Narrativa

Cuesta una vida descubrir la verdad, un cuento de Ramiro Rodríguez

Retorno era un pueblo tranquilo, de calles angostas y casas pequeñas, con personas cálidas y de gran corazón, al menos la gran mayoría. En él existía una leyenda ancestral que viene de la tradición oral de hace más de trescientos años. A ésta se le debía el nombre. Y dice lo siguiente:

“Todo aquel que haya amado sobre estas tierras, si al lado de la persona que ama es enterrado, en la siguiente vida se encontrará de nuevo ante los ojos que observó durante sus últimos años”

Todos los habitantes acogían estas palabras como base fundamental. En cada entierro, el sacerdote del pueblo leía la inscripción en voz alta y la tallaba en una única lapida de madera bajo la cual descansarían los amantes eternos.

Elisa llegó al pueblo a sus quince años, obligada por su padrastro y su madre, quienes tras escuchar los rumores sobre aquel viejo poblado, se radicaron en él con la esperanza de continuar amándose en su siguiente vida. Elisa creció viendo el amor florecer cada día. Cada mañana su padrastro se levantaba media hora antes que su madre, preparaba el desayuno para luego despertarla con un beso en la frente. Ella, entusiasmada y haciéndose la dormida, miraba a través de sus pequeños ojos entrecerrados. Cada día, sin falta, Roberto levantaba a su esposa con un tierno beso y el desayuno listo.

Cuando la pequeña niña cumplió diecisiete años conoció el amor. Era Raúl, un joven de veinte años, fornido, de ojos color café y un cabello color madera, siempre alegre y muy atento a los caprichos infantiles de su pequeña niña. Elisa todavía inexperta, dedicó sus días a recrear el amor que había estado viendo los años anteriores. Le entregó la vida a aquel hombre de piel canela. No pasó mucho tiempo antes de que ambos se fueran de casa y empezaran a vivir juntos. Él tenía 21 y ella 18. Se despertaban abrazados cada día. Elisa siempre se levantaba media hora antes y le preparaba el desayuno para luego despertarlo con un cálido beso. Él, con una sonrisa enorme, recibía el desayuno y le agradecía que fuera tan atenta.

A pesar de los baches, la falta de empleo, la escasez de alimento y las temporadas secas en el pueblo, el amor de aquella pareja no hacía más que aumentar. Con cada problema que resolvían juntos, unas cuantas hebras del lazo que los unía se rompían. Sin embargo, por cada hilo roto, Elisa tejía dos más. Cuando Raúl tuvo 34 años llegó al pueblo y a la familia una nueva integrante, una hermosa bebé de ojos azules, piel clara y una sonrisa despampanante, como la de su madre. La llamaron Elizabeth. Los días empezaron a ser un poco más complicados, pero aun así, Elisa jamás dejó de levantarse media hora antes.

Poco a poco fueron pasando los años. Los cabellos de ambos se tornaron blancos, la piel antes tan tersa ahora estaba adornada con un sinfín de arrugas, y sus movimientos, aunque igual de fervientes, ya no eran tan agiles. Aquí, amigos míos, empieza la historia real:

Elisa tenía 63 años, casi todo le resultaba cansado, sus extremidades ameritaban más reposo. Ella continuaba levantándose a preparar el desayuno de su esposo. Se sentaban a la mesa, comían y conversaban. Se contaban alguna de las historias que tanto disfrutan contarnos los abuelos. Una vez a la semana Elizabeth llegaba con su marido a desayunar con ellos y unirse al relato de sus vidas. Raúl intentaba prestar la misma atención que años atrás, pero no le era posible. El sentimiento que había estado ocupando su cuerpo desde hace más de quince años ya no era amor. Era más bien un apego a lo conocido, a lo cómodo, a la costumbre de querer y pasar el tiempo con la misma persona que hace diez, quince o veinte años.

Jamás mencionó palabra alguna y en sus ojos no se podía ver ninguna pista de duda o desdicha. Quien viera los ojos de aquel anciano al ver a su esposa no notaría que ya no la amaba. Por otro lado, Elisa soñaba cada noche con repetir de nuevo su existencia al lado de aquel maravilloso sujeto, y estaban cerca. A los 65 años como era costumbre en aquel pueblo, las parejas iban a la iglesia para firmar el acuerdo y concretar la decisión de ser enterrados juntos.

Ella en distintas ocasiones intentó obtener una respuesta clara de parte de Raúl respecto a esa disposición. Él evadió la respuesta cada ocasión con un comentario ágil o una distracción romántica. Elisa siempre pensó que se trataba de una misteriosa sorpresa, que él sólo quería mantenerla intrigada hasta el día de la decisión, mantenerla interesada.

