Narrativa

Vivir de prestado, un cuento de Fernán Correale

“Voy a contar ahora otra aventura, aún más extraña”.

Witold Gombrowicz / Cosmos

Muere un niño, nace otro, la felicidad va de mano en mano a través de brazos invisibles. La carcoma de los días. Usar palabras, porque de otra no queda. Quedarse mudo frente a todo, desajustado con el presente. Ir y venir por los dolores físicos retroalimentados por la mente que dice que hay algo que no basta, que no es suficiente, que siempre estuviste en el lugar equivocado.

La infelicidad no es más que la sensación de estar perdiendo el tiempo, aunque uno siempre lo pierde, hay veces que las actividades que uno encara lo hacen sentir más o menos vivo.

Desde que tengo uso de razón odié trabajar, porque siempre trabajé con el cuerpo, entiéndaseme bien, trabajos iracundos, no tantos como la prostitución, que no es iracundo, pero es poner el cuerpo, objetivamente, en mi caso, es más moderado, simplemente trabajo en gastronomía.

Voy de un lugar que no quiero a otro, pasé por múltiples rubros, pero este es el que siempre, si vas, ofrece laburo, aunque sea en negro, aunque veas plata muy de vez en cuando. Rubrico que no sólo hay que saber escapar, sino tener un plan de escape para escapar perpetuamente del tedio.

No queda otra que atrincherarse y hacerse enemigo del encomio de la melancolía fáctica, que siempre anda sobrevolando los pulmones, no sólo porque fumo más de la cuenta, y fumo más de la cuenta, por deporte, además de que la vida no basta, por eso inventaron los cigarrillos, el celular y la literatura posteriormente.

Antes nos salvaba sólo la literatura, ahora tenemos cócteles de alicientes que adormecen el pensamiento. Bueno, eso, desde siempre y más si el país desarrolló sus facultades. Porque como sube, baja. Y arriba es igual que abajo sólo que con más cinismo. Pero todo es igual, eh. No hay de otra, resistir o sucumbir al ostracismo que lo único que convoca son fábricas oxidadas de las que igual sale humo. Nos volveríamos una fábrica olvidada, en un terreno mohoso y que nos coman las moscas. Y nadie quiero eso.

Por eso toma grandes baños para cuidar los músculos tensionados y nunca fue a una masajista y ninguna de sus novias le hizo masajes, ya son casi treinta años de que nadie le haga masajes, ninguna mujer. Porque si estuvo al cuidado de sus padres ni bien nació, pero va a la par, a veces cree que no, medio boleado por no sé qué pensamientos que no son para nada pragmáticos sino abstractos y no conducen ni a Roma ni a ninguna metrópolis.

Salvoconductos hay miles, el primero: fumar y ver por la ventana tomando café como si afuera hubiera algo más que voces tenues que le llegan como historias recortadas. Como la historia. Como la noria que trepa sin saber si es nube o caballo, pero va tirando de la soga tensa del entendimiento hasta que cae como un meteorito o un cuerpo paralizado por un ictus.

El rictus siempre es pobre, como la actuación, quiero decir, que intentamos seguir las máximas de Pessoa, pero nos quedamos en el camino porque no podemos poner lo mejor de nosotros en lo mínimo que hagamos, o sí, pero no lo queremos ver.

Estamos cegados por el cloroformo de lo cotidiano, embalsamados en una niebla vespertina que sigue así hasta altas horas del alba. La polución interna. Las páginas derramadas en la boca del subte, los linyeras durmiendo en los bancos, dejándose mecer por el acordeón del vagón y para colmo secundario, sin zapatos con un sifón como único aleado.

Alados sueñan con manjares, con caminatas por la oscura París buscando algún libro que encuentran en la basura y les revela un futuro misterioso, no próspero, pero sí servil, con condimentos aptos como condición última y así seguir dando batalla.

Aunque si vamos al grano, nada mejor, todo concluye en miseria y nadie que rescate esas situaciones, o si se hace, casi que no se ve. Y si se ve, ya deja de tener valor porque es entrar en el juego del marketing.

A todo esto qué quiero decirte, Fernando, bueno sólo que los desastres naturales no vienen solos, que llueve en Buenos Aires, que no hay plata para los medicamentos, que vivir una vida medicado no es la mejor de las vidas, pero uno tiene sus momentos de gracia, donde recuerda algún sueño o la vez que tuvo sexo debajo de un puente y veía pasar los autos, en el bosque, y precisamente no era un puente, o no sé que era, quizá la carretera elevada, va más bien un mirador de concreto, pero como no estábamos en nuestro pueblo, decidimos con Cristina que debería ser así, porque la calentura puede más que nada en esos tiempos y más si hay confianza y algunos árboles, un árbol siempre es una pared. Esos momentos hacen reír a cualquiera y la anécdota queda para siempre. El tema es saber organizar la historia, porque podría contarte solamente de eso, de la caminata entre casa de la alta alcurnia, el caminar sin sentido sabiendo cómo volver y ver a la gente en el puente sacando fotos de un río más claro que cualquier espejo que hayas visto que venden esos vendedores ambulantes y que valen la pena.

