Narrativa

Príncipe de este mundo, un cuento de Juan Cruz López Rasch

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—Nos chupa la sangre —leyó Jonathan, en un español rudimentario, mientras sostenía un conjunto de hojas, atiborradas de apuntes, humedecidas por el sudor de sus temblorosas manos—. Eso es lo que dicen, que les chupa la sangre. —Jonathan hizo una pausa, aquejado por la imponente presencia de la persona a la que dirigía sus palabras. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Procuró esbozar una explicación con voz trémula y palmas acuosas, repletas de borbotones—. Cuando llegué, ayer por la noche, me encontré con algunos de sus empleados, y les pregunté qué opinaban de usted. —Se detuvo otra vez, para verlo a él, a su interlocutor. Por la incomodidad que le generaban esos ojos ávidos, cargados de un poder inconmensurable, Jonathan decidió apartar la vista. Con el dedo índice trató de enderezar los anteojos sobre su nariz, y continuó—. Tengo entendido que es una expresión popular en español, y que se utiliza mucho aquí, en la Argentina. Significa que usted los hace trabajar mucho y les paga poco, ¿no?

Jonathan sintió ese dolor en la garganta que aparece cuando nos invade la tristeza, la ira o la impotencia. Sintió como las gotas de transpiración caían de sus axilas y le empapaban la camisa. No era un sudor producido por el calor, el aire acondicionado estaba prendido, y funcionaba a su máximo potencial. Vladimiro lo miraba con ojos cargados de sangre. En ese momento, Jonathan llegó a la conclusión que Vladimiro parecía el irresistible protagonista de una novela gótica, el tipo de personaje que genera suspiros y fuertes mordiscos en la comisura de los labios. Luego de permanecer inmóvil en el sillón durante un par de segundos, que a Jonathan le parecieron eternos, Vladimiro cruzó las piernas y dibujó una sonrisa sardónica en su rostro. Jonathan tragó saliva y procuró acomodarse para relajar sus tensionados músculos.

Afuera, el radiante sol de la siesta caía sobre los peones y rostizaba sus cabezas. La cosechadora importada, manifestación absoluta de la tecnología de punta, contrastaba con las herramientas de trabajo manuales que portaban los trabajadores de la estancia. Al interior de la casa no se colaba un solo haz de luz solar. Las pesadas y enormes cortinas de black out impedían que Febo se asomara. La tenue iluminación que caía sobre Jonathan y Vladimiro provenía de una lámpara de techo con bajo voltaje, ubicada entre los dos individuos, justo en el centro de la sala. Por momentos, el silencio absoluto era interrumpido por el zumbido del aire acondicionado. En algunas ocasiones, Vladimiro, aquejado por la débil luz artificial, achinaba los ojos, como si la lámpara le atravesara la vista y le rebanara los sesos. Tenía la mano derecha sobre uno de los brazos del sillón y, en la mano izquierda, portaba un vaso de tamaño gigantesco, grotesco, repleto de un líquido viscoso, rojo como el infierno.

—La gente es malagradecida, Jonathan —dijo, al fin—. De los salarios se encargan otras personas, yo no me preocupo por esas cosas. Ahora, dígame, ¿lo recibieron bien en casa?

—Sí, muy bien. Fueron muy amables conmigo.

—Discúlpeme por no haber estado acá. Ayer a la noche tuve cosas que hacer.

—¿Algo relacionado con el trabajo?

—Con el placer, Jonathan, con el placer.

—Le tomó toda la noche.

—¿Qué le puedo decir? Soy un noctámbulo. El día no está hecho para mí. Se podría decir que hoy madrugué para tener esta conversación con usted. —Jonathan miró su reloj de mano mientras Vladimiro le hablaba, y constató que eran más de las dos de la tarde—. Pero bueno, vayamos al grano. Así que usted está interesado en hacer un trabajo sobre mi familia.

—Exacto, señor de la Tapia. Como le adelanté, desarrollo una investigación sobre las elites latinoamericanas para la Universidad de Oxford, y debo decirle que la historia de su familia es fascinante —indicó Jonathan, evidenciando pasión por su objeto de estudio.

—Ya lo creo. —A Vladimiro se le escapó un bostezo, que entrecortó su voz. Jonathan no comprendió si la inspiración lenta y profunda era natural o deliberada, si Vladimiro tenía sueño o si se estaba burlando de sus gustos como erudito—. A mí la verdad que el pasado no me interesa mucho que digamos. Lo hecho, hecho está, como dicen los pendejos hoy en día, ya fue —sentenció.

