Textos de autor

Veinticinco años de transigir, un texto de Henry Ortiz Zabala

Después de cierta edad, digamos, un cuarto de siglo, lo único que haces es forjar una mueca obscena sobre tu rostro, te sale del fondo de la vida y se instala allí, en tu cara. Te esfuerzas por lograr cosas sencillas, has dejado a un lado las grandes aspiraciones, ir a París, escribir la gran novela, comprar un coche, sacar un crédito de vivienda, enamorarte, tener hijos. Empiezas a aprender a conformarte, descubres que sólo se puede vivir de resignación en resignación, encerrando sueños en jaulas de cristal y guardando desesperanzas en la billetera. Ahorras sin saber para qué, guardas unos gramos de amor en tu corazón como esperando usarlos con alguien antes de morir y no extinguirte siendo el mismo ser insípido y desilusionado.

Notas que los ideales por los que vivieron tus padres no son los tuyos, tampoco es que tengas otros nuevos, te conformas con cualquier propósito por patético que sea para llegar a fin de mes, para establecer objetivos para el próximo año ¡Que digo! Para encontrar las fuerzas necesarias y llegar como puedas hasta los instantes de lucidez soporífera que anteceden al sueño. Estás solo, como todos, pero lo estás cómo más nadie, porque eres tú y no los otros, quien habita ese cuerpo por el que a veces ya ni respeto tienes. Sabes que es solo un equipaje que preparas para los gusanos, cargas con eso como si fuese una pena, hace años descubriste que es más una cárcel que un regalo. Los días se acumulan en ese soma, como el cáncer que adivinas, los tumores que no te habrán de sorprender, el cansancio y ciertos dolores musculares. Ahora solo te interesa estar tranquilo, cuerdo y con el estómago lleno. Ya no te interesa vivir al límite, coleccionando riesgos y anécdotas pintorescas. Aprovechas los momentos de calma como el agua de un oasis, lo que llevas caminando sobre este yermo te ha enseñado a pulso, que todo es contingencia y que debes estar preparado para los golpes bajos del destino; que tus planes nada le interesan al universo, que Dios exista o no, en nada cambia tu situación.

Vives para transigir, luchas por ser cada día menos bruto, menos ignorante, menos vil. Ya no te interesa agradarle a nadie, ni siquiera a ese doble sin voz que te observa desde el espejo. No buscas encajar, apenas mantenerte fiel a la difusa idea que tienes de ti. Ya has abandonado casi por completo los anhelos de un suicidio insigne, no fuiste capaz, ya no lo serás. Te contentaste con morir lentamente, solo tratas de gozar o más bien de no sufrir tanto hasta que ese momento llegue. Te queda poco, pero consideras que es suficiente para seguir: ver feliz algunos cuantos seres amados, por lo general familiares, uno que otro amigo -comprendiste que la amistad es también una idea sobrevalorada y falaz, pero aún te esfuerzas por tener fe en ella- leer ciertos libros que aún te esperan, capturar en tu memoria un puñado de paisajes, conocer la persona que te haga reconsiderar el mundo, anule tantas certezas y te ayude a resolver tus dudas; ver morir a tu mascota fiel para saber que no lo has dejado solo, presenciar todos los ocasos que puedas para llenarte de valor, escribir ese libro que lo diga todo y te saque todas las ganas de escribir de una vez por todas, abandonarlo todo y caminar hasta que te sangren los pies, pedir perdón y pagar deudas pendientes para salvar tu buen nombre, ayudar a todos los extraños que te sean posible para sentir que no fuiste otro pedazo de escoria humana que vino a vivir y pasar de largo como la mayoría. Un cuarto de siglo con sabor a eternidad. Crees saber algo, pero aún no sabes nada. Eres apenas un eco de los muchos que dejará de ser escuchado, cuando den vuelta a la página. Poco más, poco menos. Nada más.

