Narrativa

El agua del recuerdo, un relato de Eduardo Viladés

La Octava Edición del Certamen Internacional de Relatos Cortos de la localidad salmantina de Aldea del Obispo, en España, seleccionó como ganador este texto del escritor y dramaturgo Eduardo Viladés.

La casa de mis padres estaba situada justo enfrente del Ayuntamiento de Aldea del Obispo, en Salamanca, el pueblo donde nací hace 47 años y al que todas las noches me lleva mi imaginación.

Cuando se viven experiencias traumáticas como médico de una asociación internacional de ayuda a los refugiados pensar en tu lugar de origen siempre es algo gratificante. Aunque llevo aquí bastante tiempo, no termino de acostumbrarme al calor, con temperaturas que superan los 45 grados a la sombra.

A veces pienso que la cabeza me va a estallar, sobre todo cuando me siento impotente a la hora de curar a los cientos de enfermos de malaria, tifus y disentería que pasan ante mis ojos o atender a las mujeres que están de parto. Sus miradas me piden a gritos una solución para unas enfermedades que en el primer mundo no requerirían ni una semana de hospitalización.

África es indescriptible. No tengo palabras para explicar los dos años y medio que llevo en Congo en medio de la sabana, un territorio seco y árido donde sobrevivir a las luchas internas de las guerrillas es casi igual de duro que subsistir a las inclemencias meteorológicas.

Yo soy de llanura, de veranos calurosos pero frescos bajo el toldo de Amparito, la vecina de mi madre que vive al lado de la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario, de paseos por la ribera del Azaba y caminatas sin fin por las innumerables dehesas de encinas y alcornoques. De baños heladores pero reconfortantes en los manantiales que rodean la casa de mis abuelos.

Echo de menos abrir la ventana en mi Aldea del Obispo natal y escuchar el bullicio que se genera en la plaza mayor. ¡Cuánto me gustaba no perder ni una sola palabra de las historias que contaban los mayores del lugar!

Recuerdo que mi abuela conocía a un campesino que había sido amigo íntimo de Salvador Sánchez, Frascuelo, uno de los toreros más importantes de todos los tiempos. Dicen que el agricultor, que había hecho mucho dinero con el cultivo del algodón en el Campo de Azaba, regaló al diestro una casa en el pueblo para que pudiera alojarse en ella. Las malas lenguas también contaban que mi abuela había tenido algo más que una relación de amistad con ese campesino, cosa que me hubiese parecido estupenda porque la pobre mujer estaba muy sola tras la muerte de mi abuelo, aunque ella nunca se pronunció al respecto y mi madre hacía oídos sordos cada vez que yo sacaba a colación el tema.

Aquí, en África, no llueve nunca. En dos años y medio solamente he visto la lluvia una vez. Fue en forma torrencial; en apenas cinco minutos se inundó todo el campamento y dedicamos casi dos semanas a reconstruir el hospital entero. Hay veces que por la noche, antes de meterme a la cama y después de pasar revista a mis pacientes, me quedo embobada delante del pozo que tenemos en medio de la plaza. No es ni mucho menos una plaza, pero el grupo de médicos españoles la llamamos así cariñosamente porque nos recuerda a casa y nos imaginamos el estanco, la farmacia, el bar y la tienda de ultramarinos alrededor. El pozo está vacío, pero me gusta observarlo e imaginar que está lleno de agua y el ruido que haría una piedra si la tirase dentro.

Mi abuela, la del campesino, solía hablarme de una vieja construcción que comenzó a erigirse el 8 de diciembre de 1663, de ahí su nombre, el Real Fuerte de la Concepción. La habían restaurado y los jóvenes de su época solían pasar los domingos de verano en las antiguas caballerizas y correteando entre el castillo y el fortín. Mi abuela era como una enciclopedia ilustrada de Aldea del Obispo y conocía todo tipo de historias y anécdotas. Si no, se las inventaba. El caso era contar historias que nos mantenían embobados por horas.

Cuando vivía en Aldea del Obispo solía hacer senderismo todos los fines de semana y terminaba el recorrido delante de unos peñascos rojizos a unos 600 metros de altitud desde los que se podía contemplar el pueblo y el valle en todo su esplendor.

