Narrativa

El seductor, un cuento de Amelia Beatriz Bartozzi

De joven mi hermano Enrique era muy mujeriego. Era de esos tipos por las que todas las mujeres mueren. Tan guapo, tan sensual y encantador; tan amable, tan respetuoso y cariñoso al principio de la relación. Y con esos ojazos azules y esa sonrisa compradora. Un verdadero hijo de puta.

Yo siempre le decía que se dejara de joder, que empezara a respetar a las mujeres, que yo, su propia hermana, también era mujer, y que seguro, no le gustaría que los hombres me hicieran lo mismo que él les hacía a ellas. Con todas se comportaba igual, con todas era un sorete, a todas las enamoraba, las seducía y después las dejaba así nomás, de un día para el otro, sin explicación alguna, sin un llamado, sin un “lo siento”, total… ¿qué le importaba? De todas se cansaba, todas lo aburrían después de la segunda cita —si es que había una segunda—. Era un seductor nato.

¡Pobres minas! Yo sentía lástima por ellas. Siempre terminaban humilladas, denigradas, con la autoestima por el piso, con la dignidad pisoteada. Algunas eran pasables, finas, delicadas, de buena familia, cultas, chicas de bien, pero había otras que eran de lo peor, no sabían ni hablar; más vulgares imposible. Yo no sé de dónde las sacaba. Con los pelos duros, gordas culonas que les sobraba grasa por todos lados. Lo único que todas tenían en común era que eran súper enamoradizas; todas morían por una mirada, por una sonrisa suya.

Pero él sólo se divertía, jugaba con sus sentimientos. En realidad, él nunca les prometía nada. Ellas solas se hacían la película, ellas solitas se entregaban en bandeja, casi que se regalaban. Y él ni fu ni fa con ninguna, salvo con una. Había una que le movía el piso, a la que apreciaba un poco, creo. Se llamaba Leticia. Era una piba petisa y regordeta, con melena enmarañada al cuello, ojos grises chiquitos como ratón y nariz ganchuda. Era rematadamente fea, una bruja. No sé qué le había visto mi hermano, pero a ésta parecía que algo la quería, algo nomás, no mucho; tampoco era cosa que no pudiera vivir sin ella.

“Será inteligente, le hablará de cosas interesantes, o le hará cosas que las otras no le hacen, porque por lo linda no debe ser”, pensaba yo.

Esos misterios incomprensibles de la vida…

A veces los escuchaba conversar:

—Te quiero mucho.

—Mmm…te creería si no hubieras agregado el “mucho”

—¡Qué jodida que sos! Nunca te viene nada bien.

—No confío en vos. Yo sí que te quiero.

—¿Ah sí? ¿Qué harías por mí?

—Cualquier cosa. Lo que fuera.

—¿Qué harías por mí si me metieran preso, por ejemplo?

—Me moriría de tristeza. Saldría a robar para pagarte un abogado que te sacara.

—¿Y si anduviera con otra mina? ¿Si te dejara?

—¡Qué cruel sos! ¡Ya sabés cómo soy de celosa!

Y así andaban siempre. Era una extraña relación la que tenían.

Una noche estrellada de verano nos fuimos todos a bailar a un boliche sobre Libertador, en Olivos; “Bahiano”, se llamaba. Éramos un grupo grande de chicos y chicas del barrio. Pero la Leticia no estaba con nosotros.

Mi hermano bailaba con una rubia preciosa, parecía modelo. La estábamos pasando bárbaro, bailando enloquecidos al ritmo de “The Final Countdown” cuando de repente, y sin ningún aviso previo, apareció la Leticia. Tambaleándose, se le fue encima a Enrique con un frasco en la mano que decía “VENENO PARA RATAS”.

—¡Esto me tomé!— le gritó, poniéndole el frasco a la altura de la cara.

Mi hermano se quedó con la boca abierta, blanco como una hoja. Ella se dio media vuelta y salió corriendo. Enrique repetía:

—¡¿Qué voy a hacer?! ¡¿Qué voy a hacer?! ¡Está loca! ¡Es una loca!— se agarraba la cabeza con las manos.

Mientras tanto, la Leticia, por la calle, se andaba muriendo.

Enrique lloraba como un chico. Anduvo toda la noche buscándola en los hospitales, en las comisarías, en su casa. Dos días después seguía sin aparecer. Al tercer día nos enteramos que estaba en la morgue. No queríamos creer que fuera la Leticia. Pero sí. Era ella.

Enrique nunca más volvió a ser el mismo. No le quedaron más ganas de jugar con las mujeres.

Siempre me pareció demasiado duro su castigo.

Fotografía: Pixabay