Simón, Violeta y el espantapájaros; un cuento de Luis Fernando Gasca
Simón y Violeta es la historia de dos niños de ocho y seis años, respectivamente, que deben pasar sus vacaciones en la finca de sus abuelos paternos Laura y Próspero, dos campesinos que viven en una finca donde cultivan papa, cerca del páramo de Sumapaz. Los niños, particularmente Simón, se sienten frustrados porque habían preferido pasar sus vacaciones en un lugar que tuviese piscina o al menos quedarse en casa para jugar videojuegos, porque allí, en la finca de sus abuelos no hay nada de aquello y escasamente se alcanza a captar la señal de la televisión. Esto provoca que una noche el travieso Simón intente escapar, pero sufre un accidente y se fractura una pierna que lo obliga a estar en reposo.
Sin embargo, la frustración de Simón se va disipando gracias a los cuidados de su amorosa abuela y a las bromas de su extravagante abuelo. Pronto Simón se recupera y siente que en él va naciendo afecto hacia su abuelo. Pues Próspero siempre está pendiente de sus nietos y constantemente le pide al pequeño Simón que le ayude con los deberes de la finca. Pero lo que más le gusta a Simón es que su abuelo le hace saber que es su mano derecha. Especialmente a los niños les llama la atención que su abuela siempre perece estar feliz. De hecho, se les hace extraño cuando no la escuchan cantar.
Entretanto cada día se sorprenden con la imaginación de su abuelo, pues siempre tiene una historia para cada cosa y para cada acontecimiento de los que siempre afirma son auténticos, no un simple cuento. Esto acrecienta la imaginación de los niños en especial de la pequeña Violeta, quien comienza a otorgarle poderes mágicos a su abuelo, pues, según ella, está segura de que tiene el poder de transformarse en gato.Pero esta situación siempre enfurece al escéptico Simón, quien no deja de hallar una explicación lógica para cada cosa que pasa o les dice su abuelo. Por ello, Simón casi ha acuñado una frase de cajón que dice: “Al abuelo le gusta contarles cuentos a las niñas”. Pero esto solo logra avivar la imaginación de Violeta quien comienza a obsesionarse por una extraña historia que le relata su abuelo cada noche antes de ir a dormir. Pues, a Próspero le encantaba seguir el mismo juego de Sherezada. Es decir, cada noche el abuelo relataba una parte de la historia de turno y continuaba en la siguiente para provocar la expectativa de Violeta, lo que facilitaba que ella se fuera temprano a la cama porque le interesaba escuchar la continuación. Pero particularmente la última historia había generado una enorme conmoción en Violeta porque sentía lástima hacía un pobre espantapájaros que creía ser el único en el mundo.
Esta era la historia de un espantapájaros que solo vivía para alejar a los mirlos del huerto. Era un apuesto espantapájaros relleno de paja que vestía una vieja ruana de lana y llevaba sobre su cabeza un elegante sombrero de ala ancha rodeado de una banda de cuero de la que se desprendía la pluma verde de un faisán. Al espantapájaros le parecía que su oficio era un buen trabajo, de hecho, hasta creía que era feliz a pesar de que no se podía mover. Pero el espantapájaros no lo extrañaba porque nunca se había movido. En realidad, para qué necesitaba moverse si el huerto que cuidaba tampoco se movía y no tenía que hacer mayor esfuerzo para espantar a los mirlos. Pensándolo bien, allí tenía todo lo que necesitaba. El sol lo calentaba de día y la noche lo refrescaba, la lluvia caía y lo arrullaba con su canto. Hasta el campesino, para quien trabajaba, de vez en cuando le cambiaba el relleno de paja. Definitivamente ser espantapájaros era un muy buen trabajo. Pero un día todo cambió porque el granjero no volvió a cultivar el huerto y los mirlos se alejaron.
