Arte y Letras,  Cartagena

Alberto Llerena: el dramaturgo y el maestro de taller

Si usted lo ve dudaría de que, en efecto, se trata de él, del gran maestro del teatro de la ciudad de Cartagena, Alberto Llerena Marín. Un hombre que no se jacta con una apariencia exaltada en triunfos, todo lo contrario, es un tipo sencillo, menudito y elocuente, que por estos días padece la nostalgia típica de quien, al ver su obra en retrospectiva, presiente con tranquilidad la certeza de un pronto fin, del cierre último de su telón de cielo.

Hablar de teatro en la ciudad, es lo mismo que hablar del maestro Llerena. Maestro porque todos, sin excepción del amigo más lejano, lo consideran como tal. No es de las personas que alza la voz para sentar en firme su postura; él habla despacio para que el olvido no se lleve sus palabras, que especialmente adopta y amasa para explicarse mejor, en forma leve para que la atención no se le niegue.

Tiene la costumbre de no contestar el teléfono. Si alguien por cualquier motivo quiere saber de él, tiene por obligación que llegar a la Sala de Teatro Reculá del Ovejo, un rinconcito abaluartado en el Centro Histórico de la ciudad, hogar entrañable de los teatreros en Cartagena donde Alberto pasa sus mañanas, sentado en una silla Rimax, viendo la vida atravesarle suavemente el pecho.

Desde que Alberto Llerena era un niñito, que ni a los nueve años llegaba, ya estudiaba música y tocaba el violín en la Escuela Departamental de Música de doña Josefina de Sanctis, que quedaba al lado de la tienda Discos El Güiro de Pedro Laza y en frente de los antiguos almacenes Mogollón. Con la intención de enseñar otras disciplinas artísticas, varios maestros europeos llegaron a Cartagena en 1957 y, bajo la dirección de Educación Pública de Bolívar, la Escuela Departamental de Música pasó a llamarse Instituto Musical y de Bellas Artes. Entre esos maestros estaba Juan de Peñalver Laserna, un español exiliado en París debido a la guerra civil franquista, quien empezó en el Instituto dictando talleres de teatro.

En sus clases, De Peñalver tachaba de tajo con un lápiz por aquí y por allá. «Era severo», me dice Alberto con la mirada exaltada mientras toma un sorbo de café. Pero fue De Peñalver quien lo introdujo en los clásicos de España: Lope de Vega, Calderón de la Barca y el gran García Lorca, quien fue su compañero.

En una oportunidad, tras regresar de Nueva York, De Peñalver le trajo a su clase El Rinoceronte, de Eugène Ionesco, una obra vanguardista cuya historia es la de un hombre que nota frente al espejo que tiene un cuerno de rinoceronte y que finalmente al salir de su casa, muy preocupado, se da cuenta de que todos llevan uno igual. De la obra Llerena aprendió que el teatro vale como propuesta estética tanto como juicio ético. Antes de salir para siempre de su vida, De Peñalver le entregó a su estudiante un libro e instó: «Decídete», y le advirtió que no debía abrir el libro antes de que él se fuera. Aquel consejo llegó en clara alusión a la música y al teatro, pues la dedicatoria en la portada presagiaba: Para Alberto Llerena, el futuro Aristóteles del teatro en Colombia.

El Rinoceronte, Birdbath-Theatres. Fotografía: Robin Jackson, 2017

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El joven Alberto pasaba en la parte de atrás del escenario, aprovechaba cada oportunidad para aprender lo máximo posible. Siempre estaba ayudando, llevando palos, pintando, organizando o montando la escenografía. Nunca le interesó actuar, supo desde el principio que su papel era el de dramaturgo. Un día, cuando se hallaron solos, los compañeros del grupo de teatro le dijeron a Carlos Alíes, quien era siempre la figura principal en los montajes, que por ser este el más destacado debía dirigir el grupo de ahí en adelante. Así fue que el nuevo director los bautizó como La Banca, en honor al área donde se encuentran los beisbolistas, inactivos pero disponibles para el juego.

Para ese momento, Alberto había escrito una obra que había sido estudiada y corregida por el maestro De Peñalver, quien le dio su visto bueno. La Banca decidió montar dicha obra para la ceremonia de graduación de 1961 de la Institución Educativa Liceo de Bolívar, donde Llerena cursaba quinto año de bachillerato. Se llamaba Con la espalda al sol, un drama sobre los problemas de la violencia en el campo colombiano, tópico fundamental durante la guerra bipartidista.