Es increíble como pasamos de estado en estado, de bullicio en bullicio y no queda más que la vida latiendo acompasadamente con la lluvia y uno no quiere salir afuera porque ha dormido bien, entonces quisiera quedarse viendo películas o todo Doctor House. Pero seguimos yendo a las farmacias y cumpliendo el protocolo, no sabemos cuánto va a aguantar la farsa, la farsa del país digo y eso sí, eso sí que da vértigo no treparse a las ventanas con los pies afuera desde un piso siete, eso parece normal por saber cómo manejar el cuerpo, salvo para el otro, el que te está mirando. que está impertérrito a la espera de un suceso colosal, inminente caída y qué decirles a los padres, a los amigos a los hermanos.

A veces creo que el nombre que eligieron para mí está maldito, Ciro es un nombre de la antigua Grecia, de los insolentes Romanos, escritores bizantinos del siglo V llevaron ese mote, patriarcas cofundadores del Monotelismo, y el arquitecto griego del siglo I a. C, citado por Cicerón. Ni hablar de los santos y del cineasta Neerlandés Cyrus Frisch.

Tengo un hermano arquitecto, tengo un padre maestro mayor de obra que sabe tanto más que un arquitecto, que cualquiera en el rubro y así y todo vive modestamente, porque no busca el oro, ni la plata sino el cobre, y con eso hacer micro-esculturas para sus adoloridos pesares. Que todos cargamos, claro, en cada hombro.

Querían ponerme el nombre de un rey, pero tenían miedo de que terminara siendo un mendigo, cosa que soy de vez en cuando. Otras veces siento que estoy más cerca de la clase media baja culta, a medias también, con medias dispares y comprando medias a los vendedores ambulantes. Salí adicto al café, al tabaco, a los truenos rutilantes de las lluvias porteñas. Soy un desclasado, un descalzado. Soy de esos, Fernando, que usa el calzado hasta que se agujerea y lo deja en la calle para que alguno le de utilidad quizás poniéndole un cartón sobre la parte interna de la suela, como plantilla. No sé si se entiende, pero un tiempo atrás todas mis medias estaban manchadas con lavandina porque de algo hay que vivir y escribiendo nunca ves un mango porque no hay contactos, entonces uno tiene que rebuscárselas en la gastronomía, aunque le agarre gastroenteritis por susodicho rubro.

¿Y por qué vitupero contra dicho trabajo si me ha dado de comer? Y, bueno, Fernando, por el simple hecho de perder el ocio, de perder el centro, de no sentirme nunca parte concreta de este mundo, de tener que vérmelas con gente que no quiero, gastando energía. La vida nunca es cómo queremos. Siempre te deja pagando.

Quisiera escribir, a veces, sobre esos vagabundos que veo. Como hizo Beckett. Quisiera dar talleres literarios para diez personas, pero sé que el espectro, por más que sea vasto, no tiene publicidad. Entonces hablo con mis amigas que saben de marketing y me apoyan en mis melancólicas prédicas o quejas. No sabés lo bien que hace tener amigas que lo entiendan a uno. Si no, se siente un marciano luchando contra molinos de viento invisibles.

Salir un poco de lo abstracto, pero el lenguaje en sí, esa cosa líquida, siempre moldeable, maleable e inflamable, nos está contorsionando el sistema nervioso, y no entiendo por qué. Pero siempre me puso en jaque el lenguaje, por eso escribo. Aunque no llegue a nada. Pero lo que quiero dejar en claro, Fernando, es el alzhéimer temprano que autodescubrí cuando iba a hacer un trámite porque pensaba una y mil veces lo que tenía que decir, como si no quisiera equivocarme, o recorriera por mis venas un amplio caudal de sangre nerviosa, embalsamada, con pústulas de miedo candente recorriendo los lares más inusitados.

Entonces no reía de mí mismo, siempre tuve esa falla crónica, no reírme del miedo, eso empobrece, hace que envejezcamos antes, y también andar dándole vuelta a los problemas tanto tiempo. Como dice Piglia, uno queda preso de la historia que narra y si la historia siempre es derrotista todo eso se hará carne y no la venderán barata y no estará tierna.

Habría que empezar de vuelta, nacer de cero, con todo lo que tenemos encima recorrido, pero sin que cope espacio en él tera, y así poder dar una vuelta de tuerca a nuestras acciones, a nuestras sensaciones, que al fin y al cabo son lo que nos hace sentir vivo. Hay que atar los cabos, cortar el dolor desde el cabo, cavar hondo hasta quedar exhaustos y así dormir plácidamente. Y eso, sí, eso sí, Fernando, he agarrado la pala.

Soy proclive a darme cuenta de la forma de llorar que tienen muchos o de despotricar. Y sólo han vivido la pobreza y nada más, sólo eso, desde arriba, viviendo de prestado. Nosotros ni eso. Hay que romperse el lomo, porque los que injurian, viviendo de prestado, aunque su cuerpo esté hecho mierda por dentro, buscaron inmolarse, no sufren en carne viva, por fuera los dolores de buscarse una vida digna, por ende, no se sabe bien si su furia estaba bien dirigida. Simples bufonerías de personas lloronas que no querían pagar el precio. Y está bien por un lado no querer pagar el precio del capitalismo, pero tenés que ser siempre hijo de otro, o de tu hermana que te presta la casa como a Bolaño, o de las amigas de Gombrowicz que le prestaban lugares para vivir, sin contar que antes en cualquier lugar te daban alquiler y comida.

Ahora sólo el alquiler, y carísimo, y arréglate solo. Seguimos en la lucha, Fernando, pero sin confiar en nadie, ni en nada. Salvo. plantar bandera. ¿Contra qué? Contra todo. Porque nada se justifica. Porque hay que desconfiar, siempre.

               Photo by Edi Libedinsky