Jonathan giró el rostro hacia la izquierda. Señaló una foto tomada con un daguerrotipo. La imagen, iluminada por la tenue luz que emanaba de la lámpara de techo, decoraba la sala de paredes carmesí.

—Se parece mucho a usted —le dijo a Vladimiro, mientras notaba el asombroso parecido entre el magnate, apostado en el sillón, y el militar de la foto.

—Como si fuésemos la misma persona —añadió Vladimiro, y clavó la mirada sobre Jonathan.

Nuevamente, el silencio inundó la habitación. El ambiente adquirió una densidad sobrenatural. A Jonathan le pareció que las paredes se achicaban y que de ellas emanaba un líquido putrefacto y granate, como si la pintura transpirara. Decidió hablar, probablemente, para sacarse esa idea de la cabeza:

—Las tierras las obtuvo el general de la Tapia durante la conquista de la región pampeana y patagónica, ¿no?

—No fue una conquista, Jonathan, fue una masacre, y lo digo con orgullo. —En ese momento, Jonathan percibió que a Vladimiro le interesaba su historia familiar, mucho más de lo que admitía, claro está—. A esos indios los hicimos mierda, los ensartamos, los empernamos, los empalamos —concluyó con fuerza, levantando la voz, con el orgullo de las bestias.

Jonathan recordó entonces las imágenes que había visto unos días atrás. Las fotografías tomadas durante el último tercio del siglo XIX ilustraban un texto relativo a las campañas militares y a la expansión de la frontera agropecuaria. Entre las capturas fotográficas de la época había una, particularmente una, que a Jonathan le había impactado. Dos soldados a caballo miraban hacia arriba. Estaban vestidos como el general de la Tapia, pero de forma mucho más rudimentaria, probablemente, porque eran sus subordinados. La calidad de la fotografía no era la mejor, pero en las caras de los dos soldados parecía encontrarse esa expresión terrible, tan inefable como inherente a nuestra humanidad, ese gesto que mezcla la estúpida felicidad de la victoria con la inconmensurable banalidad del mal. Los jinetes admiraban en lo alto a un par de hombres ensartados por el ano, clavados como dos cachos de carne en un tenedor gigante que emergía desde las profundidades del averno. Los enormes y afilados troncos que atravesaban a los dos muertos parecían lanzas colosales, armas para la muerte esgrimidas por algún dios con un poder inconmensurable.

Jonathan recreaba la escena en su mente. Cerraba los ojos y veía cómo los agonizantes cuerpos, una vez ensartados, iban deslizándose por la madera irregular de los troncos, repleta de astillas. Lenta y continuamente, el afilado y puntiagudo tronco avanzaba por los cuerpos, cortaba los organismos, perforaba los intestinos, rompía el tórax y ocupaba la garganta de cada una de las víctimas. En ese momento, cuando la madera llegaba a los pulmones, cuando los troncos rompían la tráquea de esos pobres diablos, era cuando los desgarradores alaridos terminaban. Los gritos quedaban atragantados, y la punta afilada seguía su paso, hasta emerger lenta y brutalmente de las bocas que apuntaban hacia el inclemente cielo. Las maderas quedaban empapadas de sangre, manchadas por coágulos, por trozos de mierda, por bilis, por grasa, por cachos de hueso y de piel. Mientras Jonathan pensaba eso, Vladimiro lo miraba y saboreaba la bebida, espesa, roja, y se pasaba la libidinosa lengua por los labios, como un goloso que prueba chocolates deliciosos. Jonathan pestañeó con fuerza, como quien intenta despabilarse, y volvió a la realidad.

—¿Qué es lo que produce en el campo, puntualmente? —preguntó.

—Cereales, algunas hortalizas. Tengo entendido que hace pocos años incorporamos el cultivo de soja, pero la verdad que no sé muy bien. Me importa un carajo. Como se habrá dado cuenta, yo disfruto de la guita que esta tierra genera, y punto. Hay un encargado que le puede responder con exactitud, darle cifras precisas y eso.

—Y, entonces… —Jonathan se acomodó otra vez los lentes, mientras pensaba cómo proseguir con el diálogo—…, ¿qué le gusta hacer?

—Cazar.

—No vi ornamentas de animales por aquí.

—No cazo animales, Jonathan, cazo personas —afirmó Vladimiro, mientras descruzaba sus piernas y guiñaba un ojo. Jonathan permaneció en silencio, con la mirada perdida, relativamente absorto—. No se preocupe. —Vladimiro lanzó una risotada—. Acá decimos que salimos a cazar, o a pescar, para referirnos a otra cosa, a la cacería sexual, si así lo prefiere.