Luego de que su madre falleciera y su padre sufriera el mismo destino tiempo antes, de Alberto se hizo cargo Manuel Marín, su abuelo materno, un ebanista consagrado que no pudo ingresar a la universidad porque aquellos espacios no eran aptos para la gente negra y que, sin embargo, entendió que cada hombre puede moldear su propio destino, aun siendo negros como él y como su nieto. A sus hijos los crió bajo esos parámetros, insistiendo siempre en la importancia de la educación. Ocurrió entonces que, cuando se vio de frente con la realidad de iniciar estudios universitarios, Alberto se decidió por la sociología. «Ahora sí, ¡ni música ni teatro! ¿De qué vas a vivir?», insistió varias veces el abuelo Marín. Con todo, Llerena ingresó a la Universidad de Antioquia, en Medellín.

Ya en el Claustro San Ignacio, junto a Cristina de la Torre, Alberto leyó un letrero en la entrada que decía: Los que quieran pertenecer al grupo de teatro, por favor asistir hoy a la reunión en… cita que ambos cumplieron. Sergio Mejía Echavarría sería el encargado de dirigir el grupo, un tipo que Llerena acusa de plantear un teatro clásico, como el español de su maestro; decimonónico, hegemónico quizá. De Peñalver le enseñó la grandeza del teatro, pero Alberto aprendió más que ello.

Entendió que el teatro debe responder a las necesidades únicas de quien lo hace, de quien lo siente, y que la realidad circundante abastece de buenas historias. Sus urgencias eran otras, al igual que las de De la Torre y de un par de asistentes más. Un día, reunidos en la cafetería de la universidad, entre charlas, decidieron fundar un grupo propio. Alberto manifestó haber estudiado teatro antes, por lo que fue escogido como director. En 1964, nació El Taller. Se inauguró con dos obras: Extraño jinete, de Michel de Ghelderode, y Ardel o las margaritas, de Jean Anoulh; ambas vanguardistas.

Lleno de problemas económicos, Jaime Díaz Quintero le ofreció la dirección del grupo de teatro de la Universidad de Cartagena, al que Alberto había pertenecido antes. Así fue como Llerena terminó abandonando la sociología para consagrar su vida al teatro, que a esas alturas ya era su condición incurable. Regresó a su natal Cartagena en 1968. Al asumirlo, Llerena encontró un grupo mal posicionado, de modo que, como primera medida, rebautizó la agrupación como Teatro Estudio de la Universidad de Cartagena (TEUC), institución que pervive hasta hoy bajo la dirección del maestro Eparquio Vega. Pero en 1972, el rector elegido implementó una serie de cambios en la alma mater que incluía despedir a todo aquel que pensara diferente, bajo el rótulo de comunistas; entre ellos, nuestro héroe.

Así que, luego de la estabilidad que le representaba la universidad, Alberto se halló ante la incertidumbre que padece la mayoría de teatreros en los áridos lugares en que la cultura y el arte no son debidamente valorados, pero fue resiliente y se aferró a los títeres como náufrago a un chaleco. Con mochila al hombro, de colegio en colegio y de barrio en barrio, nació Polilla, su títere emblemático. Las funciones eran remuneradas de a peso: era el espectáculo de la subsistencia.

Elenco de Utopía Teatro, Universidad de Cartagena, 2015. Fotografía: Utopía Teatro.

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Mientras estaba en Cartagena, Fanny Mikey, la afamada actriz, directora y empresaria de teatro, solía pedirle a Alberto que la viera ensayar en el apartamento que tenía en el Conjunto Habitacional Las Bóvedas. Eran amigos, compañeros del teatro. Al enterarse de la precaria situación de su colega, lo llamó para que a primera hora del día siguiente estuviera en Bogotá. Le había conseguido trabajo en la Empresa de Energía Eléctrica de Bogotá y en el Instituto de Fomento Industrial. Ya en la capital, en conjunto con presentaciones del Teatro Cultural del Parque Nacional, rodeado de zanqueros y payasos, Polilla, el títere, se consolidó. Alberto recuerda aquella como una linda época.

Alberto Llerena es un hombre que ha llegado hasta donde el teatro lo ha llevado. Su vida ha sido un gran ir y venir, aprender y construir. Para 1975, el grupo de teatro de la Universidad EAFIT de Medellín necesitaba un director y, sin dudar, allá fue a parar. A partir de eso, Llerena recorrió el país junto al grupo Teatro de la Escuela.

