Arte y Letras,  Cartagena

El Cuchilla, tan popular como la lotería

«062, 062», gritó el sepulturero a voz en cuello, como si estuviera vendiendo un número de lotería.

Aunque, viéndolo bien, el anuncio no estaba tan distante de aquello. Era eso lo que harían los asistentes al entierro del Cuchilla: anotar el número para después comprar el chance o la lotería que podría «componer» la semana.

062 fue la cifra que le tocó a la bóveda en donde sepultaron los restos mortales del cuentachistes Edelberto «el Cuchilla» Geles Berrío. Unos minutos antes, unas doscientas personas se agolparon, trabajosamente, entre las estrechas calles del cementerio del barrio Manga, para presenciar de cerca la serenata con acordeón que el personaje había pedido antes de morir en una clínica privada de Cartagena.

Ignorando la contundencia del sol, que a esas horas caía con toda su vehemencia, los curiosos corrían por los callejones saturados de arena roja y esquirlas de las tumbas que se riegan por todo el camposanto como fichas de ajedrez.

Sin que nadie lo ordenara, la multitud se dividió en dos grupos: los que prefirieron atorarse en la estrechez del pasillo, en donde esperaba la sepultura del Cuchilla; y los que escalaron un rimero de bóvedas para ver, desde arriba, todo lo que pasaba con el cortejo fúnebre.

Fueron los de arriba quienes más estuvieron atentos a los anuncios del sepulturero. Mientras tanto, sobre las ranuras de la placa de concreto que sellaría la cripta, se iban estrellando bolas de cemento que parecían un adiós frío, gris y definitivo entre el cuentachistes y sus admiradores.

«062» fue el conjunto de números que quedó flotando en el ambiente espeso del cementerio. Antes que los cantos, los discursos y los sollozos, fue aquel el trueno que perduró en los oídos. Se cerró la bóveda. El tumulto se dispersó en varias direcciones. Los de arriba empezaron a descender, usando como escalones los pedestales que momentos previos les sirvieron para el ascenso.

Foto cortesía: El Universal.

«062», repitió un viejo flaco, uno de los tantos que desde arriba se ‘patearon’ los pormenores del sepelio. «Ese número sale, porque el Cuchilla era un man bastante popular», completó su comentario, y se lanzó hacia la tierra caliente como intentando un clavado sobre una olla de sancocho hirviendo.

«Lo compras hoy, y dentro de tres días tienes el premio», se oyó otra revelación entre el tumulto.

Seguramente en cuanto vecinos y admiradores del Cuchilla salieron del cementerio, se dirigieron hacia los puestos de chance y lotería con la esperanza de librar alguna cifra que compusiera la situación, pero no sólo por la superstición tradicional de las fortunas de ultratumba, sino por lo que dijo el viejo flaco antes de tirarse a tierra: «El Cuchilla era un man bien popular».

El mismo Edelberto Geles lo decía medio en serio y medio en broma. Pero cuando lo hacía de esta última forma, se aferraba al viejo chiste del encuentro con el Papa en la plaza del Vaticano:

«De pronto —decía— apareció el Papa con una fila de curas y monaguillos atrás; y apenas me vio, me llamó para que lo acompañara. Nos pusimos a hablar en la mitad de la plaza y la gente preguntaba, ¿quién será el viejito de blanco que está hablando con el Cuchilla?»

Las risas se combinaban con los aplausos cuando Geles Berrío terminaba sus intervenciones, siempre matizadas por los tonos de voz que utilizaba según el carácter de la narración que estuviese manejando en el momento. Esta habilidad se convirtió en su sello personal, en su traza artística. Lo mismo que su omnipresencia y su disposición para erigirse en medio del pavimento, dispuesto a pescar risas y ovaciones.

