Narrativa

Leo, un cuento de César Mora Moreau

Leonardo me descubrió durante el almuerzo del segundo día. Cuando nuestros ojos se cruzaron, bajé la vista a mi comida y no me atreví a levantarla por temor a que alguien más se hubiera dado cuenta.

—¡No comiste nada! —dijo mi mamá al ver el plato. Claudia le acarició el hombro en un gesto conciliador y tomó la palabra.

—Eso se le pasa ahora que crezca. Así igualito era Leo.

Al escuchar su nombre, Leonardo movió la cabeza un poco, pero siguió concentrado en el mar sin prestarle atención a la historia que su papá estaba contando sobre una tal Mafe. Claudia dejó escapar unos cuantos insultos. Se detuvo al ver que yo seguía en la mesa.

—¿Por qué no vas a la playa un rato? —me preguntó mi mamá en un tono que sonaba casi una orden.

Quería quedarme para escuchar la historia completa. Desde que habíamos llegado a la isla no hablaban de otra cosa. En conversaciones al aire había reconstruido algunos momentos, que cambiaban ligeramente dependiendo de los oyentes y el narrador. Pensé en inventarme un dolor de barriga para seguir en la mesa. Apenas estaba preparándome para hablar, cuando Leonardo dijo:

—Vamos, yo te acompaño —se levantó de la silla dándome una visión más completa de su cuerpo y se colgó el estuche del ukelele en su hombro. Quería que no llevara su celular. Eso fue lo primero que agarró.

—Eso es —mamá sonrío satisfecha y mencionó que dos años antes había insistido en tomar clases de guitarra solo porque el primo Leo estaba estudiando música.

—¿De verdad? —Leonardo me miró con una expresión de burla y me rodeó por los hombros.

El contacto de su brazo contra mi piel fue tan sorpresivo que todo mi cuerpo se sobresaltó. Deseé que no se hubiera dado cuenta.

Leonardo y yo no éramos primos, pero nuestros papás se conocían desde la época del colegio. En mis primeros recuerdos siempre han estado ellos y su hijo. Recuerdo que, durante unas vacaciones en la finca de los Fernández, cuando debía tener unos siete u ocho años, Leo y yo fuimos hasta un río de piedras grises que sobresalían de las aguas. Él se quitó la camisa, los zapatos, la pantaloneta, los calzoncillos…

No era la primera vez que compartíamos tiempo juntos. Los pensamientos que me asaltaban en la playa sí eran nuevos. Se veía tan distinto a como lo recordaba —más alto, más grande— que me costaba mantener mis ojos alejados de él y de los vellos que poblaban su pecho, y que me recordaban a las espinas de los erizos. ¿Qué sentirían mis dedos al rozarlos? También me gustaba su rostro, la barba que rodeaba sus labios, sus cabellos que eran como olas que rompían contra los hombros, sus ojos distraídos o no tanto, que interceptaron mi mirada.

—¿Qué andas pensando?

—¿Nos sentamos allá? —dije enseguida para desviar su atención y señalé un lugar sombreado al pie de un grupo de palmeras.

A Leonardo le pareció bien. Se recostó en un tronco cortado y sacó el ukelele de su estuche. Yo me senté a su lado. Él negó con la cabeza y me dijo que si quería aprender debíamos estar frente a frente.

¿Qué más música que las olas?, pensé al escuchar la canción del mar y la brisa. Leonardo me estaba explicando cómo tocar distintos acordes a medida que acariciaba las cuerdas. Después de varios minutos de lecciones, me entregó el ukelele para que yo demostrara lo que había aprendido. Me sorprendió la rapidez con la que mis dedos se movían por el mástil y repetían lo que segundos antes él me había enseñado.

—Discúlpame un segundo —Leonardo sacó el celular de su bolsillo y se mantuvo fijo en la pantalla.

Quise lanzarle el ukelele y construir un castillo de arena sobre la madera rota, pero debía controlarme. Repetí los acordes hasta que él guardó el teléfono y me preguntó si quería aprender una canción.

—¿Cómo se llama tu novia? —Me atreví a preguntarle sin pensar mucho en la rabia con la que salieron mis palabras.

—¿Y a ti quién te dijo que yo tengo novia?

—No sé, lo supuse. ¿Entonces con quién te la has pasado hablando?

Sin responderme, recibió el ukelele y me preguntó si quería escuchar una canción que él había compuesto sobre un mito griego. Yo le dije que sí para poder verlo sin tener que esconderme. Cuando empezó a cantar, sentí un estremecimiento similar al que experimenté al reconocerlo en el aeropuerto. “Estás enorme”, fue lo primero que dijo antes de abrazarme y desordenarme el cabello como si fuera un niño. Esperaba que me preguntara sobre lo que había hecho en el colegio, como solía hacer siempre. Esta vez fue distinto.

Su voz se complementaba con los cantos de los alcatraces, que también contaban la historia de un Orfeo que vagaba por una caverna en busca del fantasma de su esposa. Aunque intentaba sujetarla de la mano, era incapaz de tocarla y sentir lo que había experimentado cuando ambos estaban vivos. Leo cantaba sobre el amor perdido y cómo, por más que lo intentáramos, nunca podríamos recuperar la emoción del primer amor. Quise que fuéramos los reyes de esa playa y no tuviéramos que buscarnos por ninguna cueva. Quise tocarlo. Él me miró a los ojos, y yo lo esquivé. Me sorprendía la cantidad de hombres hermosos que deambulaban por la playa. Escuchaba el acento argentino, el español, las conversaciones en inglés y otros idiomas que no reconocía, y los cuerpos impresionantes que debían ser el resultado de muchas horas de gimnasio. Leo me descubrió viéndolos a ellos y me pareció ver en su rostro una sonrisa de complicidad.

Me acerqué a él, concentrado en su voz y el sonido que nacía del movimiento de sus manos sobre las cuerdas. Mis rodillas se apoyaron contra las suyas. Ninguno se apartó. Nuestros rostros estaban muy cerca, casi a la misma distancia en la que se roban los besos.

—¿Todavía te acuerdas? —me preguntó cuando dejó de cantar, como si la música le hubiera evocado un sentimiento, un recuerdo, del que no fuera muy consciente, hasta ese momento.

Negué con la cabeza, aunque sabía a la perfección de qué estaba hablando.

—Olvídalo —dijo.

—¡Cuéntame, no me acuerdo! —quería escucharlo hablar. Por un momento sentí que estaba de vuelta con Leo, mi amigo, y no con el hijo de los Fernández.

—Mejor así —Leonardo se levantó de la arena, sacó el celular de su bolsillo y me hizo señas para que lo siguiera devuelta al restaurante.

Esta vez no me devolvió ni una mirada.

 

Este relato hace parte del libro Alas para lanzarme de un puente y volar (Editorial Escarabajo, 2021).

 

Fotografía: Tim Marshall, Unsplash