Narrativa

Las niñas malas no visten de gala, un cuento de Laura Barragán Arteaga

Soy una niña mala. De esas que se acuestan a dormir muy tarde sin importar que al otro día tenga escuela. Que le encanta ver películas de terror y escuchar música extravagante. Soy perversa. No me gusta usar vestidos, son incómodos para jugar fútbol y detesto que me regalen muñecas.

Me gusta comer muchos dulces hasta que me duela la panza y esconder en mi bolsillo las verduras del almuerzo sin que mamá lo note. Me encanta reírme a carcajadas cuando alguien mayor se cae al suelo frente a mí y nunca los ayudo a ponerse de pie. Soy cruel. Disfruto hacer llorar a los chicos, robarles un beso y partirles el corazón. Pero no son los únicos, hace un tiempo hicieron añicos el mío.

Fue cuando me enamoré por única vez. Tenía alrededor de nueve años y eso sí que fue amor. Era un hombre apuesto y encantador: mi padre. Se sabía los mejores cuentos de horror y me enseñaba a bailar Rock and Roll. Me perdía en sus ojos negros y sus cabellos ondulados, presumía de mi galán ante mis compañeras de clase, y hasta lo celaba con mi madre, y es que las niñas malas también se enamoran.

Y lo hacemos hasta el punto de cegarnos, de querer reconciliarnos con el mundo y empezar a ser buenas. La figura de mi padre era más grande que la del mismo Dios. Papá era todo. Sabía cualquier cosa que le preguntara, y no existía un problema que no supiese solucionar con una facilidad sorprendente. Cuando le abrazaba sentía que nada, ni nadie, podía lastimarme.

Recuerdo que en mi delirio de amor hice un juramento con mi padre: estar siempre juntos, uno al lado del otro; que por más que fuera traviesa y que lo años pasaran, seríamos los mismos. El tiempo pasó, yo cumplí mi palabra, pero él mintió, y ahí fue cuando supe qué es tener un corazón roto.

Ante todo mi padre era un hombre bueno, no merecía tener una niña mala como yo. Creo que por ello se fue tantas veces de casa en los últimos años. Duraba largas temporadas en una clínica de reposo, sólo mamá lo visitaba. Decía que estaba superando una de sus crisis, nunca supe qué tenía. Tal vez se agotaba de mis travesuras, seguro era eso. Siempre fue mi culpa. La última vez que fue a ese hospital lo llevaban amarrado. Había roto todos los platos de la cocina sobre el piso, decía que estaban manchados de sangre. Gritaba y ponía los ojos grandes. Mi mamá me agarró de la mano y me llevó donde la vecina de enfrente. Se veía desesperada. Por mi parte, no entendía nada, había ayudado a secar los platos del almuerzo y sabía que no estaban manchados de sangre. Había hecho algo mal. Era una niña mala.

Cuando sacaron a mi padre de la casa, lo vi por la ventana. Ese hombre que llevaban amordazado no era papá, él no era así. Su rostro se veía distorsionado, tenía el cabello despeinado, la lengua afuera como un perro, jadeando, y los ojos parecían estar inyectados de sangre. Sentí miedo. Dos hombres que yo no conocía lo subieron a un auto blanco. Mamá también subió. El carro aceleró, y se marcharon. En la calle varias personas salieron de sus casas para ver qué sucedía. Apuesto a que nadie vio como una niña mala tragaba saliva y aguantaba.

Semanas después lo escuche por teléfono. Se oía ronco, pero dijo estar bien. Me habló dulcemente, prometió volver en un mes y afirmó que ya no se volvería ir, que nuestro juramento seguía en pie, que ya estaba sano, que lo esperara y cuidara a mamá. Le confié cómo lo extrañaba y le di mi palabra de esperar por él, le dije que a su regreso le haría una fiesta de bienvenida y me compraría un vestido de gala rosado, como el que usan las niñas buenas, muy fino, y bailaríamos juntos rock, así ya nunca se iría. Una vez más cumplí mi parte, en cambio él nunca volvió para quedarse.

Lo trajeron en un ataúd. Me llevaron a verlo a una casa muy rara, con salones grandes, lleno de velas y sillas. Papá volvió muerto. Escuché la palabra suicidio. Debe ser una enfermedad que no duele mucho, porque cuando lo observé acostado en el féretro se veía tranquilo, con sus ojos cerrados y sus manos en el pecho. Parecía estar durmiendo una siesta. Estaba pálido y su rostro algo hinchado. Lo habían vestido muy elegante. Tenía una camisa blanca y encima una chaqueta negra, con pantalones del mismo color. Pensé en el calor que debía estar sintiendo, uno nunca sabe y quizás los muertos sí sienten.

Tenía que empinarme para verlo bien. Lo miré hasta que mis pies se cansaron. Quería hablarle pero había un vidrio sobre su cuerpo, y dudé que así pudiera escucharme. Su cuerpo grande, vestido de gala, y esa extraña palidez en la piel, le daban un aire mágico, con un par de alas quizás habría podido volar.

Me senté en una silla al lado de mi madre. Se veía muy blanca, casi creí que ella también estaba muerta, tan callada, tan extraña. Sólo lloraba. La abracé. A las dos se nos había ido el hombre que amábamos. Ella lo amó con un afecto consagrado por los años, con paciencia, con deseo. El mío era un amor ingenuo. A mi padre le creía todo, que si la luna era de queso o que si comer berenjenas me haría volar. Yo le tomaba cada palabra como una verdad absoluta. Mi amor era ciego a pesar de sus ausencias. La sola promesa de que algún día volviera, mantenía viva la ilusión de que la próxima vez que llegara a casa sería, por fin, para siempre.

Muchas personas se nos acercaban, todas vestidas de negro o blanco, como fichas de ajedrez. Sentía sus palabras lejanas, parecían ecos. No sé cuanto tiempo estuve allí, sólo recuerdo las lagrimas de mamá, olían a menta. Un señor mayor, que yo no conocía, pero que tenía una cruz en su pecho, se me acercó, me sugirió que me cambiara de ropa. Yo llevaba un suéter rojo, el color favorito de papá, pero él de seguro no lo sabia y quería uniformarme como el resto de las personas en ese salón, como esos que me miraban en silencio, los que murmuraban cosas. Para todos no era más que una niña mala, la que no guardaba luto, la que no lloraba. Los adultos todo el tiempo hacen razonamientos y conclusiones sobre los actos de los demás. Que aburridos suelen ser. La mejor manera de no parecerte al mundo es dejar de razonar un poco.

Cuando me llevaron a casa, nada mejoró. Allí también había muchas fichas de ajedrez. Mi madre me llevó a la habitación y en un intento desesperado de hacerme dormir mientras me cantaba, empezó adormecerse en mi cama, hasta cerrar lo ojos y empezar a roncar. Yo me levante del lecho y abrí el ropero. Allí estaba mi vestido de gala rosa, perfecto, sedoso y con piedras brillantes. Ya nunca podría ponérmelo, ya no tendría fiesta, ya no existirían bailes de rock and roll, y claro: ya no podría ser una niña buena. Han pasado los años, y el vestido sigue allí, intacto y nuevo. Ahora no me queda. Mi talla cambió, pero nunca intente ponérmelo, porque las niñas malas no nos vestimos de gala, ni siquiera por amor.