Taxi a la plaza San Francisco, un relato de Daria Mengert
Estaba de pie, en la estación de autobuses de La Paz, Bolivia. Aparte de mí, todos los turistas parecían saber exactamente a dónde iban y muchos ya habían abordado sus vehículos.
En una de esas pequeñas cabinas telefónicas de la estación yo estaba aún conversando con mi Couch-host, pero de alguna manera mi español sólo era suficiente para entender que tenía que ir a la plaza principal de la ciudad. Nos encontraríamos allí.
Cuando empecé a caminar, cargando mis dos mochilas, un turista colombiano me abordó. Hablamos. Era un tipo agradable, nos reímos un poco juntos. Pero yo no sabía dónde estaba el hostal que él estaba buscando.
—Tomemos un taxi y dividamos el dinero—dijo—. Hay uno justo ahí.
El taxi era gris, pésimo aspecto y mantenimiento, no tenía placa. Pero yo había leído sin verdadera atención Lonely Planet (aquella guía para viajeros) o no lo había leído en absoluto, y me puse a charlar alegremente.
Puestos en marcha y tras avanzar apenas unas calles, un policía nos detuvo. Entró al auto luego de charlar. Dijo que tenía que hacer un chequeo de rutina, bla, bla, bla. Debíamos mostrarle todo el dinero que teníamos con nosotros.
Yo no llevaba nada de dinero en efectivo, salvo algunos bolivianos. Noté la mirada escéptica del policía que para entonces estaba ansioso. Hurgué frenéticamente en todos mis bolsillos.
—¡Aquí!— aliviada, sostuve los 50 centavos de dólar que había olvidado cambiar en la frontera ecuatoriana.
Extrañamente, el policía no estaba para nada satisfecho, como si lo estaba yo, con mi meticulosa cooperación. Con impaciencia, le entregué mi cámara, teléfono móvil y tarjeta de crédito. Después de una breve inspección, él me devolvió todo.
—¡Debes tener más allí!—gritó, finalmente. Se volvió hacia mí y me tiró de la cintura. Allí descubrió mi ropa interior turquesa, pero no la bolsa de dinero o pertenencias que tanto anhelaba.
—¡Dime el código de tu tarjeta de crédito!
—¡De ninguna manera!
Protesté, mirándole fijamente.
—¡Claro que sí—contestó de mala forma. —Está usted frente a un oficial de la policía en un auto.
Mi sudor corría lentamente. Nerviosismo en el ambiente. Las casas desfilaban deprisa en la ventana, ya estábamos en una autopista.
—Mire—le dije—. Hay otras dos personas también en el taxi: el conductor y otro turista. ¿Podría darle el código de mi tarjeta de crédito cuando lleguemos a la plaza?
Por un momento los tres se quedaron en silencio.
Entonces el conductor se detuvo repentinamente a un lado de la carretera. El policía salió del taxi. Abrió la puerta del baúl y tiró mis mochilas fuera del coche. Me hizo una señal para que saliera. Tan pronto salí, se fueron volando.
Estaba muy confundida. Me habían abandonado y aún tenía que tomar el autobús en dirección opuesta para llegar a la plaza San Francisco.
Después de un rato, ya sentada en un autobús, empezaba a entender lo ocurrido. Se filtraba lentamente el discernimiento. Realmente creí, hasta el último momento, que tenía a un taxista, turista y policía delante de mí. Qué ingenua. Pero mi ingenuidad me había salvado. Probablemente mi ingenuidad los había abrumado.
Los imaginé sentados en el auto, discutiendo: “¿Era realmente tan estúpida o nos engañó estupendamente, contra todo pronóstico, a todos?”.
En voz alta:
Foto cortesía: flickr