Poco a poco el sol y la lluvia horadaron la ruana que pronto se volvió girones, la paja se comenzó a desparramar y hasta el elegante sombrero de fieltro se parecía más a una hoja marchita. Cuando creía que su vida no volvería a ser la misma un día volvió a escuchar el canto de los mirlos. En el viejo huerto habían quedado abandonadas algunas semillas que germinaban y se habrían camino entre la maleza. De modo que, casi sin notarlo, florecieron y luego brotaron algunas pequeñas mazorcas que los mirlos devoraban. El espantapájaros tomó aire y rugió con todas sus fuerzas para asustar a las aves que volaron espantadas. Pero las aves no volaron por el rugido sino porque el espantapájaros, en ese último esfuerzo, desparramó la poca paja que le quedaba.
Ahora del espantapájaros solo quedaban dos patéticas ramas secas de las que colgaba una ruana de lana raída y un sombrero de fieltro roto y ajado. Para ese entonces, los mirlos ya habían notado que no tenían nada que temer y volvieron a atacar a las jóvenes plantas de maíz. Aunque pronto notaron que de aquellas patéticas ramas secas brotaba un llanto tan melancólico que les impedía comer. Entonces, se acercaron para escuchar aquel extraño llanto. Así que tan pronto comprendieron lo que pasaba le propusieron al espantapájaros que buscara trabajo en otro lugar y les dejara lo que quedaba del huerto. Pues había otros lugares donde había muchos espantapájaros, hasta había espantapájaras que con gusto lo recibirían. Pero el espantapájaros les explicó que sus piernas estaban enterradas en la tierra y por lo tanto no podría llegar hasta allí. Entonces, los mirlos deliberaron entre sí y decidieron llevarlo porque así el huerto quedaba en sus manos.
Hecho el trato, la bandada de mirlos levantó al espantapájaros y lo llevó por encima de las montañas, pero en el camino se desató una fuerte tormenta que les hizo perder el control. De tal suerte que, sin más alternativa, excepto salvar su propia vida, soltaron al espantapájaros que cayó y se perdió entre los inhóspitos bosques de las montañas. Violeta había quedado consternada por esta historia y quería que su abuelo le relatara el final, pero habían llegado las heladas y estas ocupaciones impidieron que el abuelo continuara. Sin embargo, Violeta, no consciente de los afanes que vivía su abuelo insistía constantemente en conocer el final de la historia. Esto alteraba a Simón, que para ese entonces ya tenía una muy estrecha relación con su abuelo y, además, se sentía importante porque le estaba ayudando a controlar las heladas que amenazaban con quemar los cultivos de papa. Simón, entonces, creyendo que Violeta se conformaría con lo que él le dijera, le explicó que su abuelo le había dicho que el espantapájaros se encontraba caído en un lugar que se llamaba El monte de las ánimas. Simón mencionó este lugar porque los abuelos y los campesinos del lugar contaban tenebrosas historias sobre este monte. A ese monte, aunque cercano, no subía nadie porque decían que las ánimas vagaban por allí y, de hecho, cuando la brisa era muy fuerte desde la finca de los abuelos se alcanzaban a escuchar los escalofriantes aullidos de las almas en pena.
Simón estaba seguro de que Violeta se decepcionaría y no insistiría más porque tan solo con pensar en ese lugar hasta a él mismo se le ponía la piel de gallina. Por supuesto, Violeta tomó en serio aquella historia y, tal como creía Simón, no volvió a preguntar por el espantapájaros. Sin embargo, la época de las heladas se caracteriza por hermosos día soleados y fuertes y helados vientos que rugían y llegaban hasta la finca. Pero Violeta creía que eran los aullidos de las ánimas y esto la asustaba mucho. Esto aterrorizaba a Violeta, más aún, porque pensaba en la suerte del desdichado espantapájaros. Pero la abuela Laura para tranquilizar a su nieta le dijo que los aullidos que se escuchaban no eran los de las ánimas sino era la voz del viento que traía noticias de lo que ocurría en las montañas. El viento, decía la abuela, nos dice cuando podemos sembrar y cuando cosechar, nos avisa cuando se aproximan las lluvias para que resguardemos a los animales y los cultivos. También nos trae noticias de cuándo se aproximan las heladas y cuando van a terminar. El viento solo es un mensajero que nos ayuda a los campesinos. Lo que pasa es que su voz es muy fuerte y a veces asusta.