Quizá fruto del cansancio de la caminata, lo cierto es que me concentraba tanto en el paisaje que llegaba un momento que perdía las dimensiones reales y me daba la sensación de que flotaba. Era algo parecido a cuando te miras en un espejo durante mucho tiempo y sin percatarte de ello tu propia imagen se difumina y desaparece.

Siempre he sido muy sensible e imaginativa y a menudo me gusta pensar en mi vida como si de una película se tratara, con títulos de crédito, banda sonora y transiciones entre plano y plano. Pero tiene que ser con mi pueblo como fondo escénico sobre el que voy dibujando retazos de mi existencia actual. Si estoy triste, quizá añado al fondo un corazoncito apenado. Si ese día me he levantado de buen humor, esbozo una sonrisa o un icono de alegría.

Así pues, en mis atardeceres de Aldea del Obispo, sentada en los peñascos rojizos, intentaba concentrarme en el paisaje de la llanura y de repente veía cómo mi madre emergía a la derecha de mi cuadro mental. A la izquierda, emulando a un Dios guerrero espada en mano, aparecía mi padre. En medio de la composición destacaban mi hermano Luis y mi amiga Raquel, mirándose el uno al otro y riéndose sin parar, una risa contagiosa y divertida. Entonces yo jugaba a ser directora de cine. Imaginaba cómo un vendaval enorme llevaba a mi padre hasta el lugar en que se encontraba Luis, que por un pequeño golpe de viento llegaba hasta mí y me daba un beso en la mejilla, para seguir después jugando en lo alto de un risco con Raquel.

El pozo del campamento no es mi pueblo, pero mi familia lo habita igualmente. Están un poco más prietos e infinitamente más secos, pero siguen acompañándome a su manera cuando por las noches abro la caja de Pandora de las ensoñaciones.

No te haces a la idea de lo importante que es la familia y tus raíces hasta que faltan. Supongo que pasa con todo en la vida. Cuando estamos enfermos caemos en la cuenta de que la salud es quizá lo más importante que existe. Cuando perdemos a la persona amada, nos damos cuenta de que sin amor poco camino se puede recorrer. Cuando estamos solos, somos conscientes de la relevancia de la compañía y de la amistad, de una mano que te ayude a levantarte y una palmadita de ánimos en la espalda.

De todos modos, no me arrepiento de estar aquí. Aquí no tenemos agua ni ningún tipo de comodidades pero jamás en mi vida me he sentido más viva que durante los dos años y medio que llevo en este campamento de refugiados.

Suelo volver al pueblo siempre que puedo, aunque mucho menos de lo que me gustaría. Tenemos solamente dos semanas de vacaciones al año porque la asociación internacional de médicos en la que trabajo es estadounidense y acata las normas de ese país, que son bastante poco generosas con respecto a los empleados.

La última vez que volví a mi reducto salmantino fue el pasado 15 de mayo con motivo de la Fiesta de San Isidro Labrador, patrón de los campesinos. La celebración se inicia con una misa, seguida de procesión y bendición de los campos. Tradicionalmente, los labradores hacen el convite para todos y la fiesta finaliza con actuaciones de folclore local. No me quito de la cabeza los judiones con codorniz y el estofado de jabalí, aderezado con un buen farinato, un original embutido hecho de manteca de cerdo, pan migado, pimentón y especias. Y huevos fritos. Reconozco que hay noches en las que me desvelo con un regusto en el paladar que me recuerda al farinato.

Mi madre se llama Edelmira y vive a las afueras del pueblo. Cuando éramos pequeños, vivíamos en la calle del Mesón, aunque tras la muerte de mi padre tuvimos que vender la casa porque íbamos muy justos de dinero y mi madre, que regentaba una panadería, no podía afrontar los gastos.

Aquí, en el campamento, suelo charlar muchos días con Yonsu, una señora de 68 años, la edad de mi madre, que me ha cogido un cariño especial. Yo también la aprecio mucho porque me recuerda precisamente a mi madre. Yonsu es una mujer con mucho coraje y mucha fuerza que ha sacado adelante a sus hijos sin la ayuda de su marido, que murió de fiebres tifoideas hace muchos años, según me contó ella misma.

