, a birra barata, a sativa, a tabaco enjuto, o a derrota por ser el menor.

—Que bien ilustra el piso y con cuanta fuerza— dice la morocha. Lustra dice, licencia poética.

Hablando del marido de la anfitriona.

—Para algo mide dos metros—responde ella rezongando en forma de broma, y ríen como si aquello causara gracia. “Ni para barrer sirve el Fisu, míralo como está”, muge el trapeador.

—Ey Fisu, ¿estás acá?

El Fisu sonríe sin ánimo de nada, más que empinar el vaso y darle otra calada. En Saturno encontraron oro dice Fabiola, mientras la espuma recorre el salón. Las ojeras, la vagancia a flor de piel, el olor a la ceniza sobre la camisa celeste, agujereada por un cigarrillo ofensivo dentro del 147 del norteño, todo sucedió mientras armaban un porrito, tuvo que caer justo la brasa del lado derecho, como un aerolito que baja de no sé dónde, mientras hablaban de las tetas esféricas de la Sole.

«Hace media hora, el Tronco, había tenido la buena acción de darle una camisa celeste y nueva al Fisu, y ahí lo ves, de improviso quemó nomás, pocas pulgas ché, dicen que habla al vesre como yodita y que viene del sur y muestra sus abdominales, más por el calor insoportable que por querer desafiar a algún pajero». Estas morochas teñidas son de no creer, lo vuelven loco con sólo verlas pasar, como camiones de doble acoplado, por la calle San Martín, acodado en cualquier barra de alguna esquina pulgosa, tomando una fresca con el murmullo incoherente de la Banda, Los Místicos, como le gusta decirles, cuando la Palermo se le sube a la cabeza.

El Fisu habla únicamente con el lado izquierdo de la cara, algunos le han llegado a decir el zurdo, pero no hace caso, asociaciones raras de los porteños de barrio, depende desde dónde se lo mire. La Fabiola, bien se sabe, es del sur de la provincia y lo tiene a mal traer porque toma vino blanco, moviendo las caderas anchas al compás de la cumbia, se le van los ojos, mueve la rodilla queriendo acercarse sin pronunciar palabra alguna.

Dicen que ya desde sus tierras lejanas arrastra la maldición del indio, que es un solitario y que sólo con mirarte delata que su signo lunar tiene ascendente con el vagabundeo, pero como de astrología, tampoco, sabe mucho, lo dejamos ser.

También llego a aclararse por lo bajo que sus ojeras lo dejan permanecer de pie sólo cuando canta, mientras se lo ve sostener un cigarrillo chispeante y pensativo, como si las volutas de humo dijeran qué es lo que sigue después del primer paso tímido.

El Fisu se levanta de la silla y mueve su cuerpo tirante hasta la cocina, pone la pava, es la hora del tercer café de la mañana, como si necesitara moverse para juntar energía en busca de nuevas caderas porteñas. Un carroñero, un ave rapaz, un monstruo marino y ciego, encapsulado sobre una taza de café colombiano, más puro que el aire de la nieve. Tiene las pupilas dilatadas, como si hubiera tomado una Pepa. Vuela dos segundos con la imaginación recordando el abrazo por la espalda de la Fabiola, mientras escuchaban a No te va a gustar, que obviamente ella pagó la entrada, por algo es contadora, por algo tiene esos pantalones negros que tanto lo vuelven loco, si es que ya no estaba loco antes de conocerla.

Recuerda ese fragmento de la canción, “cómo la vida sin vos”, y suelta un lagrimón sobre el café, una lágrima, le lagrimea el ojo. No será porque se mandó un cartón, no lo sabremos, dependiendo si trastabilla con algún gerundio inoportuno.

“Las palabras atan y asfixian”, piensa, poniendo Kamikaze en el DVD del living y apurando unas flores, abre una de las puertas de la entrada, deja el mosquitero protegiendo el lugar. Cada vez que intenta escribir un poema sólo ve humo y más humo en sus pupilas lejanas. De tanto alquitrán quedarás seco y no podrás escribir siquiera algún verso onettiano, delira el Fisu, recordando por un segundo el primer párrafo de Los Adioses. Cuándo llegará una tal Idea Vilariño a mí zona de confort. Atisba a mover la mano muda en el aire cansino.

Fisu reflexionó atiborrado de recuerdos precarios, que debía comprarse unos anteojos negros y circulares, como su vida últimamente, al menos para no perder la combinación con su grisácea existencia de joven borrego. Estaba leyendo unos ocho libros inconclusos que no avanzaban en ninguna dirección. Sentía que escuchaba voces o todas las voces del exterior le parecían que estaban dirigidas hacia su persona, cosa que lo descolocaba y le provocaba un leve desfasaje, una cierta apática, mezclado con rencor, básicamente odiaba a cualquier inútil que quisiera joderle la existencia. Odiaba principalmente a las personas que se la agarran con un tercero para aumentar su pequeño ego condescendiente.