—Comprendo —dijo Jonathan, mientras respiraba hondo y exhalaba lentamente el aire que había llenado sus pulmones—. ¿Es rico el vino? —consultó, señalando la copa.

—No tomo vino —respondió Vladimiro. Jonathan sostuvo la mirada contra los ardientes ojos de su interlocutor por unos segundos; luego, se vio forzado a bajar la cara, a llevarse el puño de la mano izquierda a la boca y a carraspear la garganta—. Es jugo de tomate, ideal para la resaca —añadió Vladimiro, al fin, como si rematara un chiste cuyo final se hacía esperar.

Vladimiro observó con notoria alegría la incomodad que producía en Jonathan. Se divertía, como los majestuosos animales de la selva lo hacen antes de caer sobre sus presas. Disfrutaba de ver confirmado en los actos la existencia de una jerarquía que, para personas como él, debía ser imperturbable. Jonathan era una persona en la que jamás hubiese reparado. Si Vladimiro estaba hablando con Jonathan era por el inusitado interés que el estudioso había manifestado y, también, por su procedencia. Para Vladimiro, Jonathan era un pelotudo, pero, después de todo, un pelotudo que venía de Europa. “Un pelotudo más glamoroso que los de acá”, pensaba Vladimiro. “Un pelotudo que habla inglés, un asshole”. Vladimiro, al fin, decidió romper el manto de silencio que él mismo había tejido. Advirtió una cuestión que, si se hubiese tratado de otro tipo de persona, más interesante, llamativa o atractiva, la habría notado antes.

—Ahora que me doy cuenta —indicó Vladimiro, levantando levemente la mano, subiendo con parsimonia el dedo índice—, usted también es de tes blanca, muy blanca, casi pálida —dijo, tras lo cual llevó el vaso a su boca.

En el exterior de la casa los peones derramaban litros de sudor, mientras las chicharras cantaban con fuerza y vaticinaban más calor. Jonathan se paró y se dirigió hacia la ventana. Tomó un trozo de la cortina y la corrió levemente, como para espiar lo que ocurría afuera. Un pequeñísimo resplandor se coló por la sala.

—A mí tampoco me gusta el sol —afirmó Jonathan, mientras acomodaba la cortina sobre la totalidad de la ventana y se aseguraba que el sol no entrara.

—¿Usted también es un noctámbulo?

—No. Tengo un problema, una enfermedad.

—¿El sol lo lastima?

—Me quema.

Vladimiro creyó que el verbo utilizado por Jonathan era producto de su impericia en la lengua castellana. Probablemente, el estudioso había querido decir otra cosa. La duda apenas sobrevoló la cabeza de Vladimiro porque, como todos los grandes señores, estaba convencido de lo que hacía, de lo que oía y de lo que su mente le dictaba.

—En este país tendrá problemas, entonces. En esta época del año el calor es abrasador.

—Para mí es abrasador, porque me quema, y abrazador, porque me abraza, me arropa, hasta que me consume, claro.

Vladimiro frunció el ceño, no comprendía. Jonathan lanzó una pequeña risotada.

—Disculpe, una broma tonta. Traté de aplicar a su idioma el famoso humor inglés.

—¿Aprendió ese chiste en Oxford? —consultó, Vladimiro, en tono sarcástico—. Siempre me pregunté por qué los ingleses no se mudan todos a Londres, esa sí que es una ciudad fantástica.

—No, no lo aprendí en Oxford —contestó Jonathan, con frialdad—. En realidad, para serle honesto, ni siquiera soy inglés.

Vladimiro inclinó levemente la cabeza y una mueca de disgusto apareció en su rostro.

—¿Por qué no me lo dijo antes? —indicó, al fin.

—No pensé que fuera importante. He vivido tantos años en Inglaterra que adopté todo de ese país. Sus costumbres, su lengua, incluso mi nombre lo tomé de allí.

Vladimiro apretó los ojos, con el enfado que caracteriza a quienes sienten que el mundo les debe una explicación.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó.

—Jonathan fue el nombre que tomé de alguien que conocí en Inglaterra hace mucho tiempo. Cuando pude acceder a la ciudadanía, quise llamarme como él. Sentí que era una manera de honrarlo, de recordarlo. Mi verdadero nombre es un manojo de consonantes que le resultarían impronunciables. Vengo de un pequeño país del sudeste de Europa, no creo que lo conozca, o que le interese.

—Es verdad, no me interesa —repuso Vladimiro, sin percatarse de la trascendencia y de las verdaderas implicancias que tenían las confesiones de Jonathan, relativas a su procedencia, y a su identidad, también.

