El personaje robado
Escrito por Claudia T. Abrugiati
La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y como la recuerda para contarla.
Gabriel García Márquez
¿Cómo se te ocurre abandonarme así después de que te di las mejores horas de mi vida? ¿No te das cuenta de que 579 páginas no me alcanzan? Así le hablé a García Márquez bajo el cobertor de plumas la noche en que leí la última página de Vivir para contarla. Indignada, cerré Vivir para contarla y abrí El Amor en los tiempos del cólera. Tuve la sensación de estar encendiendo un cigarrillo con la brasa del anterior.
Mi enamoramiento con Vivir para contarla no fue el fruto de una equivocación clínica —como definiría el Doctor Juvenal Urbino su enamoramiento de Fermina Daza en El amor en los tiempos del cólera—.
Mi enamoramiento con Vivir para contarla fue el fruto de la visita de dos amigos de Barcelona. Durante la estadía de Carlos Juncal Barros y Pep Fores Daura en nuestra casa de Génova, Vivir para contarla se había ido trasladando de un ambiente a otro, dependiendo de dónde lo dejara olvidado su dueño.
—¿Quieres que te lo deje?— me había preguntado una tarde Carlos en la cocina— Yo me puedo comprar otro cuando me regrese.
—Muchas gracias pero no—, le dije, explicándole que sólo estaba leyendo libros en italiano con la ayuda de un diccionario.
Convencida con mi decisión (el libro del colombiano tenía tapas duras y grosor enciclopédico) recordé cómo me habían bastado las breves páginas de La Morte di Ivan Il’ic y las de Lettere dall’ Africa para calmar mi hambre literaria.
Pero una tarde en que estaba sola y me había pintado los labios de rojo, encontré el libro sobre la mesa de cocina; lo abrí en la página 1 y leí sin parar hasta la numero 19.
Asustada por el inmenso placer que su lectura me provocaba, me convencí nuevamente de que el libro era demasiado voluminoso para dedicarle tiempo y decidí pasar de la página 19 a una cualquiera, jugando con el azar a encontrar algún párrafo que mencionara el Premio Nobel o un evento glamoroso, más afín a la enorme frivolidad que yo padecía en esos días.
El destino (o su ausencia) me hizo abrir el libro en la página 387 (que aún hoy conservo marcada) y al leer a García Márquez en primera persona, el corazón (y toda mi frivolidad) se me detuvo:
“…Así era él.
Desde mi primer día en el periódico, cuando Zabala conversó conmigo y con Zapata Olivella, me llamó la atención su costumbre insólita de hablar con uno mirando la cara del otro, mientras las uñas se le quemaban con la brasa misma del cigarrillo. Esto me causó al principio una inseguridad incómoda. Lo menos tonto que se me ocurrió, de puro tímido, fue escucharlo con una atención real y un interés enorme, pero no mirándolo a él, sino a Manuel (Zapata Olivella) para sacar de ambos mis propias conclusiones.”
Completamente, me estremecí.
Yo había conocido a Manuel Zapata Olivella, no en la versión de papel y tinta de Gabo, sino en la compleja de la carne y el hueso. Absurdamente sentí que García Márquez me estaba robando un personaje que me pertenecía, que era geografía de mi memoria y de mis fotografías caribeñas.
Me desesperé por no poder compartir mi descubrimiento con nadie hasta varias horas más tarde, cuando me senté con Carlos en la cocina para narrárselo, sin confesarle que me moría por conservar el libro que él me había ofrecido y que yo había contundentemente rechazado.
Le mostré un viejo e-mail impreso en donde yo nombraba a Don Manuel como aquel que me había enseñado que el té verde era la bebida de los emperadores en Oriente; le conté que con Manuel habíamos compartido carnavales y un concierto de instrumentos japoneses; desayunos frutales y paseos con chofer; tertulias y fiestas de embajadas; amistad y literatura.
—A Manuel lo conocí durante la celebración de un Año Nuevo en la casa de Zully Ramírez Gamboa—, le dije—. Cuando él era cónsul de Colombia en Trinidad & Tobago.
Manuel había sido el primer hombre que se había tomado el trabajo de leer todos mis poemas de viaje, apodándome La estrella navegante en un artículo que luego escribió.
—Hay muchas mujeres poetas Claudia, pero cuantas mujeres poetas que navegan? Sólo tú…—, me había dicho una tarde en la Bahía de Chaguaramas con su acento encantador de mulato.
A mi querido Don Manuel lo nombraría García Márquez en varias páginas más, poniendo en relieve su vida como escritor, historiador, filósofo, buen amigo y médico de los pobres, atributos que Don Manuel había compartido conmigo, como la noche en que bajo las estrellas de Crews’ Inn Marina contó las difíciles historias de los primeros esclavos africanos llegados a Sudamérica sin sus mujeres, o como cuando me explicó en un restaurante cómo los jugos gástricos y el estómago se encargarían de procesar las hojas de lechuga servidas en nuestros platos.
Don Manuel había partido de Trinidad & Tobago mucho antes que yo y si bien lo recordaba entrañablemente, al mismo tiempo lo había olvidado, hasta que lo reencontré en la página 387 de Vivir para contarla.
Desde Italia di con su nuevo paradero escribiendo e-mails a la Embajada argentina en Trinidad primero y telefoneando a la Embajada colombiana en Roma después; en sucesivas respuestas supe que Don Manuel vivía en el Hotel Dann Colonial de Bogotá y con la ayuda de un funcionario colombiano, encontré el número telefónico en internet.
Carlos y Pep partieron de Génova hacia Barcelona una mañana en que yo estaba ocupada en una reunión de trabajo que se prolongó hasta la noche.
Al llegar a casa la encontré silenciosa y vacía, salvo por el libro y una dedicatoria que, como un faro, alumbraba mi destino (o su ausencia) desde la mesa dela cocina.
Claudia T. Abrugiati
28 de Agosto 2023
Escrito especialmente para Otras Inquisiciones.
Imágenes: Claudia T. Abrugiati/Cortesía.