Textos de autor

Desesperanza y recursividad: escribir en Barranquilla

En las tórridas calles de esta ciudad, en sus casas con fachada colorida u opaca, hombres y mujeres esperan aquel lapso, esa oscilación entre el placer y el hastió que les avisa que han empezado a morir, algunos cuando terminan su cerveza, cuando finalizan la canción o empieza a quemarse el filtro del cigarro, otros… A otros nos ocurre cuando acaba la tinta del esfero y la última hoja en blanco. Es entonces cuando descubrimos lo finito, vulnerables e incluso, lo patéticos que somos.

Abrimos puertas y ventanas, saludamos algunos vecinos que con el tiempo en vez de ser familiares se hacen más extraño, pues también a ellos un vaho de tedio y desesperanza los ha enajenado. La monotonía y el miedo a la soledad se han convertido en el verdadero cáncer del hombre moderno. Se escriba o no se padece. Pero la literatura pareciera en ocasiones ser la mejor terapia; una suerte de muerte que contrarresta a otra, poco más, poco menos. No mucho.

Salimos a la calle en busca de ese nuevo chute motivador, la idea, la inspiración, algún resto de musa enferma que nos vuelva a dar vida, para otro cuento, otro poema, una crónica, aquella novela. Los esperpentos que nos mantienen cuerdos, vivos; menos enfermos de lo que en realidad estamos, cuando nos hallamos fuera del acto creativo. Tropezamos con todo, todo nos toca, nada nos llega, todo se hunde bajo nuestra piel sudada y alumbrada al sol. Nada nos llena.

Saludamos a las rancias caras de la esquina que se marchitan sin remordimientos al son de una tonada musical que nunca se sabe de donde viene con precisión, y copitas de algún licor anisado y destilado de forma artesanal y clandestina. Ellos saben el secreto del misterio que intentamos escrutar con la pluma: Es imposible sobrevivirle al tiempo y reelaborar la historia, todo está hecho, solo queda disfrutar el tiempo que quede mientras que la parca llegue. Más nada.

Como a ellos, los tinteros, taxistas, putas, desempleados de una década, madres solteras, huérfanos, indigentes, mendigos de todo, son subestimados por quienes se creen de mejor casta, tal vez porque conservan una rutina que les genera algo de valor mientras se miran al espejo, se compran ropa nueva, sacan créditos de libre inversión o hacen planes para fin de año. Esos descendientes del mono que se han convertido en hormigas, lo ignoran, no saben, aquellos parias, incógnitos de la vida, son los verdaderos filósofos de la existencia, exiliados de los manuales de filosofía por su vocación de don nadie. Pero con mucha más alma y experiencias que cualquier alienado del estado, zombi oficinista, hambriento del arte, insulso estudiante.

Esperamos un bus en la esquina, esquivando al coleto, el inmigrante, el perro callejero que enternece más el corazón que cualquier de nuestros congéneres; luchas con la idea de llevarlo a casa, tanto como luchas con la idea de lanzarte de cabeza a las ruedas del próximo Sobusa. Subes a esa mazmorra andante de hierro y fibra de vidrio, te enteras de que el pasaje subió cien pesos más, que ya no quedan asientos y que mas adelante hay un accidente, una obra pública de una década que tal vez espera el Armagedón o la hecatombe para ser terminada, dos semáforos que no sirven, un tráfico que adivinas a de ser el mismo para poder entrar al Hades y subir a la balsa de Aqueronte.

Adentro de la jaula con llantas, la temperatura es tres grados más elevada que afuera, la gente expele olores desagradables, de fluidos añejados y pachuli de revista. Te sorprende que haya algunos dormidos, algunos tratan de encontrar la vida que se les ha ido, mirando por la ventana, como si fueran capaces de divisar algo que a ti se te escapa. Otros pasan revista a toda su existencia hasta el momento en que subieron al automotor; muchos solo intentan olvidar donde están montados mientras deslizan anodinos, sus dedos por el táctil del celular. Ese aparato que ha pasado a ser una extensión de nuestro cuerpo. Si, otra extremidad más, otro órgano del cual enfermarse. Ves a alguien leer y tratas de acercarte para entablar una conversación, notas que es de autoayuda, y desistes. Piensas “para un libro de autoayuda, mejor un tiro de autoayuda” lo dejas ser. Todos tratan de salvarte, tú no eres mejor, estas en el mismo barco. La balsa de la medusa.

