Narrativa

El monstruo de Isla Escondida, un cuento de Luz Manosalva Méndez

Es muy oscuro aún. Los primeros rayos acarician el agua formando un hilito de luz donde el pescador ve su cuerpo maltrecho por la faena —ésta sólo le ha dejado una canoa vacía—. Rumbo a la orilla, malhumorado, desenreda su atarraya. Pero al tocar la tierra, alza la mirada y sus piernas comienzan a temblar.

—¡Hecho está, gran Babaloo! ¡salve Momo! — exclama una criatura frente a una gran llamarada que ilumina el monte que bordea la playa. El pescador no da tiempo para que el ser —mitad animal, mitad hombre—, culmine el rito. Armado con su remo va a por él de forma estrepitosa, y éste intenta defenderse de los rezos y palazos. No ven sus rostros ni cuerpos, pero sí logran palpar la firmeza de sus carnes. Finalmente, revolcados en las cenizas aún calientes, el pescador asesta un duro golpe en el talón de la bestia peluda. Cuando procura rematarle en la cabeza, ésta lo patea y huye cojeando. Es justo el momento cuando despunta el alba.

Amanece. Sólo el perro negro del pueblo lo recibe con sus ojos brillantes. Los demás están distraídos en el bullicio y el caos por los recientes acontecimientos sobrenaturales. El relato de Nereo se suma al espanto de la comunidad y les roba el aliento. La noche anterior El Cabro —como llaman al monstruo en la isla—, había cometido varias fechorías: toqueteado los protuberantes senos de Doris mientras dormía, robado los anzuelos del señor Emigdio, y desocupado la tienda de abarrotes de los Cassiani. Algunos víveres yacen todavía en el suelo, mordisqueados con marcas de una feroz dentadura; esperando a don Nereo, el único valiente. Y todo —absolutamente todo lo tocado por El Cabro—, emana un fuerte olor a azufre.

—Es el tercer día consecutivo en que debo hacerlo, Don Nereo —dice Doris, mientras lava su pijama y su ropa interior, impregnadas de un extraño líquido. Él las revisa con sospecha. Teme que la bestia haya llegado a hacerle el amor, y que ella por vergüenza no lo cuente. Es posible que la bestia esté buscando cumplir una misión, o incluso procrearse. El pueblo tiembla ante esta posibilidad. Nereo es un gran pescador, pero también un hombre suspicaz y de gran inteligencia. La gente de la isla suele buscarlo cuando parecen existir situaciones irresolubles, porque siempre logra atrapar los peces más resbaladizos.

Hace un calor severo —casi infernal—, pero la brisa marina refresca la vigilia de los atemorizados isleños. Se agolpan sudorosos en la pequeña plaza, donde hasta el perro huesudo y callejero ha llegado a espiar. Es la cuarta noche de búsqueda. En las anteriores habían logrado hacer algunas aproximaciones al monte —incluso algunas fotografías de El Cabro— cuando uno de los jóvenes encontró huellas que le llevaron a una enramada. La cámara es de las viejas, así que el rollo ha sido llevado a la ciudad vecina para ser revelado. Las fotos van de mano en mano. El estupor de toda la comunidad es mayor cuando se descubre que éstas tienen una gran mancha, que no permite ver más allá de una sombra tenebrosa que afianza la teoría de que el mismo Lucifer les visita. Dicen que la parte posterior del ser es humano, pero con pezuñas; y la superior es como la de un hombre musculoso, pero con rostro de cabra maligna.

La realidad es que la imagen es tan aterradora que es difícil definir una forma. Nereo nunca había sentido tanto calor en la isla, ni nunca —al mismo tiempo—, había visto temblar a la gente como si tuvieran frío en las nieves perpetuas. Eso explica la presencia del cura con su incensario, pretendiendo anular el hedor azufroso que borraba el usual olor del salitre. Todos hacen una fila para recibir la comunión, entre esos Doris, quien batalla con el sueño y —a juzgar por cómo se aferra al brazo de Nereo—, con el miedo a irse a la cama. El cura le arroja agua bendita y ella se persigna. Nada más acontece en la plaza. De repente, Káiser — el perro flacuchento que pertenece a todos en el pueblo— pega un alarido y corre como loco hacía una de las casas. Se avivan los temores.

—Los perros tienen habilidades sobrenaturales y un contacto especial con el mundo espiritual­— dice una señora.

—Mejor ir todos a casa— remata otra.

—No se ha ido, y tal vez no se irá del pueblo. Yo me pondré lencería nueva y me meteré en la cama— sentencia Doris.

Son las tres de la mañana. Sucumben ante el cansancio.

Nereo ha ido tras Káiser, que parece perseguir a alguien hasta perderse en el monte.

Más cosas se han perdido cuando llega el día y la conversación es cada vez más monotemática: el maligno ha llegado a Isla Escondida. Los techos están agujereados porque —como represalia­— El Cabro ha lanzado miles de piedras sobre las casas.