No importa en qué parte del mundo te encuentres que el amor y el cariño son sentimientos universales y manejan un lenguaje que no necesita de códigos lingüísticos. Aprender la lengua de los lugareños es misión casi imposible. Cada tribu tiene un dialecto diferente y además el sentido de las palabras cambia en función de la entonación. Al principio lo pasaba fatal, sobre todo porque soy médico y trabajo con seres humanos. Me asaltaba el temor de no curar bien a mis enfermos por no haber entendido lo que me decían o malinterpretar un cuadro de síntomas determinado. De todos modos, con el tiempo las cosas se encauzaron y, sorprendentemente, aunque apenas sabía decir tres palabras en su idioma, mi labor como facultativa no presentó mayores dificultades.

Uno de mis compañeros aquí se llama Pedro y es de Castillejo de Dos Casas. Cuando le conocí, estábamos siempre bromeando y pinchándonos el uno al otro sobre la belleza de nuestros respectivos pueblos. Admito que soy muy cabezota y hasta que no conseguí que me dijese que Aldea del Obispo daba mil vueltas a Castillejo no me quedé tranquila. Lo hizo para hacerme callar porque puedo ser más pesada que llevar una vaca en brazos.

Es curioso porque Pedro y yo fuimos al mismo colegio en Ciudad Rodrigo, sólo que él es cinco años mayor que yo y nunca coincidimos en la misma clase. Incluso cogíamos el mismo autobús que recorría todas las localidades de la zona dejando a los alumnos en sus casas. Él se bajaba en Castillejo y yo en Aldea del Obispo.

En dos años y medio hemos llegado a conocernos muy bien, aunque al principio no le soportaba. Me parecía un chulo y un perdonavidas que había aceptado el empleo en la asociación para fomentar su fama de aventurero. De hecho, durante los primeros cinco meses apenas le dirigí la palabra si no era para picarle e intentar hacerle daño con mis bromas llenas de sarcasmo.

Entramos a trabajar precisamente el mismo día y en la conferencia de bienvenida que nos dieron ya le crucifiqué por las preguntas con respuesta evidente que formulaba y su actitud prepotente. Esto es muy típico de mí y después me arrepiento, juzgo a la gente sin tener suficientes argumentos y me sale el tiro por la culata. Con el paso de los meses Pedro me demostró que esa actitud chulesca e incluso huraña era tan solo una máscara que escondía un carácter bondadoso y fascinante.

Su hermano, que se llama Gabriel, es discapacitado mental y la humanidad que desprendía al hablar de él y relatar las miles de historias que había vivido a su lado me enamoró. Su vida era Gabriel, con quien había viajado por medio mundo y a quien trataba como una persona sin discapacidad, como tiene que ser.

Recuerdo que Pedro siempre me ponía el ejemplo de personajes como Van Gogh, Edward Munch o incluso el cantante Sting, que sufrían algún tipo de discapacidad y que, aún así, eran genios en sus respectivas materias y habían llegado muy alto.

Pedro hizo que viera la vida de otra manera, que dejase de mirarme al ombligo y fuese consciente de que ser feliz no es tan difícil como intentamos creer. Cuando me levantaba con el día tonto o me agobiaban mis paranoias y mis demonios internos, él siempre me hablaba de Gabriel y me daba cuenta de que me quejaba de vicio.

Gracias a Pedro también aprendí que debía recuperar el tiempo perdido con mi madre, a quien al tenerla siempre al lado había descuidado. ¡Es el amor de mi vida, aunque nunca se lo he dicho!

Quién me iba a decir hace tres años cuando trabajaba en el 12 de Octubre de Madrid y pasaba los fines de semana descansando en Aldea del Obispo con mi madre que África me cambiaría por dentro y por fuera. Tomar la decisión de dejarlo todo y embarcarse en una aventura como ésta no fue tarea fácil.

