Giselle, no me salves; por Eduardo Viladés
Publicado por Eduardo Viladés
El vino
Neruda
mueve la primavera,
crece como una planta la alegría,
caen muros,
peñascos,
se cierran los abismos,
nace el canto.
Inocentes campesinas enamoradas del amor inalcanzable, apuestos príncipes azules que esconden betún en sus entrañas, fantasmas espectrales del Aragón profundo y el vino como revulsivo para olvidar.
Son las ocho de la tarde del 25 de junio, Palau de les Arts de Valencia, estreno de Giselle, uno de los ballets románticos más conocidos de todos los tiempos.
Me acompaña Isabel, experta en poesía decimonónica y danza clásica. No ha querido perderse esta nueva versión del clásico de Théophile Gautier, estrenado en la Ópera de París en 1841 y que causó sensación en su momento al mezclar el imaginario de las leyendas alemanas sobre elfos y duendes con la tradición española de mediados del siglo XIX. No en vano, Gautier había visitado España un año antes del estreno de la pieza en Francia y quedó prendado del casticismo de la provincia de Zaragoza. La partitura musical de Giselle la compuso Adolphe Adams.
El trencadís azul del interior de la ópera contrasta con el decorado, en tonos blancos y negros, muy sobrio y otoñal. Una pantalla simboliza los bosques que rodean el Moncayo, también conocida como montaña de San Miguel, el punto más alto del Sistema Ibérico entre las provincias de Zaragoza y Soria.
La Giselle de la Compañía Nacional de Danza llega a Valencia con una versión inspirada en el romanticismo español. De hecho, se reemplaza la Renania medieval del libreto original por las laderas aragonesas, impregnadas por los versos de Gustavo Adolfo Bécquer bajo la dirección escénica y coreográfica de Joaquín de Luz, quien proporciona a la obra un color muy español con la complicidad del dramaturgo Borja Ortiz de Gondra.
En el primer acto, Giselle vive en una aldea cerca del Moncayo. Los nobles que llegan a las fiestas de la vendimia, donde surge el amor entre la muchacha y el aristócrata Albrecht, son los viajeros románticos que, como el propio Gautier, dieron cuenta detallada de las particularidades de España. En este sentido, Gautier recopiló sus experiencias en Le voyage en Espagne.
La zona del Moncayo se caracteriza por lo esotérico y lo misterioso. En la vertiente aragonesa de la montaña se encuentra el Monasterio de Veruela, del siglo XII, que inspiró a Bécquer las Cartas desde mi celda, desgarradora colección epistolar publicada en el diario El contemporáneo. Además, en 1863, siete años antes de morir de tuberculosis, el poeta sevillano se retiró a ese monasterio para escribir sus Rimas y leyendas de pasiones desgraciadas y tristes destinos, el mismo porvenir que espera a Giselle, desconocedora de que el amor es lo menos fiable que existe.
Una de las leyendas del Moncayo cuenta que un brujo enviudó y tuvo que hacerse cargo de sus tres hijos, que se llevaban muy mal entre sí por la codicia generada ante la herencia del padre. Harto de las interminables peleas entre sus vástagos por su dinero, el brujo les maldijo para toda la eternidad. Podrían verse pero no hablarse. Así, les convirtió en tres montañas anexas: Moncayo, Ocejón y Alto Rey. Por otro lado, según alguna leyenda local, se cuenta que en esta serranía se encuentra la tumba del gigante Caco, asesinado por Hércules y enterrado bajo la ladera del Moncayo o Monte de Caco.
Todos estos mitos llevaron a Gautier a crear las wilis, espíritus de muchachas muertas vírgenes que rondan por el bosque después de la medianoche. Sin darse cuenta, Gautier se erigió como uno de los más firmes defensores del empoderamiento femenino decenios antes del movimiento de liberación de la mujer.
Cuenta la leyenda eslava que todas aquellas novias que mueren antes del día de su boda se transforman en espíritus deambulantes del bosque. Danzan por las noches atrayendo a todo hombre que encuentren a su paso y, obligándoles a bailar de la misma manera que ellas, sin descanso hasta el enflaquecimiento, de forma desenfrenada, los llevan a su muerte.
Salen de sus tumbas porque su juventud reclama el deseo arrebatado de ser esposas y madres, el amor traicionado por la muerte temprana, ingrata.
Se reúnen en grupos, se les ve como luces centelleantes que van cobrando sus formas, vestidas de blanco, un blanco que resplandece en la oscuridad de la noche, a la luz de la Luna y en medio del silencio y la oscuridad del bosque. Los hombres son sus presas y los atraen como sirenas, cual ninfas para hacerlos bailar hasta robarles todo su aliento y energía, casi como vampiros que se alimentan de sangre. Y los hombres mueren porque la seducción es algo a lo que uno no puede resistirse, porque la belleza es imán para los sentidos.
Al beber, gota a gota, los pétalos flotantes
Buesa
me rozarán los labios, como labios de amante;
y, en su llama o su nieve de idéntico destino,
serán como fantasmas de besos en el vino.
Joaquín de Luz incide en el carácter español del ballet aunque, en realidad, se trata de una elección más estética que necesaria porque la historia, con su amor traicionado, su muerte y su encuentro en el más allá, posee la suficiente garra como para llegar al público de cualquier parte del mundo. Una elección que se extiende a la música y a la danza ya que el coreógrafo, con la ayuda del director musical, Óliver Díaz, introduce unas castañuelas en la orquesta y algunos bailes que recuerdan a la jota aragonesa.
La bailarina argentina afincada en Nueva York Ana Sophia Scheller, tras triunfar hace un año en Kiev con El lago de los cisnes, demuestra su excelente técnica como una Giselle desvalida pero no exenta de furia. Le acompaña la estrella italiana Alessandro Riga en el papel de Albrecht.