Con esta explicación Violeta también se hizo a la idea de que estaba avisando que allí, entre las montañas, aún se encontraba perdido el pobre espantapájaros. De hecho, Violeta creía escuchar un llanto melancólico que se disipaba entre los fuertes rugidos del viento. Un llanto que, por supuesto, debía ser del espantapájaros. Con esta idea en la cabeza Violeta salió en busca del espantapájaros, pero pronto se perdió entre las montañas.
Cuando Simón descubrió la ausencia de su hermana y sabiéndose, de cierto modo culpable, temió contarles a los abuelos. Así que decidió partir en secreto en busca de su hermana con la esperanza de traerla de vuelta antes de que los abuelos se percataran de su ausencia. El primer lugar donde Simón decidió buscar fue en El monte de las ánimas. Cuando Simón llegó hasta allí descubrió que el lugar estaba poblado por arbustos pequeños y muchísimos frailejones. Pronto el helado viento trajo una densa niebla y casi sin comprender, cómo ni cuándo, Simón descubrió que también estaba perdido.
Caminaba sin rumbo fijo hasta que comenzó a dar tumbos entre la niebla, sentía que no podría soportar durante mucho tiempo al helado viento, y rápidamente la angustia se apoderó de él. El viento que había escuchado era más bien el lamento de las ánimas o tal vez, pensaba Simón, era el de Violeta que también estaba perdida. El viento rugía ensordecedor y opacaba sus gritos que reclamaban a su hermana Violeta. Ya sin fuerzas y sin saber a dónde ir Simón comenzó a llorar. Sin saber cómo notó que podía escuchar su propio llanto hasta que se percató que era el de otra persona. Era más bien el de una niña y comprendió que era su hermana Violeta. Entonces, se guio por el llanto y la encontró acurrucada entre algunos arbustos. La niña lloraba, abrazó a su hermano y ya más calmada le contó que había logrado hallar al viejo espantapájaros. Entonces, Violeta señaló hacia la distancia donde se alcanzaba a observar una figura casi humana que posiblemente podía ser el espantapájaros. Ante la insistencia de Violeta Simón se acercó hasta que encontró el despojo de dos leños cubiertos de musgo sobre los que alguien, al parecer, había abandonado a un viejo sombrero de fieltro y a una ruana raída y descolorida. Pero, a lo lejos, si parecía un espantapájaros.
Simón, entonces, creyó que aquello, posiblemente, era una casualidad con la que Violeta intentaba terminar la historia de su abuelo. Así que intentó una vez más dar una explicación lógica, pero solo vio los ojos llorosos de su hermana en los que aún brillaba la inocencia. En este momento, Simón sonrió y decidió seguir el juego. Tomaron el sombrero con la ruana y los leños, para regresar a la finca. Pero ya había oscurecido y Simón no sabía cómo hacerlo. En ese momento Violeta le explicó a Simón que había llevado una bola de lana roja que había amarrado cerca del camino para no perderse, pero se había caído y la había soltado. Sin embargo, le dijo Violeta a Simón, la cuerda de lana debe estar cerca de aquí. Efectivamente, pronto Simón encontró el hilo y los niños lo siguieron hasta que salieron al camino. Allí escucharon voces, vieron sombras que se movían, luces que bailaban y gritos entre los que reconocieron, entre el rugido del viento, la voz del abuelo.
Más tarde, en la finca el abuelo puso al viejo espantapájaros en su huerto. La abuela le había remendado la ruana y le bordó flores en los huecos del sombrero. En verdad el espantapájaros había quedado bastante guapo. Por ello el abuelo colocó junto a él a una mujer espantapájaros para que Violeta observará que ya no estaba solo. Entonces Violeta unió con una cuerda las manos de los dos espantapájaros. En ese momento observaron que varios mirlos se comían las semillas del huerto. A lo que Simón expresó: Abuelo, los espantapájaros no sirven. Mira que los pájaros se están comiendo las semillas. Entonces el abuelo le guiñó un ojo a Violeta y luego miró a Simón con picardía. Finalmente, el abuelo respondió: Eso es lo de menos Simón, porque mira a tu hermana y a los dos espantapájaros. Ellos nos están diciendo que “donde menos se espera se encuentra a un amigo”.
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