Medio pueblo se revolucionó; pensaban que estaba loca al dejar un trabajo fijo tal y como están las cosas en España y aceptar un empleo en una asociación norteamericana de ayuda al refugiado que además me ofrecía un contrato inicial de sólo seis meses. No tardé mucho en pensarlo. Llegué al pueblo un viernes, lo medité el sábado por la mañana, el sábado por la tarde discutí con mi madre, por la noche nos abrazamos y lloramos juntas, el domingo volví a Madrid y el lunes firmé la baja voluntaria en el hospital. Dos semanas después tomaba un avión en Barajas rumbo a Kinshasa tras hacer una escala en Nairobi.

Mi especialidad es la Ginecología y Pedro es experto en enfermedades infecciosas. En Congo, sin ir más lejos, apareció el primer brote de ébola en 1976. Asimismo, el número de afectados por el VIH es de los más elevados de África junto con Lesoto y Suazilandia.

La parte principal de nuestro trabajo es la prevención. Mis ayudantes y yo organizamos todas las semanas sesiones informativas de higiene en el parto y charlas especiales para evitar embarazos no deseados. Pedro, por su parte, recorre la región central de Congo, donde se encuentra el campamento base, informando de los métodos de prevención de enfermedades de transmisión sexual.

Cuando Pedro se va de viaje suelo inquietarme. El Congo no es un país fácil. El área de Owando, en el interior del país, está rodeada por la guerrilla contraria al régimen en el poder. Les da exactamente igual que seamos extranjeros. Si estalla el polvorín y las luchas tribales adquieren fuerza, todos estamos en peligro.

Yonsu, mi madre africana, me consuela y da ánimos y me acompaña muchas noches al pozo de mi imaginaria plaza mayor. Juntas, abrazadas, hablamos hasta altas horas de la madrugada con el pozo como testigo de nuestras conversaciones. Ella también me enseñó, como hizo Pedro, a no descuidar a la familia y empecé a escribir cartas a mi madre una vez a la semana.

Le cuento el día a día en el campamento y cómo atiendo a las mujeres de parto y a las que presentan alguna complicación debida, la mayor parte de las veces, a una alimentación deficitaria y condiciones de vida insalubres. Al principio no le hablé de Pedro, aunque las madres son brujas y ella misma lo detectó al recibir la cuarta o quinta carta. En sus misivas, me decía que estaba un poco tonta, que escribía frases inconexas y hablaba entre líneas de una especie de ente que no clarificaba.

Me hace mucha gracia porque asegura ponerse a leerlas en voz alta con las amigas delante del Ayuntamiento de Aldea del Obispo. Al parecer, con el paso de los meses, la lectura de “la carta de la africana” se ha convertido en todo un acontecimiento en el pueblo y decenas de personas se reúnen alrededor de mi madre para conocer mis andanzas.

Mi madre se animó y también empezó a escribirme. A ella le costaba mucho porque no había recibido una educación formal y había empezado a trabajar en la panadería a los 11 años, razón de más por la que cada carta que recibo de ella me llene de cariño, orgullo y amor.

Si en Aldea mis historias revolucionan al pueblo, en el campamento pasa algo parecido con las cartas de mi madre y Yonsu es la encargada de llamar a todo el mundo para ver qué se cuece en España. Mi madre suele meter algo característico en los sobres y lo explica con el desparpajo que le caracteriza. Una vez metió un trozo de harina de la panadería. Llegó un poco seco, para qué nos vamos a engañar, pero era tan graciosa la descripción de mi madre que no importaba. En otra ocasión metió una hoja de papel impregnada de notas de bergamota. Otra, un judión. ¡Estoy a la espera de que me mande una buena pata de jamón!

Así van pasando los días en Owando. Algunas jornadas son interminables, parece que no acaban nunca. Otras se hacen más llevaderas. Hay días en los que me levanto con ganas de tirarlo todo por la borda, en especial cuando se me muere alguna de mis pacientes. Paso tanto tiempo con ellas, llegamos a conocernos tanto que es muy duro alzar los ojos una mañana y ver que ya no están a tu lado porque el destino se las ha llevado. Del mismo modo, cuando dan a luz y, tras el laborioso parto, la madre y el bebé están en perfectas condiciones el sentimiento de felicidad que me envuelve es indescriptible.