La venganza. Es un sentimiento tan humano como malsano. Ya sea como forma de canalizar la ira o una manera de buscar una reparación a un agravio, se ha infiltrado como todas las emociones humanas en la historia de la literatura y el arte. Desde los clásicos, hemos visto a dioses y hombres descargar despechos y afrentas, transformando esa pulsación en grandes cimas de la literatura. Una de las primeras es La Iliada, en la que se nos narra cómo Aquiles llora la muerte de su amigo Patroclo hasta acabar saciando sus ansias de venganza contra Héctor, a quien mata clavándole un cuchillo. Esos ecos clásicos continuaron presentes en la literatura, siendo un tema recurrente en la obra de Shakespeare.
En la amistad y en el amor se es más feliz con la ignorancia que con el saber.
William Shakespeare
En Hamlet está presente, al igual que en Otelo, en el que se nos muestra cómo los celos y las ansias de venganza pueden llegar a volver loco a un hombre. La venganza como un plato que se sirve frío, que se planea y se macera con el tiempo, tiene su ejemplo más claro y brillante en El conde de Montecristo.
Alejandro Dumas nos embarca en la peripecia de Edmond Dantés, acusado injustamente de espía bonapartista y confinado en el Castillo de If. Ese tipo de venganza, la que viene motivada por asuntos sentimentales, nos ha dejado otras grandes obras. En Grandes esperanzas, Estella busca vengarse del género masculino por haber sido abandonada en el altar, y en Las amistades peligrosas la seducción es el vehículo elegido por la marquesa de Merteuil, que se declara nacida para vengar a su sexo.
Giselle es una obra de venganza más allá de la muerte. La doncella, desesperada, baila hasta fenecer cuando el noble Albrecht la ningunea. Su prometido, Hilarion, furioso por el coqueteo entre Giselle y Albrecht, les desenmascara. Pero la traición será vengada por las brujas de la noche, por las wilis, en particular por la reina de los espectros del Moncayo, Myrtha, que ordena a sus súbditas que hagan bailar a Hilarion hasta que muera de extenuación en una infinita francachela teñida de incuria.
Myrtha no puede soportar lo que ha sucedido a la dulce Giselle. Me siento tan identificado con ella. De hecho, lo único que hace ruido es la violencia que llevo dentro. No para de crecer, como la tristeza, pero la tristeza exige más espacio, la violencia simplemente se lo apropia. A menudo me encantaría expulsar toda la ira que se ha ido acumulando en mi interior, todo el dolor que me carcome como una solitaria desde los intestinos, que me provoca laceraciones, que se convierte en pus cuando trata de salir a la superficie. En mis fantasías, salgo a la calle con una recortada y aniquilo a ciertas personas que me han hecho la vida imposible. A veces, con dilección, reemplazo los tiros por veneno, al estilo de la Antigua Roma. Mi subconsciente prefiere realizar los ajusticiamientos empleando beleño, estramonio, belladona, mandrágora o cicuta antes que emplear una pistola en un túnel abandonado. Es mucho más poético. Para escribir hay que estar con los pies a un palmo de la tierra. Para matar, también… Así pues, entiendo la venganza urdida por las wilis con Hilarion, si bien no comparto lo que Giselle hace con Albreth. Aparentemente, le salva de la muerte segura a cargo de las ninfas del bosque, pero le condena a no olvidarla jamás, una venganza servida en piel de membrillo. De anciano, con la mirada torva y perdida y el rostro revestido de la templanza que sólo otorga la edad, Albrecht volverá a la tumba de su amada Giselle.
No existe condena mayor. Se ha convertido en un muerto en vida, un Nosferatu de los sentimientos, yermo e inhabitado. Ahí aparece Bécquer en todo su esplendor. La megafonía del Palau recupera alguna de sus rimas. El amor, la mujer, el hombre sensible, la intimidad del yo y la rebeldía por la sociedad.
¡Todo sucederá! Podrá la muerte cubrirme con su fúnebre crespón pero jamás en mí podrá apagarse la llama de tu amor.
Bécquer
El amor es un misterio. Todo en él son fenómenos a cual más inexplicable, todo en él es ilógico, todo en él es vaguedad y absurdo.
El alma que puede hablar con los ojos también puede besar con la mirada.
La soledad es muy hermosa cuando se tiene alguien a quien decírselo.
¿Qué es poesía?, dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. ¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas? Poesía eres tú.
Al final de Giselle, la fuerza del amor y el vigor de la danza vencen a la muerte y la oscuridad.
Una vez más, estos pensamientos románticos me superan. La oscuridad es infinitamente más interesante. La muerte, la única salida. ¿Existen personas que no se despiertan llorando? Ya no hay luz, ni siquiera un pequeño agujero por el que entre la claridad, ni siquiera oscuridad, pues sería negra y, por lo tanto, susceptible de ser descrita, sólo existe el vacío. Giselle, no me salves, deja que me maten las wilis. Me siento como un libro gastado, la cubierta ha desaparecido, de manera que desde fuera nadie sabe de qué trata. Es necesario escarbar, remover la tierra con el hocico para entender el argumento de un libro que, cuando se gestó, prometía ser un bestseller, pero terminó abandonado en una estantería llena de moho. No me gusta leerme, las páginas se me atragantan, las he escrito yo, pero tengo la sensación de que las ha ideado otra persona, las optimistas no me describen y las atroces se quedan a medio camino, los capítulos de humor me cansan porque no me los creo y los dramáticos me dan vergüenza ajena. Giselle, no me salves. Preferiría elegir vivir, pero la vida está descartada.
Fotografías: Cortesía.