Narrativa

La concupiscencia de una señora de 80 años, un cuento de Eduardo Viladés

Tuve que irme a la cama para no flaquear después de haberme acostado con medio regimiento. Sin las pastillas para la hipertensión a mano y con la mala conciencia que me causaba haber dejado a mis bisnietos con la canguro, reconozco que no fue uno de mis mejores rodajes.

Había abandonado el negocio de la pornografía mucho tiempo atrás, pero Giovanni me llamó, histérico:

Marisol, tienes que hacer la película, los productores me están metiendo mucha presión. Buscan aquel toque Linda Lovelace de los setenta que sólo tú sabes dar.
Estoy cansado de las crías de hoy en día, no saben actuar y tienen los bajos llenos de bótox. Es un problema lo que te cuento y ralentiza mucho los rodajes, créeme, no puedo más.
Al solidificarse, ahí no entra ni una taladradora, un auténtico show lo que se monta, vaya, que ni con Goma2 te puedes abrir paso.
Además, el presupuesto cada vez es más limitado como para contratar a alguien con la potencia de Rocco Sifredi.
Ahora que lo pienso, Rocco se ha retirado, ¿verdad?
No entiendo cómo se dejan engatusar tan fácilmente por la publicidad, trabajar en esas condiciones es un horror, estoy hasta arriba de valium y planteándome volver a la pizzería de mis padres en Catania, bueno, no quiero entrar en ese terreno que me pongo neurasténico, ya sabes de lo que hablo.
Marisol, te lo ruego…

Accedí. A los 80 años cuesta recuperar el tiempo perdido, pero siempre he sido muy profesional y el sexo me apasiona. También debo decir que el guión me entusiasmaba. Se centraba en una cárcel abandonada del interior de Ciudad Real y yo hacía de ama de prisiones. Generalmente, un rol principal consistía en tres líneas, dos de ellas onomatopéyicas.

En esta ocasión, sin embargo, tenía un discurso de casi diez minutos en el que hablaba con los guardias de budismo y el procès. Y vestida. Lo nunca visto. Luego me follaban, es evidente, es un filme porno.

Mi personaje tenía 20 años menos que yo, pero décadas delante del televisor con los vídeos de aeróbic de Jane Fonda y una dieta a base de brócoli y arándanos me mantenían en forma. Atrás quedaban los tiempos en los que rodaba cuatro películas a la semana con sementales de primera fila, pero el tiempo pasa para todas, lo importante es contarlo.

Hice la película, gané el Grammy porno a la mejor estrella en decadencia y me llovieron las ofertas para volver al negocio, pero las rechacé.

A mí dame los setenta, el amor libre, los cuerpos naturales, Nixon, pasar horas en la cama hasta arriba de LSD con Janis Joplin como telón de fondo, dejarse llevar, fluir sin cortapisas, sentir que el sexo es un modo de comunicación y que yo soy una portera.

En esa época, todos lo éramos…

Yo me había criado en Villanueva de la Serena, Badajoz, donde mi madre regentaba el burdel Sensations. Mi padre era Legionario de Cristo y mi hermana Macarena se había metido en el Opus a los siete años después de que mi madre la mandase por error a un retiro espiritual en Torreciudad, un santuario que esa organización tiene en medio de Huesca, una especie de Vaticano cutre excavado en la piedra.

A mi hermana no la veo desde hace tres décadas. Es más mayor que yo, no recuerdo bien su edad, debe de estar cerca de los 95, aunque he visto fotos de ella en varios folletos que su institución me envía para captarme y está estupenda. Digo yo que el bromuro tendrá un efecto sanador y hará que se ralentice el envejecimiento. No la envidio. En mí, el crack ha tenido un efecto similar. A pesar de que se mantiene estupenda, tiene la cara un poco hinchada y ese rictus agrio y seco de las vírgenes, me recuerda a Isabel San Sebastián en una tertulia de Trece TV.

A quien echo en falta es a mis padres. A mamá porque me enseñó los pormenores del oficio, porque me animó a volar y a ser yo misma y porque me dejó una cartera de clientes de primer nivel entre los que había ministros, jeques y maharajás. A papá porque consiguió, sin darse cuenta, que dotase a mis películas de ese “no sé qué” que ninguna actriz de mi generación logró. Los manuales del buen cristiano que guardaba en la estantería del cuarto de baño y las férreas normas de los Legionarios hicieron que en mi interior conviviese un deseo sexual incontenible (gracias, mamá) con una represión propia de centro de numerarias, la combinación perfecta para lograr ese quiero y no puedo de mis películas que me llevó a la cumbre. Digamos que me trajinaba a media provincia vestida como una colegiala con ganas de algodón de feria con Un pueblo es, de María Ostiz, como testigo silencioso.

Aparte de ex actriz porno también soy médium y una vez a la semana invoco a mis padres en largas sesiones de ouija. Ambos siguen juntos y enamorados en el más allá, según me cuentan. No me sorprende. Viene a mi cabeza un episodio de mi adolescencia. Yo acababa de llegar de farra con los amigos, borracha, serían las dos de la madrugada de un viernes. Antes de meterme a la cama siempre daba un beso de buenas noches a mi madre, quien solía quedarse hasta tarde viendo la carta de ajuste o Testimonio, en función de si estaba sola o con su marido. Esa noche no estaba en el cuarto de estar y fui a su dormitorio. Al abrir la puerta vi a mamá vestida de Dominatrix con un traje de látex negro que tenía una pequeña abertura en el coño y un látigo con el que azotaba a mi padre mientras le insultaba. De fondo, en el radiocasete, La Madre Teresa no nos interesa, de la Polla Records. Papá me miró con candor y me dijo “cariño, esto no es lo que parece”. Fue a partir de ese momento cuando lo tuve claro: sería actriz.