En 1980, Llerena fundó, en la primera cámara de la Plaza de Las Bóvedas, un grupo de teatro y títeres que adoptó el nombre de su personaje capital, La Polilla. Más tarde, junto a Alberto Borja y Jaime Díaz Quintero, Alberto empezó a luchar por la apertura de espacios dedicados al teatro en la ciudad, como el caso del entonces Teatro Heredia —hoy Teatro Adolfo Mejía—, que se encontraba en ruinas. En 1988, estos tres valientes gestores lograron reabrir el programa de teatro de la, en aquel momento, Escuela de Bellas Artes de Cartagena, del cual Llerena fue director hasta 1992. En el año 2000, acompañó la creación de la Asociación de Teatro de Cartagena y la fundación de la Sala de Teatro Reculá del Ovejo, su sala de teatro, en la primera bóveda del Baluarte de San Lucas, uno de los tres espacios teatreros oficiales concertados de la ciudad.

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Alberto Llerena Marín se ha montado sus 73 años al hombro, tal como décadas atrás se acomodaba la mochila en la que llevaba a su Polilla, aunque los primeros han pesado más, y a esta perturbación le achanta su queja. Sigue siendo un tipo de talla sencilla, ligero en peso y decoroso ante su obra. Insiste en que sus logros no han sido ni tan grandes, ni tan importantes, que lo que ocurre es que él es el último de una gran generación de teatreros y por eso se le tiene respeto. Asimismo, confiesa que, de no haberse dedicado al teatro, definitivamente no hubiera optado por la música, pese a que sus profesores fueron los ilustres Inés Pfaff, Elizabeth Monstchau y Adolfo Mejía, y entre sus compañeros estuvo el destacado violinista caleño Carlos Villa.

En la actualidad, el maestro Llerena no tiene en su dirección ningún grupo de teatro. Hace tiempo se dedicó a hacer lo que aprendió con De Peñalver en el taller de literatura dramática: escribir. En 2014 publicó Teatro, un libro que recoge sus principales obras y en el que se encuentran textos como Visita, Malena de la noche y Pesadilla para un desván cualquiera. Sus temáticas fueron recurrentes: las problemáticas sociales, el campesinado, la tierra, el conflicto armado interno del país; un dramaturgo de la realidad contemporánea de Colombia que en Un extraño cadáver color malva dijo:

Los muertos no pueden hablar. Los muertos no pueden llorar. Los muertos aquí no son nada, ni siquiera polvo. Solo desaparecen, se pierden en la niebla del olvido.


Pero también la escritura le es esquiva ahora. Suspendió la labor hace poco, a causa de un problema físico que le llegó a impedir el habla y limitó la movilidad de sus manos. Al contarme, me muestra los rezagos del incidente. Me dice, además, que con la mano izquierda está reaprendiendo a escribir y con la derecha apenas sostiene la cuchara. Alberto no tiene pareja ni hijos, aunque anida la sospecha de haber concebido uno. Me explica que se debe a que los artistas como él están en todos los lugares y en ninguno, y que en esas circunstancias muy difícilmente sobreviven los lazos afectivos.

Entristecido, me comenta que el Estado colombiano es ingrato con los artistas, con los hombres y las mujeres que dedican su vida a encumbrar al país a través del arte, a mantener tradiciones culturales, a fungir como memoria histórica. Como prueba está que el maestro no es pensionado, sino que vive de conferencias y talleres, y de los derechos de autor de sus obras que un mes pueden venir desde República Dominicana y, el siguiente, desde Francia.

La retrospectiva le insiste cada mañana en el soleado rinconcito del Baluarte de San Lucas, arrellanado en su silla plástica, tinto en mano, junto al salón de teatro que durante años ha albergado a los más fervientes artistas y a los más emocionados espectadores, tanto de su obra como de las ajenas. Mucho ha visto y ha hecho, y aunque las despedidas han aumentado con los años, aún su función no se acaba. Por ahora, el maestro Llerena sólo aguarda, paciente y sosegado, por su próximo escenario.

Alberto Llerena Mejía, nació el 14 noviembre de 1945. Fotografía: Cofradía Teatral.

En las tablas: crónicas de teatreros de la ciudad de Cartagena es el título de la tesis de grado que dio vida a la presente crónica, autoría de la comunicadora social Alicia Mercado Pájaro, escrita originalmente en 2018.