Durante los siguientes cinco años, el amor de Raúl hacia Elisa iba en decadencia. Aunque ella se negaba a aceptarlo, en el fondo de su pensamiento, una pequeña voz le decía: “él ya no te ama”. Las largas conversaciones matutinas pasaron a ser un escueto cruce de palabras, los agradecimientos de cada mañana pasaron a ser palabras vacías, no poseían un sólo sentimiento real. La esperanza de ella era necia. Elisa mantuvo encendida la esperanza todo el tiempo posible, a pesar que ya no podía ver su reflejo en los ojos del hombre que amaba, ella continuaba ofreciendo la única manera de amar que conocía.

Ya las manos de ambos no se tocaban a menos que fuese por algún azar o accidente del destino. En las noches, los sueños llenos de optimismo se habían convertido en un reloj de arena con el ultimo grano a punto de caer. Esa mañana de noviembre el cielo lucía un bello color gris, adornado de nubes enormes que parecían anunciar el comienzo del final. Elisa se levantó más temprano que todas las veces y puso todo su empeño en preparar un desayuno especial. Caminó hasta el dormitorio y luego de observar un par de instantes a su esposo, lo despertó con un largo y probale último beso.

Sin historia alguna o palabra para compartir, ambos se sentaron a la mesa a desayunar. Miraban sus rostros de vez en cuando con ojos vacíos, los labios bailando solitarios al compás de los bocados. Al terminar, ambos se levantaron en silencio y empezaron a arreglarse para ir a la iglesia. Ella lucía un hermoso vestido azul claro, parecía colmar de paz el lugar. Él llevaba una camisa negra y un pantalón blanco, como intentando ocultar su alegría en aquellos tonos serios.

Elisa propuso caminar hasta la iglesia, no estaba muy lejos, deseaba alargar lo inevitable. Raúl condescendió. Emprendieron el camino sin tomarse de las manos, ni mirarse a los ojos; sin intercambiar sonido alguno recorrieron la angosta calle hasta el templo. Dentro de la cabeza de ella daban vuelta millares de preguntas que quería hacerle al hombre que caminaba a su lado y que (ya lo tenía claro) no la amaba.

El camino fue más largo de lo esperado. Tardaron casi tres horas en llegar ante el sacerdote que paciente esperaba a las puertas de la iglesia. Apenas Elisa vio la figura del clérigo a lo lejos, sus frágiles piernas empezaron a temblar más de lo normal, el cansancio trepó desde sus pies hasta posarse en su espalda. Tragó saliva y obligó a sus piernas a seguir caminando. Frente a frente, cada uno mirando los ojos inertes del otro y con el padre a un costado, permanecían inmóviles, inexpresivos, como dos simples cascarones de carne y hueso.

Finalmente, el sacerdote clavó la pregunta sobre la mesa como un afilado cuchillo en la tabla de un carnicero:

¿Elisa, deseas ser enterrada al lado del hombre que has amado todos estos años?

–No imagina cuánto.

Respondió casi en silencio y mirando el suelo.

¿Raul, deseas ser enterrado al lado de la mujer que has amado todos estos años?

–Sí, quiero ser enterrado al lado de la mujer que he amado todos estos años.

Elisa levantó la mirada totalmente desconcertada, pero con un leve brillo en sus ojos, existía la esperanza de que él quisiera volver a intentarlo en otra vida con ella, sin embargo, no duró más que dos segundos.

–Pero tú, Elisa, no eres la mujer que he amado estos últimos años.

Raúl dio dos pasos atrás y se alejó lentamente hasta perderse en el horizonte. Ella sólo pudo observarlo, paralizada por la corriente de emociones que la invadió. No hizo más que mirar como el hombre que había amado desde los 17 años se desvanecía. El sacerdote, ya familiarizado con ese tipo de situaciones, le ofreció a la consternada mujer una copa de vino y un espacio en el templo donde estar a solas hasta sentirse capaz de irse.

Sin lágrima alguna corriendo por sus mejillas, con la mirada ahora llena de dolor, se sacó el anillo que tenía en su dedo anular y lo enterró en el lugar que había sido testigo del final. El lugar en el cual ella había perdido finalmente al hombre que amaba. Aunque en realidad él ya se había marchado años atrás. Incapaz aún de poder derramar unas cuantas lágrimas, se levantó y dijo en voz alta: “No es culpa del amor el dolor que siento. Es la mentira en la que creí estos últimos años la que cobra mi dolor esta tarde. Creer que ese hombre continuaba a mi lado por algo diferente que la costumbre”.