Buscó otro Lucky del bolsillo, los cigarros americanos, rubios, le daban cierta tranquilidad y podía desenvolverse con sus manías tranquilamente cada vez que caminaba por las avenidas atestadas de gente que iba de acá para allá simulando que estaba cuerda. Estaba tomando pastillas hace un año por los ataques de pánico, pero los tenía tan asumidos, que podía pasar por un completo cuerdo, a no ser por las ojeras. Como siempre las ojeras son una marca indeleble del lector nato en esta sociedad acelerada y febril. Siempre iba de acá para allá con un libro bajo el ala, o en el bolsillo y charlaba con toda bibliotecaria que se cruzaba, hablando de Chandler, o de los cuentos completos de Walsh, o la poesía completa de Pizarnik, en fin, sobre todo tipo de escritor que cualquier joven amante de la literatura debe leer. Ahora estaba leyendo un libro sobre la juventud perdida del francés que ganó el nobel. No hacía ningún esfuerzo por acordarse ni del autor ni tampoco del título de la obra, sino del marco general de la historia. No era detallista, pero si un gran lector, voraz, despabilado, que devoraba cada gramo de letra que pasaba por su iris color café con leche, o algo así como marrones claros. Alguna mujer a veces le había llegado a decir que se parecía a un vampiro de una película famosa, pero claramente, no se acordaba si la había visto o se hacía el desentendido, omitiendo el halago agachando la vista y buscando alguna cita o párrafo de Arlt o Piglia que estuviera dando vueltas o petrificada en el mismísimo suelo baldosado de rombos negros y blancos. Como en una partida de ajedrez, movía las piezas de su memoria para no pensar en los labios de Fabiola e intentar contestar cualquier idea que tuviera algo de coherencia, además de ocultar su nerviosismo tembloroso detrás del humo del cigarro.

Lo que menos necesito, pensó el Fisu, mientras una mosca daba vueltas por la mesa, es ir a un bar dónde un montón de imbéciles hablan de mujeres sin siquiera haberse garchado a alguna, mejor quedarse leyendo a Cioran y su barroquismo exacerbado. Hizo una bolita con la colilla y prendió otro cigarrillo, el cielo empezaba a nublarse, tal vez llovería, pero nunca le había importado mojarse, al contrario, disfrutaba más del gran Buenos Aires y los techos de los autos relucientes, los cafés al paso, las pizzerías, las librerías de Corrientes, se sentía a gusto entre tantos escombros hechos edificios, por doquier, había trenes, callejuelas innombrables, estaciones pintadas con grafitis, túneles que no llevaban a ninguna parte.

Terminó los mates y dejó todo a un costado, estaba cansado, malhumorado por no poder estar caminando por la ciudad. Había escuchado por ahí que había una expo de Spinetta por Recoleta, nada podía salir mal entre dibujos y acordes del Flaco.

Después de un paso lento y reconcentrado por la Expo, fue con sus libros cerca de la avenida y se sentó a mirar los autos que iban y venían. Escribió un poema en el cuaderno, miró a las palomas y a las mujeres que iban corriendo mientras hacían rebotar (sin querer) toda su musculatura. Estaba pensando en irse, cuando vio a una mujer, una adolescente, mirando a un árbol, compenetrada en escrutar al ser vivo, puliéndolo, llevaba una pollera a cuadros y un buzito azul oscuro. No llegó a ver de cuál colegio era, pero lo que le llamaba la atención era el ceño fruncido, sus manos posaban sobre la falta, tenía dos anillos, y una pulsera de plata, sin pensarlo dos veces empezó a dibujarla, extasiado por su belleza, en quince minutos había terminado el boceto y ella ni siquiera se había dado cuenta que la observaba, estaba totalmente ida, mirando el Roble que bordeaba la avenida. Se levantó y con paso apresurado pero sin parecer nervioso le tocó la manga derecha.

—No quiero molestarte, pero acabo de verte mirando el árbol y no pude más que dibujarte.

Un olor a humo se apoderó del ambiente, los autos dejaron de chirriar contra el asfalto, la mujer se evaporó en un instante, el dibujo dio pelea pero también desapareció, abrió los ojos, estaba en un parque, no sabía dónde y empezaba a oscurecer, los cuadernos tachonados y desprolijos estaban en orden, su mochila también, se levantó de un instante, se puso la capucha y salió para la estación, otro día será, pensó, con una sonrisa amarga entre los dientes.

    Fotografía: Pixabay