— Parece que llovieron. Por poco una me da en la cara — protesta la señora Cassiani.

­—Creo que es el momento de tomar acciones más drásticas. Ya llevamos cuatro noches rezando con el cura y el chamán que trajeron no sé de dónde… ¡y el monstruo no se va! —, añade el marido. Entre tanto, junta palos y machetes. Muchos se suman también apilando las piedras que dejaron sus techos como coladores.

Nereo observa en silencio la escena. Mira detalladamente a cada hombre temeroso, el ánimo de no quedar como cobardes. Entre ellos está Káiser. Cojea, —qué extraño—, susurra… la noche anterior perseguían juntos al Cabro y el perro corría normal —¿O no? —. Escarba en cada detalle de sus recuerdos de la noche y los días previos.

Se abalanzan sobre él decenas de imágenes: cuando El Cabro huía, sólo él y Káiser presencian todo —nota que él nunca logra ver a quién seguía el perro—; en el patio de Doris —sí, junto al lavadero—; Káiser está allí… cuando el cura lo santigua Káiser grita, y cuando llegaba a la isla, las voces del maligno parecían ladridos a la distancia. El perro ha estado toda su vida entre ellos, pero nadie sabe de dónde salió.

Llegada la noche todos están listos para la vigilia de cacería, han fabricado antorchas y el pueblo caribeño se impregna de un ambiente absolutamente medieval. Varios jóvenes han encontrado huellas animales más grandes que cualquier pie humano. Káiser ladra entre ellos mientras se internan en el monte, pero se les adelanta. A Nereo ya no le parece tan flaco, y le intimida cómo sus ojos brillantes contrastan con su pelaje oscuro. La brisa zumba aterradora y una gruesa columna de humo les hace sentir en el mismo averno. La humedad es agobiante y reina el caos. Es difícil identificar a cada persona. Unos gritos reiterativos suenan cada vez más cerca. Se topan con un gran círculo en medio del bosque tropical.

—¡Eso es de un ritual satánico! — gritan, mientras Nereo revisa todo con calma. Hay algunas muñecas vudú elaboradas con viejos juguetes a las que el cura reprende con su crucifijo. Sin embargo —como un rayo entre las sombras—, Nereo ve correr a Káiser y se apresta tras él, pero esta vez con sigilo para no llamar su atención.

El rastro del perro le lleva a la plaza y de allí hasta la casa de Doris. Le ve entrar. Con cuidado, va hasta la ventana que da a su habitación, y descubre una figura masculina entre las sombras. Todo está oscuro, pero los gemidos le revelan que el maligno está tomando posesión de Doris. Notan su presencia y cierran de un golpe la ventana. El monstruo huye del cuarto. Nereo corre rápido hacía la puerta del patio, bordeando la casa, pero sólo logra ver, entre las sombras, la figura del perro cojeando en dirección al monte. Entra a la casa de Doris y esta se ha desmayado.

Káiser es trasladado en una carreta, para ser llevado a una celda. Está amarrado con cadenas que pesan más que su flaca existencia, así que va tumbado. Todos le rodean queriendo ver su mirada maligna, sus dientes filosos y sus patas de cabra. El pueblo tiembla de miedo al ver al perro que solía pasearse entre sus casas. Káiser mira a Nereo y le lame la mano. De repente, pone en alerta sus orejas y se levanta olfateando en dirección al monte.

—Qué extraño—, susurra Nereo. Se aleja perdiéndose entre las decenas de niños y señoras curiosas.

Esa madrugada la gente duerme más tranquila y confiada, pero Nereo duda de que sea tan sencillo atrapar al maligno. A escondidas lo enfrenta halándolo con las cadenas.

—Estoy dispuesto a enfrentarte, a que tú y yo volvamos a tener nuestra pelea cuerpo a cuerpo. Me juego la vida por exorcizarte de una vez por todas de este lugar— evita su voz temblorosa, pero Káiser le mira como si no comprendiera nada.

—¡Rápido, maldito, transfórmate y acabemos con esto! ¿qué es lo que quieres con nosotros?, ¡anda, dime! — espeta sintiéndose valiente y luego tonto, porque el perro sólo insiste en lamerle las manos. Lo suelta.

El perro corre hasta la casa de Doris y Nereo logra colarse. Káiser se queda en la puerta de la habitación, donde Doris está con alguien. Nereo avanza sigiloso y se detiene a escuchar.

—¿Esta madrugada se acaba todo? Estoy muy nerviosa porque creo que la otra noche alguien nos vio.

—Ese fue el perro.

—Ya estoy paranoica con lo que pasa todas las noches.

—Nadie en este pueblo de estúpidos sospecha nada.

—Júrame que mañana nos vamos.

