Lunfardo, un relato de Janer Villanueva
Publicado por Janer Villanueva
Todo había terminado; el faso paraguayo, las botellas de Fernandito con coca cola de bajo presupuesto, los coros animados por las ganas de romper el país, las amistades recién fundadas y la coherencia.
En el mágico San Telmo cualquier beso puede escaparse y llegar a naufragar por las bajas temperaturas del asfalto, entre tetas, la ketamina, el horror y el delirio.
—Tengo más flores, pero en casa. Si te parece, tomamos otra birra en el camino y alcanzamos un poco, son sólo unas cuadras.
—¿Y cojemos?—preguntó.
Le cogí los labios, la lengua, los grandes ojos celestes, el pliegue de sus entrañas, la comisura del asombro y aún no partíamos a casa. En el camino, le apretaba el culo mientras la estrujaba contra las persianas de la calle Chile, sus uñas dolían bonito cuando se incrustaban en mi espalda. Bordeamos las planicies del Microcentro y bajamos en dirección al Congreso, donde quedaba mi ratonera de escasos metros cuadrados, pero con una linda vista al cine Gaumont.
Pedimos dos panchos en cualquier esquina de la avenida de Mayo y un litro de Quilmes. Estábamos otra vez agarrándonos el sexo en plena barra y nuestra historia empezaba a cuajar, la fantasía y el goce, las pequeñas cosas que dividen el bien y el mal eran más difusas cada vez.
La cama rústica con sábanas sin cambiar apareció mágicamente a nuestros pies. Este concierto concluiría con instrumentos rotos contra el piso. Yo reía, delirante, agarrado de su moño para no venirme tan rapido por la agilidad y tibieza de su boca. Me quiso zampar un dedo en el culo esquivo, pero logró entender el mensaje para dar un salto sobre mí y empezar a frotarse contra las partes mas afiladas de mi cuerpo.
Me pidió un forro así que lancé una expedición indecisa hacia la gaveta del nochero sin hallar nada al tacto, obligándome a encender luz y confirmar mi sospecha.
No puede ser que no tengas forro, afirmó, bajándose del tren de la calentura, frente a mi completa incredulidad.
Resultó siendo coherente en el momento que menos esperaba y de manera innegociable, fundando mi política de jamás volver a regalar un puto condón.
Aún así, algo hervía, algo iba y venía como una ráfaga de viento que se escapa por el borde de una ventana, sus ojos eran grises a centímetros.
Aceptar la derrota no es perder en esta batalla. Me acurruqué a su espalda y metí los dedos en su cráneo. Ella se acomodaba a los espacios vacíos de mi cuerpo, al asidero más amable de mi brazo. De vez en cuando sentía sus besos en la espalda, mi piel se erizaba con su respiración blanda.
Se la terminé metiendo por detrás. Coincidimos en nuestros temores; preferíamos cualquier venérea a la responsabilidad de los hijos.
Me pareció extraño que nunca antes lo hubiera intentado, tuve que argumentar soportándome en las bondades de la saliva, de la estimulación previa y de la respiración. Era mi virgen de Santelmo por lo menos del culo.
Nos despedimos de un beso y se la tragó la incertidumbre. Al parecer me dió mal su número o simplemente lo inventó.
II
No la hallaba. Quizás mi tendencia a la repetición me superaba, pero si no volvía a verla seguramente la locura se asomaría con hongos salteados en mantequilla y vino blanco.
Decidí renunciar a mi búsqueda. Fueron muchos bares. Sankriev donde sólo iba los miércoles a escuchar el jam de Carlos Campos y sus jamones, pasó a ser mi casa. En Atom, que al revés tenía sentido, un italiano preparaba el «Satanás», bebida que llegaba a tu mesa en pleno fuego y requería de guantes y recipientes de cobre para ser batido. Debar y crónico, proyectaban películas bizarras y era atendido por cachacos que odiaban mi acento; las mismas esquinas, los mismos vagos amigables, la feria del domingo y el candombe de mis lágrimas, Mauricio Macri la puta que te parió al unísono.El racanrol se baila, la milonga entre hombres, el guiso del amor, las ventanas de mi muerte viajan en tren.
Tuve suerte en Estados Unidos y Bolívar; estaba más borracha que un albañil paraguayo y gritaba mi nombre como si fuera un gol de su Racing amado, celebraba con palmitas y saltos, seguía vociferando; Colombiano, llévame a tu casa, dame de comer, déjame dormír a tus pies, bésame por las verdades.
Apestaba a días enteros y sus dientes estaban ennegrecidos. La abracé y le ayudé a sentarse en las escaleras de un restaurante mexicano, al lado de una bolsa de panes viejos que dejan los camareros al servicio de la necesidad. Ella empezó a comerlos vorazmente invitándome al festín con su mirada.
Si supiera que la estuve buscando y que ahora dudaba de mis expectativas, si entendiera que hoy no estoy borracho y que el pudor me hace humano.
Di la espalda y me fuí marchando eternamente como el corazón de un tango. Al llegar a Independencia y Bolívar miré hacia atrás; estaba rompiendo las bolsas de pan furiosamente y lanzaba migas por toda la acera haciendo gestos acompañados de maldiciones inaudibles. San Telmo es así, recordé la canción del indio y el soldado, «la noche te rompe la copa, vendiendo ilusiones, dejándote retazos de sueños por los rincones».
Fotografía: Pixabay