En todas partes estaba. Tal vez nunca hubiera pisado la plaza del Vaticano, pero a lo mejor le fue suficiente con haberse robado el show sobre la tierra putrefacta del mercado de Bazurto, en la plaza de la Universidad de Cartagena, en el Parque de Bolívar, en el Reloj Público, en la Plaza de la Aduana, en la de Los Coches, en los buses urbanos, en los clubes privados, en los velorios, en las fiestas, en las veladas picoteras, en los conciertos de champeta o de vallenato, en las ferias artesanales, en las emisoras y últimamente en el Parque del Centenario, en donde la gente aplaudía por inercia, sólo como una forma de reverenciar su fama de cuentachistes venido a menos.

Pero lo que nadie discutía era su popularidad. Los tiempos en que se batió a puñetazos con boxeadores de Colombia y Venezuela, como aventurando un quiebre de cintura y un recto de izquierda para noquear la pobreza, no le alcanzaron para volverse tan conocido en Cartagena y en el Caribe colombiano. Sí lo logró con su repertorio de historias coloreadas con todas las tonalidades de la procacidad callejera.

Es que no era difícil encontrarse con el Cuchilla. Desde la zona sur oriental hasta la sur occidental, su presencia estrafalaria, su rostro caricaturesco, su sonrisa burlona, sus ojos apagados, en fin, sus ademanes en cámara lenta se convirtieron en el complemento de la rumba y la ‘guachafita’ de los fines de semana. Ahora, los discos compactos y los videos que están explotando los comerciantes de la piratería discográfica se parecen al 062: una lotería, un chance, una jugarreta en la que ganará todo mundo, menos el que puso la voz y la memoria que almacenaron esas historias por más de cuarenta años.

Quién lo creyera: la popularidad del Cuchilla alcanzó para que le dedicaran entrevistas en revistas virtuales y hasta para que un grupo de admiradores en Facebook le creara un espacio en donde académicos, y no tan académicos, se dedican a debatir sus chistes, detectando argumentos sociológicos y hasta comunicacionales, que le dan un estatus que ni el mismo cuentachistes pretendió tener, al menos no cuando andaba por las calles produciendo monedas con la sola bitonalidad de su garganta.

«062», gritó dos veces el sepulturero para que los demás se apresuraran a comprar el chance de la suerte. Una suerte que hasta el mismo enterrador pudo perseguir en cuanto pisó las calles de su barrio en busca de la señora que le ofrece diariamente la buena estrella, apenas representada en papelitos rayados con tinta azul.

Azules los overoles de las negras bonitas y jóvenes que caminaron desde el barrio Camino del Medio hasta la iglesia María Auxiliadora para rendirle rezos al Cuchilla, el quinto mosquetero de Los Magníficos, un grupo de bebedores consuetudinarios con los que se encontraba diariamente para conversar, reírse a mandíbula batiente e impregnarse de la candela de esos rones baratos que brotan de la maraña. Esa que nunca podría ser la dignificación de la vida, sino un anatema de la existencia que se quema entre vasos y más vasos de punzantes alcoholes.

Santander, José del Carmen, Francisco y Jaime, —Los Magníficos— en la escalinata de la iglesia convirtieron la partida del Cuchilla en otro motivo para intoxicarse con desventurados chirrinchis, sin importarles (por esta vez) que allá en La Candelaria y en el Camino del Medio los esperaban algunas marañas de albañilería que les permitirían seguir comprando botellas de a dos mil pesos con que pasarse otro día de borracheras y conversaciones que llueven sobre mojado.

Un 062 les resultaría otra excusa excelente para seguir lamentando, a fuerza de tristes rones, la partida del Cuchilla, ese desconsolado que alguna vez supo provocar la risa.

Escritor y periodista colombiano. Autor de dos antologías de crónicas: Noticias de un poco de gente que nadie conoce, (Ed. Pluma de Mompox, 2007) y Crónicas de la región más invisible (Universidad de Cartagena 2010). Es uno de los conductores del programa radial Música del Patio, que se emite por la emisora UDC Radio, de la Universidad de Cartagena.