Bajas por fin, después de dar tantas vueltas como para sentir que envejeciste mientras de un punto a otro de la ciudad, obviamente culpas el pésimo estado de las vías, la sevicia de los conductores, la estreches de las carreteras, los políticos de turno. Por último, te culpas a ti por haber salido de casa. Un cartel publicitario anuncia uno de estos parásitos con corbata y sonrisa sospechosa que será candidato en las próximas elecciones, otro anuncio hace propaganda a una nueva marca de bebidas azucaradas. Un graffiti de pésima calidad y con mala ortografía se burla de ambos. Prefieres a esa cosa mal hecha, antes que a los espejismos del capital. Te acercas para mearlo, mientras lo hace un policía pone la mano sobre tu hombro y amenaza con llamar una patrulla o ponerte un comparendo, te pide una colaboración para ayudarte mientras te guiña el ojo “hay veinte mil maneras de resolver esto” te dice, no pierdes el tiempo en tratar de convencerlo de que no hay baños públicos en la ciudad y que solo obedeces al instinto de un imperativo fisiológico, sabes que no entenderá las palabras “imperativo” o “fisiológico”. No está programado para entender nada, es una maquina agresiva, ambiciosa y descerebrada, un pobre juguete de los verdaderamente perversos. Buscas en tu cartera ¡sorpresa! Uno de cinco mil. Se lo pasas con sigilo, se conforma, sonríe, se va. Jamás leerá a Asunción Silva. 

Compras un cigarrillo de la misma marca que fumaban tus difuntos abuelos, esos viejos que murieron conscientes de que no te habían heredado nada, que te pidieron perdón por haber sido cómplices de un árbol genealógico al que debieron haberle puesto fin, antes de seguir multiplicando la ignominia, el desconsuelo, el sinsentido; con la excusa del amor, el deber matrimonial y el fugaz placer de una noche de carnavales. No los culpas, ya es muy tarde para ellos, para tus padres, para ti. Te descubres responsable de lograr lo que ellos no pudieron: ponerle fin a esa cadena de genes que busca trascender en el tiempo siguiendo la voluntad de la especie. No te afanas, no estás dispuesto, no cederás, aún lo dudas, sí. Pero es más fuerte el deseo de no abdicarle al mundo mas representaciones de tu estirpe. Todo está terminado, es tiempo de volver a comenzar. Que lo hagan otros, ya tú estás cansado y eso que apenas tienes un cuarto de siglo hollando tus pasos en las tierras de los bastardos del hombre de arcilla roja.

Fumas lentamente, te preguntas quien se fuma a quien. No te respondes. Algunas chicas con lindos culos pasan delante de ti, tan bellas y limpias como si se burlaran con sus cuerpos de las inmundicias de las calles. A lo lejos entre tus piernas aparece una fugaz erección. Los ruidos de tú estómago la hacen retroceder. En el cielo el azul con el que saliste de casa se ha tornado anaranjado, rosáceo, ocre marchito. Una brisa fresca levanta algunas hojas secas, despeina a hombres que quieren ser mujeres y hace música con las ramas de los almendros donde una orquesta de cotorritos se suma al concierto auspiciado por el ocaso. El sol mortecino desnuda las trinitarias, los mangos, los transeúntes, el vaso de tinto vacío, la colilla de cigarro que lanzaste, los vidrios de la catedral, la plaza que nunca tuvo paz alguna. Todos lo saben se avecina la noche, la impávida y unánime noche.

Sacas tu cuaderno, y el bolígrafo que falla, lo golpeas un poco para que sirva, al menos, lo que dure el párrafo que estás próximo a escribir. Antes de empezar un niño de cabello grasiento, brazos tísicos, y ojos huraños te pide unas monedas a cambio de una golosina de dudosa procedencia, le das lo último que tienes, tu pasaje, no le aceptas la paleta. Vuelves a lo tuyo, vienen las palabras, una tras otra, como si vomitaras, como si lanzaras un suspiro postrero, como si todo lo vivido en el recorrido de tu casa hasta aquí, peleara por salir de tu interior como luchan las personas para conseguir un miserable puesto en cuanto se abren las puertas del maldito Transmetro. No te resistes, lo dejas ser, empiezas a vivir nuevamente, has resucitado, no hicieron falta tres días, menos un domingo. Las manos tiemblan, las sienes se calientan, un vértigo, algo de tos, escupes, sudas, cierras los ojos varios segundos, los abres ¡Lo tienes! Escribes…

“Rostros indolentes, edificios que gruñen, miseria disfrazada de goce, luces, muchas luces, almas color sepia, libros que no se venden, sopas hirviendo en totumas, patio de vientos perdidos, escalones que han visto ir y venir gente, un tinto que se enfría, el cielo esquivo, ojos extraviados, exceso de iglesias, escasez de bibliotecas, otra generación perdida, desempleo, risas, sueños difusos, calor hasta la muerte, agonía, poesías y esperpentos y, uno que otro Henry con un Belmont apuñalándose el pecho: Barranquilla…”

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