Uno se cansa de los placeres informes por los que otros tantos viven, el valor para seguir aferrado a la costumbre se abruma ante la imposibilidad de sosegar el vacío que arrastramos y nos arrastra. Sí, eres joven, aunque no tan vital como antes, un cúmulo de decepciones le han quitado peso al alma. El hedonismo que una vez perseguiste como una causa existencial, ha quedado corto para tus apetitos espirituales, los únicos que de verdad importan. Las drogas, el alcohol, pasaron la factura que aún te esfuerzas por pagar, tu cuerpo no resistió tanto como creías; hígado, cerebro, riñones, pulmones, se cansaron antes que tú. La fútil embriaguez en que muchos intentan superar el tedio y el ocio a ti solo te da risa, ya no te puede engañar la tentación de la carne, y te arrepientes de que así haya sido. Pero no hay marcha atrás, la sobriedad te reta, la lucidez te sonsaca a sus goces sin prejuicio. No eres superior a los narcotizados estás igual de condenado, incluso los envidias porque desearías disfrutar de la misma antigua mentira en la que muchos se pierden felices.

El sexo ya no es una meta, sólo un gaje fisiológico, una necesidad sensual y erótica que carece de afectos reales, es decir lo que de verdad llena. Has comido tantos culos y coños como has querido, no lo presumes, lo lamentas. Sigues admirando el cuerpo femenino como una obra de arte, pero ahora solo buscas uno para tu museo personal; tantas siluetas desnudas de la cama al baño te han nublado los sentimientos, y antes de acompañarte han acrecentado tu soledad. Entendiste que es mejor una conversación después del orgasmo, que un bagaje de fetiches y triquiñuelas que te lleven hasta ello. Te fastidia saber que las tienes, pero no las posees. No sabes, si eres tú, ellas o el amor. No sabes nada sobre el último, al menos no cuando se trata de ti. Improvisas, no es suficiente, te conformas, no hay de otra. De pronto, empiezas a llegar tarde a las cosas del corazón ¡Ya no tienes tiempo, vamos! Un esfuerzo casi infinito por llegar a alguien, infructuoso. Ahí, sigues, lejano, sórdido, indolente. La cara al sol y la espalda a todo. Ya no quieres una mujer ¡Pasaste los veinte! Ahora solo quieres la idea de la mujer a la que alguna vez pretendiste. No tienes tiempo para nada más, a veces ni siquiera para ti.

El peso de los días cae sobre tu espalda como el cielo sobre los hombros de Atlas. Los pequeños detalles son lo que ahora te interesa, descubriste que solo a través de ellos, es posible hacer una eternidad de cualquier instante. Esperas, no sabes qué, tal vez, un largo suspiro, un último sueño, una noche más, un par de senos sobre los cuales apoyar tu pecho, unos que no quieras verse ir cuando tu simiente se haya derramado sobre ellos; un par de ojos cerrados que puedas mirar cuando el alba toque tu puerta. Una muerte insigne, un libro que te haga dejar de desear, el valor suficiente para renunciar a todo, un viaje sin fin ni retorno, la indiferencia absoluta ante todos los espejismos con que intenta distraerte el universo, mientras mueres, mientras esperas.

Estás cansado, no lo pareces, lo sé, pero lo estas. Lleno de abstracciones hasta decir no más; un centenar de luchas internas en las que te adivinas perdedor, aunque hasta ahora vayas ganando. Muchas experiencias por vivir, otras tantas por olvidar ¡Trabajo suficiente para dos o seis vidas! ¡Sorpresa! Apenas tienes esta… No te alcanza, una vida nunca basta. Por ello es que la gente busca el amor, para tener el valor necesario de olvidar la vida, la muerte, el tiempo… ¡Vistes más allá! ¡No quieres premios de consolación! No puedes, no debes… Es tarde. Ahora solo quieres un poco de carne en el plato, pensar a solas, viajar, restregar tu piel con otra piel, hablar hasta la madrugada, seguir soñando despierto ¡Nada más!… Talvez si, que venga una mujer y te haga reconsiderar todo lo dicho hasta aquí ¡Contradecir todo esto! Reelaborar… Nuevas preguntas a las respuestas que crees tener… te darías por bien servido, ya lo estas. Has tenido todo lo que mereces. No te quejas, no reclamas. Solo vives, es decir, mueres a cuotas.

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