—A usted le interesan pocas cosas, ¿no? Prácticamente no veo libros.

—Me aburre la lectura. Ya se lo dejé en claro, prefiero los placeres de la carne. ¿Qué hacía en su país de origen? Imagino que hizo otras cosas, además de estudiar.

—Mis padres eran terratenientes, grandes terratenientes. Yo heredé esas propiedades y debí protegerlas, durante mucho tiempo.

—No me diga, ¿allí todavía hay indios?

—No se dice indios, Vladimiro, indios son los que viven en la India. Acá estamos en América. —Vladimiro apretó los ojos, enfadado, por la forma en que Jonathan le había señalado su ignorancia—. Y no, no eran indios, eran otomanos, y fue hace mucho, mucho tiempo.

Vladimiro no comprendía lo que escuchaba. Jonathan continuó, como si no hubiese reparado en él.

—Viví en mi país, hasta que tuve la necesidad de viajar.

—A los de nuestra clase nos pasa, Jonathan. Toda parte del mundo nos queda chica —dijo Vladimiro, mientras olvidaba el enfado que le había producido la corrección de Jonathan. Lo ponía de buen humor el recuerdo de los largos viajes al otro lado del Atlántico, en grandes pájaros de acero que surcaban los cielos y le daban potestad sobre el aire.

—En mi caso, Vladimiro, fue por amor.

—¿Y qué pasó? —preguntó, con la curiosidad de quien empieza a mirar una película y ahora desea observar el desenlace.

—Al principio, estaba comprometida. Luego, ella murió.

—Lo lamento —dijo Vladimiro, compartiendo, con relativa sinceridad, el pesar de las elites condenadas al éxito, al placer, a la aventura sexual permanente y a la imposibilidad de sentar cabeza. Después de todo, pensó Vladimiro, estar en la cumbre del mundo, también significa estar solo. Pocos pueden, y deben, ocupar esos lugares, reflexionó. Bajó la vista y bebió del vaso. El origen social de Jonathan lo había sensibilizado.

—Gracias. Ocurrió hace muchos años. Cuando la conocí, ella vivía en Inglaterra, así que me mudé allí. Su prometido era, nada más y nada menos, esa persona de la que tomé prestada el nombre que ahora utilizo. Él también fue muy importante para mí, un gran amigo, pero, al igual que ella, falleció. ¿Qué puedo decirle? No tuvieron la suerte de vivir tanto tiempo como yo.

Vladimiro levantó levemente la ceja izquierda. Se le pasaron millones de pensamientos por la cabeza, pero los ignoró. Nunca supo por qué, pero decidió eliminar de su mente la posibilidad de estar frente a una persona mucho mayor de lo que parecía.

—Tenemos cosas en común —dijo, al fin, mientras pensaba que tanto él, como Jonathan, disfrutaban de Europa, gozaban de sus herencias, y eran dueños, amos, propietarios, de la tierra, de los frutos de las semillas, de los animales, de los mortales que necesitan del sudor de su frente para alimentarse, de todo lo que repta, de todo lo que trepa, de todo lo que se arrastra sobre la faz de la Tierra.

—No lo crea —aseguró Jonathan, con una seguridad y un talante que hasta el momento no había exhibido, y que atrajo la atención de Vladimiro—. Tenemos una gran diferencia. Hace mucho tiempo entendí que vivir de los demás es un horror. Yo no soy un parásito, Vladimiro. —Su interlocutor abrió los ojos y se le endureció el rostro, asombrado por el atrevimiento—. Mejor dicho, ya no lo soy. Ahora sólo soy un estudioso… —hizo una pausa—… y un vampiro.

—¿Acaso usted también es un chupasangre? —dijo Vladimiro, mientras se reía, no por hilaridad, sino por el impacto nervioso que le había causado la repentina confianza y el asombroso desenfado que ahora exhibía Jonathan.

Literally I am —respondió Jonathan, en inglés, mientras daba media vuelta y dejaba que la luz de la lámpara se reflejara sobre los dos grandes colmillos que crecían en su boca.

Vladimiro, petrificado, colapsado, soltó el vaso. Antes que el cristal se estrellara contra el piso, y que el jugo de tomate tiñera el parqué de color rojo, Jonathan realizó un salto increíble y cayó encima de Vladimiro. Le apretó el cuello y le oprimió la nuca, mientras clavaba sus largos dientes en la yugular. Así fue como Jonathan empezó a chuparle la sangre a Vladimiro, hasta dejarlo seco y marchitado sobre el gran sillón.