—Sí. Nos vamos temprano. A las tres de la mañana se lanzarán las piedras y se prenderá el fuego en el monte. Los muchachos están inquietos también, y creo que es suficiente con todo lo que hemos podido recaudar cada noche.

Nereo logra ver a través de las grietas de la madera de la puerta, cómo Doris se cuelga en los hombros de un hombre vestido de negro.

—¿Y qué va a pasar con el perro? .

—No le va a pasar nada. Cuando se forme el alboroto iré a soltarlo.

­—¡Júramelo! Son capaces de hacerle algo a esa pobre criatura­.

—Ya veremos­­.

Nereo mira con misericordia al pobre perro y se lo echa al hombro. Le amarra un trapo en la boca para que no ladre, y salen a hurtadillas. Logra rastrear el camino que sigue el hombre.

—¿Ves Káiser? Allí va nuestro “macho cabrío”, que no es más que un desgraciado ladrón.

Lo acaricia.

En el paraje tienen casuchas improvisadas y unas carretas. Están cargadas con los objetos que han robado a la comunidad mientras reinaba el caos por las apariciones sobrenaturales. Todos iban a la plaza y ellos aprovechaban para hurtar cuanto querían, también el miedo al monte los había resguardado.

—¡Vaya cuadrilla de malandros! Tú y yo, Káiser, vamos a evitar que nos roben y nos vean las caras de idiotas.

El perro le lame la mano.

Cuando amanece, Nereo llega con el perro a la comisaría y relata los hechos a la policía, así que todo el pueblo arma una redada para atrapar a los bandidos.

Les alcanzan mientras huyen en el monte. Entre gritos, les recriminan, en especial a Doris; quien recibe como insulto más amable el adjetivo de mentirosa. El hombre de negro agacha su cabeza. El resto de los jóvenes se quedan pasmados ante el gentío.

—Todo se descubre. Bajo el sol todo se descubre. Por fin podré volver al mar a pescar. Al final no eran más que unos pillos los que nos robaban la paz.

Nereo acaricia la cabecita del perro.

—No hay perdón de Dios para ustedes, con los sustos que han hecho pasar a este pueblo. Esa es la peor agresión—. La señora Cassiani aún tiene el pijama puesto —casi matamos al pobre perro— añade.

—Lo sé. Sólo podemos pedir perdón, no nos hagan nada. Sé que a los muchachos se les fue la mano con todo—. Doris se seca las lágrimas.

—¡Lo de los ritos satánicos fue el colmo! ¡Y eso de que se te metía el diablo a la cama cada noche, es una desfachatez! —. El cura la regaña.

—Eso es cierto, Padre, eso es cierto. Se lo juro—. Logra responderle.

La turba les grita que se marchen y no los escuchan más. Nereo los sigue de cerca y oye vagamente cómo se culpan entre ellos mientras van en dirección al pueblo.

—¿Cómo es eso de que el diablo se te metía a la cama todas las noches, Doris? —. El hombre de negro levanta la mirada.

Doris se come las uñas, nerviosa.

—Dormíamos en el paraje… yo sólo me metí en tu cama la noche que nos vieron— mira a los ojos a Doris, y ella los abre grande.

—Es que, no lo entiendo, ¿y los ritos? ¿qué pasó con los ritos?

Ella cambia el tema.

—Ya sabes, entre eso y las fotos, se nos fue un poco la mano, pero dime, ¿cómo es eso de que es verdad que el Diablo se te metía a la cama todas las noches, Doris? ¿Por qué inventas eso? ¿acaso el Diablo no éramos nosotros?

—Te juro que no ha sido un invento—. Tiembla de miedo.

—¡Te has comido el cuento tú también! ¡No seas tonta!

—Te juro que no ha sido un invento—. Se alejan consternados.

Nereo mira de reojo al perro. Vuelven las dudas. La idea de El Cabro no había sido más que una especulación, un estereotipo diabólico sin certezas. Ahora llevaban a los ladrones y tramposos hacia la cárcel…

—Si el mal está en el pueblo, ya hemos logrado expulsarlo—. No está del todo seguro, así que se aplaca y opta por planear su próxima jornada de pesca: subirse a su canoa tras desenredar su atarraya, aproximarse al mar rogando al cielo que la faena sea productiva y atrapar —por lo menos—, un gran róbalo.

Entonces le salpica el agua y la sal se cuela entre sus ojos. Mientras se limpia, siente que alguien le mira y se gira hacia tierra. Ya está lejos, pero parece ser el perro. Sus ojos brillan como linternas, luce más grande y robusto. Tiene una gran cabeza, ¿o tres? —a veces el mal tiene la forma más inesperada—, pero debe ser la sal que no le deja ver bien. Faltan varias horas para el amanecer y el cancerbero camina en dos pies hacia más adentro del monte, cojeando. Una gran oscuridad lo invade todo, y al fondo hay fuego, como si las puertas del Hades quedaran en la pequeña Isla Escondida.

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