Triunfé y el Grammy me abrió la puerta al cine porno enfocado a la senectud. Varios asilos y productoras con sede en residencias de la tercera edad se pusieron en contacto con mi representante, pero rechacé todas las ofertas. Que duda cabe que ser perforada a lo Fosa de las Marianas por seis mozos cuando se tiene 80 años me llenaba de orgullo, pero no me gustó lo artificioso del rodaje y de los actores. En los setenta, cuando Linda Lovelace y yo protagonizamos Garganta profunda, los rodajes eran una continuación de la sala de estar. Me drogaba en casa tranquilamente con mi marido y después en el set con Linda y Harry Reems.

Éramos personas normales, que cagaban, meaban y se pedían y, en los ratos libres, follaban. Hoy en día es justo lo contrario: jóvenes hasta arriba de anabolizantes que se inyectan viagra líquida en el pene para que sus erecciones duren horas, actores cuyo nivel cultural se limita a saber el nombre del último LP de Britney Spears y decorados de cartón piedra intercambiables, válidos tanto para una cárcel de la España profunda como para una oficina del centro de Madrid.

Hacer la película me sirvió para darme cuenta de que envejecer es maravilloso.

No negaré que verme empalada por manubrios de prepúberes me dio un subidón de adrenalina que después compartí con mis amigas en las partidas de bridge del club social.

Tampoco negaré que me destrozaron. Mi geriatra se echó las manos a la cabeza cuando me desnudé en su consulta. Son 80 años, no nos volvamos locos:

—Pero, Marisol, ¿qué ha sucedido? Esto parece un acto de terrorismo—, dijo mientras me sacaba decenas de fotografías para exponerlas en un congreso al que acudiría en la Clínica Mayo.

Echaba la vista atrás, recordaba mis tiempos en el porno de los setenta, mis farras con Linda y Harry, la naturalidad con la que restregábamos nuestros fluidos por nuestros cuerpos deseosos de lujuria y el modo en que asumíamos lo que éramos y me sentía orgullosa del camino recorrido.

Había hecho con mi mente y con mi cuerpo lo que se me había puesto en el coño. Me había drogado, acostado con decenas de hombres, recorrido tugurios y antros de mala muerte y participado en bukkakes y orgías. Inventé en España el término doble penetración y mis tetas eran las culpables del 90% de los sueños húmedos de los españoles de los setenta.

Me tildaron de puta, drogadicta y actriz barata.

En efecto, fui puta, sigo siéndolo, para mí es un piropo. ¿Pasa algo? Si no te gusta, te jodes, olvídate de que te haga un descuento. Estoy cansada del concepto androcéntrico de esta sociedad que se cree moderna, de la hegemonía cultural de la postración, de que a las mujeres se nos señale con el dedo por dejarnos llevar y decir a los cuatro vientos que somos libres.

Punto dos. Me drogué. Mucho. Pero con mierda de calidad que potenció en mi interior ese carácter indómito y aventurero que me ha hecho única. Nunca me ha gustado la manzanilla ni la tila y siempre he desconfiado de los abstemios, ocultan algo, cada vez lo tengo más claro.

Ah, y no soy Nati Mistral, pero creo que me lo he pasado mucho mejor que ella, que en paz descanse.

Imagen: Archivo.

Escritor, dramaturgo, director de escena y periodista con más de 25 años de carrera, referente de la cultura española contemporánea. Ganador de prestigiosos premios internacionales de teatro y literatura, Eduardo Viladés cultiva el teatro largo, de medio formato y de corta duración, así como la narrativa. Ha publicado dos novelas y prepara la tercera. Sus obras teatrales se representan en varias ciudades españolas, México, Colombia, Perú, República Dominicana y Estados Unidos. Elegido dramaturgo del año 2019 en República Dominicana y en 2020 en La Rioja a través del Instituto de Estudios Riojanos. Colabora asiduamente con sus ensayos, relatos y obras de narrativa con las editoriales Odisea cultural (Madrid), Canibaal (Valencia, España), Extrañas noches (Buenos Aires), Microscopías (Buenos Aires), Lado (Berlín), Otras Inquisiciones (Hannover), Primera página (México), Gibralfaro (Málaga), Windumanoth (Madrid), Amanece Metrópolis (Madrid) y Viceversa (Nueva York). Compagina su labor como dramaturgo y director de escena con el periodismo, área en la que cuenta con más de dos décadas de trayectoria profesional en diversos países del mundo como reportero, editor y presentador de TV. Ha vivido en Reino Unido, Italia, Bélgica y Francia. Hoy en día trabaja también para la revista Actuantes, la principal publicación española de teatro, lo que le permite combinar el periodismo con las artes escénicas. También es experto en periodismo cultural y documentales de sensibilización social, un artista polifacético.