Hace poco viví un día perfecto y con esto quiero terminar porque realmente existen los días perfectos. Simplemente hay que poner un poquito de nuestra parte y, como el Gran Houdini, meter en la marmita de nuestra vida un par de ingredientes con un poco de arte. Nos empeñamos muchas veces en boicotear nuestra propia felicidad porque no asumimos que tenemos derecho a ser felices. Yonsu siempre dice que el significado de la vida es darle significado, si es gracias al amor mejor que mejor. Es muy sabia.

Recuerdo que ese día me había levantado con un humor de perros sin razón aparente, la típica mañana en la que uno mismo es su peor enemigo, que quiere destrozarse el día porque sí. A media tarde, Yonsu trajo a una amiga de su hija mayor que presentaba un sangrado considerable.

Estaba preparada para dar a luz pero la hemorragia convertía el parto en muy arriesgado, tanto para la madre como para el niño. Después de más de cuatro horas en la mesa de operaciones, conseguimos que el bebé naciese y cortamos la hemorragia de la chica, que incluso tuvo fuerzas para mirar a la cara a su retoño y besarle. Yonsu había esperado en el exterior del hospital y cuando oyó el llanto del nuevo miembro de nuestra pequeña gran familia entró dando saltos de alegría. Me miró, me agarró la mano y me dijo: “Es posible”.

Ese mismo día, por la noche, mientras que Yonsu y yo arreglábamos el mundo con nuestro pozo de los mil deseos como testigo silencioso, vi una sombra que venía andando desde el sitio en el que solían aparcarse los todoterrenos. Al principio no sabía quién era porque la oscuridad lo impregnaba todo. Sólo hasta que se encontraba a un par de metros de distancia reconocí a Pedro.

Llevaba fuera del campamento tres semanas, un periodo en el que la guerrilla había atacado a varios contingentes internacionales en las carreteras que conectaban nuestro asentamiento con la capital. Le habían contado lo del parto de la amiga de Yonsu. Me agarró de la espalda con tal delicadeza y ternura que me sentí por un momento una actriz de cine clásico. “¿Dónde has estado?”, le pregunté. “Sigo donde me dejaste, contigo”, me respondió.

Esa misma noche, cuando llegué a mi habitación, tenía una carta de España de mi madre. Dentro, había una foto del pueblo y unas líneas: “Es posible que te quedes allí, es posible que no vuelvas, pero me siento orgullosa de lo que he hecho por ti y me siento feliz de estar a tu lado todas las noches cuando miras en el interior del pozo de los deseos. Tu madre que te quiere”.

Escritor, dramaturgo, director de escena y periodista con más de 25 años de carrera, referente de la cultura española contemporánea. Ganador de prestigiosos premios internacionales de teatro y literatura, Eduardo Viladés cultiva el teatro largo, de medio formato y de corta duración, así como la narrativa. Ha publicado dos novelas y prepara la tercera. Sus obras teatrales se representan en varias ciudades españolas, México, Colombia, Perú, República Dominicana y Estados Unidos. Elegido dramaturgo del año 2019 en República Dominicana y en 2020 en La Rioja a través del Instituto de Estudios Riojanos. Colabora asiduamente con sus ensayos, relatos y obras de narrativa con las editoriales Odisea cultural (Madrid), Canibaal (Valencia, España), Extrañas noches (Buenos Aires), Microscopías (Buenos Aires), Lado (Berlín), Otras Inquisiciones (Hannover), Primera página (México), Gibralfaro (Málaga), Windumanoth (Madrid), Amanece Metrópolis (Madrid) y Viceversa (Nueva York). Compagina su labor como dramaturgo y director de escena con el periodismo, área en la que cuenta con más de dos décadas de trayectoria profesional en diversos países del mundo como reportero, editor y presentador de TV. Ha vivido en Reino Unido, Italia, Bélgica y Francia. Hoy en día trabaja también para la revista Actuantes, la principal publicación española de teatro, lo que le permite combinar el periodismo con las artes escénicas. También es experto en periodismo cultural y documentales de sensibilización social, un artista polifacético.